In fraganti

Laura T, ‘suicidada’ por el maltratador que alienó a sus hijos

La muerte anónima de una madre abatida por el padre de sus hijos esconde una triste historia. Muchas mujeres se rinden ante la peor violencia, la que pasa desapercibida

Juan-Carlos Arias jcdetective /
03 sep 2022 / 05:30 h - Actualizado: 02 sep 2022 / 12:38 h.
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La vida es una historia. Tiene un final o leyenda que la pervive. Basada en hechos reales, los citados aquí tienen nombres ficticios. El artículo es de opinión. Todo comienza porque la existencia, para Laura T, fue ingrata. Agonizó con la mirada perdida, en la soledad. Su muerte le hizo volar. Fue desde un balcón al féretro del anonimato como suicida. Mucho antes, el epílogo de una mujer-coraje lo escribió un ser vil. Un Malnacido del que conoceremos aquí su operativa.

La historia real sucedió en Sevilla, pero podría ubicarse en cualquier parte. La conocieron policías, psiquiatras, jueces, un detective privado, familiares, amistades y compañeros de una pareja rota por un desalmado. Los profesionales indicados poco pudieron hacer. El malo creyó tener nómina vitalicia que cobró, puntual, durante lustros. Su único mérito fue ser esposo y padre. Pero ofició de sanguijuela.

Mujer y madre que se planta

Laura T. se enamoró hasta las trancas de Manolo H. G. (por llamarlo de alguna manera). Encarnaba a su segundo Príncipe Azul; el primero falleció estrellado en una moto. Su Manolo, por el que se mordía los labios del deseo Laura, era la pareja perfecta. Sería -creyó- el mejor padre de sus hijos. Aquel individuo lo tenía todo a su favor: alto, espigado, atlético, simpático, dicharachero, impecable en el vestir... Contaba historias que atrapaban, aunque las repetía. Las sevillanas maneras de Manolo le hacían tertuliano ideal en fiestas o entre amistades. Prendía altivo, por ejemplo, el catavinos o la copa con tres dedos; como imitando a los diplomáticos en los canapés de Embajadas.

Laura, de su parte, completaba la pareja con glamour. Sumaba un esbelto cuerpo diez. Licenciada en Historia, profesora de bachillerato y virtuosa bailarina, su cultura y educación arrasaban al Manolo que eligió. Este se crió en cuarteles, cerca de soldados trasgresores. Su padre era un mando militar de escala chusquera. Jamás fue a la guerra, aunque lucía medallas en su pecho por luchar, años y años, con el arma del uniforme. ¡Patria pura!

Del padre, Manolo heredó etiquetar al pueblo ‘masa’, o a quienes no son militares el genérico ‘civiles. Sin haber concluido el bachillerato, ni pisar la universidad o centro docente castrense, Manolo creía en los desvaríos. Una vez casado, ejercía de Coronel de su mujer-soldado. Creía, incluso, tener facultades de arresto, condena o dar órdenes de esa obediencia que jamás pregunta, que nunca replica.

Al matrimonio de Manolo-Laura, al poco de inscribirse en el Registro Civil, le surgieron novedades. El velo del amor embarazó dos veces a Laura. Su maternidad, orgullosa y valerosa, la llevó en solitario. Su rol de madre incluyó la crianza y educación de dos hijos, sin ayuda del padre de las criaturas. Mientras, el impecable Manolo salía temprano de casa. Volvía tarde, durante la semana laboral. Laura nunca reparó en qué hacía su pareja. Ni dónde trabajaba.

La hipoteca, el coche de Manolo, los gastos del hogar y de los dos hijos los pagaba Laura. Su sueldo docente alcanzaba hasta lo justo. En qué estaba Manolo fue un misterio, años y años. Hasta que Laura se preguntaba si su marido alguna vez contribuiría, con algún céntimo, con los gastos del hogar. Laura pagaba hasta la gasolina de un coche con demasiados kilómetros.

Algunas preguntas de Laura las respondía con evasivas Manolo. El tiempo subió el tono de las cuestiones. Y las evasivas se tornaron en amenazas machistas, las más socorridas de las imaginables. A Manolo le sublevaba que le cuestionaran su autoridad, su rol in pectore de cabeza de familia y sutil macho-alfa. Laura, poco después, dio un ultimátum a su esposo y padre por partida doble. O pagaba algo a la casa para disipar las dudas sobre su oculto trabajo, o todo empeoraría. Al parásito le cercaban...

Un detective privado, discretamente, investigó el cotidiano de Manolo. Reveló dos domicilios laborales, de la ‘economía sumergida’ con variante compra-venta de pisos. Uno estaba en un piso ‘gratis total’ de su padre, otro en una inmobiliaria donde su titular firmaba, blanqueando, las operaciones. Le tildaban –al padre de Manolo- en un bloque de pisos militares el ‘último de Filipinas’. El apodo se explica porque se acantonó en el pabellón de un cuartel cerrado donde fue Comandante.

Al tipo lo tuvo que echar un pelotón, pero de policías nacionales, pues el jefe militar estaba curtido como okupa, con todos sus avíos. El ejército, y esto es suerte de malvados, amedrentado le facilitó un piso de casi 250 m2 . Más que nada por personalizar un carácter conflictivo, ser padre de familia numerosa, airear su caradura en prensa y servirse de un abogado fetén que defendía lo imposible

La mente de ese militar no conjuga el verbo pagar por el hogar: 0€ por la hipoteca, IBI, comunidad, suministros (agua, luz, gas......). Manolo alojó su chiringuito en el hogar de su padre, ya nonagenario. Allí estaban ya censados y viviendo más hermanos, algunos/as divorciados con hijos menores. Por si caía una subrogación del pisazo militar. Y así prolongar más años la jeta del gratis-casi-total de tan singular parentela.

El padre alienador

Manolo, cercado por su mujer, opta por huir adelante. Lo más difícil, y propio de los caraduras con trienios. Su eslogan sería ‘todo gratis, cueste lo que cueste’. Sigue, Manolo, inoculando veneno de la alienación a sus dos hijos. Para tal cuestionable menester, primero, ‘deja de trabajar’. Después, cual víctima de una loca y con lágrimas de cocodrilo, intoxica a sus hijos con el papel de David ante Goliat, de pez pequeño ante el tiburón. La subyugación paternal tiene éxito por la labia y recursos dramáticos del personaje. Manolo carece de escrúpulos y exterioriza fetén lo sensiblero.

La primera consecuencia de ese teatro con prota villano es la depresión de Laura. Ella se sentía fracasada, hundida, como madre y esposa a la vez. Empezó a ser un trapo. Se movía en la vida de soledad como alma en pena.

Unos informes de psicoterapia hurtados a Laura sirvieron al peor Manolo para pleitear la custodia de sus dos hijos, pensiones alimenticias por ambos y otra pensión para él compensatoria. Las sumas mensuales que reclamó eran desorbitadas, se creía en Hollywood. Alegó, como carpanta que merece estudio, haber abandonado una carrera profesional que nunca empezó, para desposarse y ser padre. Imaginen a Laura leyendo la demanda de divorcio con tales argumentos. El llanto de la más genuina rabia fue aperitivo de más depresión, e intentos de suicidio.

Mientras la pareja apuraba los últimos meses de convivencia, Laura estaba catatónica. Hubo la sospecha de que su medicación, milagrosamente, multiplicaba la dosis prescrita por su psiquiatra. Una vez que se alejó de Manolo e hijos, la salud volvió a ella. La ira salvaje de quien cree vencer ante un enemigo que no lucha había escalado en maldades, algunas conductuales y descritas por el vigente Código Penal español.

Hablamos, de paso, de ‘hacer fortuna’ aprovechando el divorcio. Hablamos del maltrato económico el que añade sufrimiento a una mujer vulnerada y encarcelada por un maltratador. Los estándares hablan reiteradamente de violencia de género psico-física, pero hay muchas más en las parejas y familias.

La violencia que ejecuta Manolo añade bolas negras cual brujo de mercadillo. Es sutil y difícilmente clasificable. En esa violencia no hay partes de lesiones, sangre o agresiones físicas. Sólo palabras e intimidaciones que disipa el aire. Pero cala, esa violencia, en las víctimas. Suelen ser, por lo general, mujeres venidas abajo, con la autoestima plana, idas de todo.

Laura no perdió la guerra judicial que inició su ex marido. Ganó todo, hasta disfrutar la vivienda que compró de soltera ante un okupa con modos de hiena y antecedentes familiares. Laura, sencillamente, se vio superada por un bandido cuyas rapiñas no tenían fin. Nunca percibió a su pareja encarnado como su peor enemigo. Nos preguntamos inclusive: ¿Lo seguiría queriendo?

Laura T, ‘suicidada’ por el maltratador que alienó a sus hijos

El luto por perder el cariño y respeto de sus hijos, las sonrisas desaparecidas de su cara y ‘cero’ ganas de bailar la vida hicieron a Laura ansiosa por concluir cuanto antes su pesadilla vital. Manolo, a las claras, la condujo al precipicio y ella se arrojó al vacío de la muerte. Aterrizó en un acerado regándolo de sangre. La tragedia de Laura tiene explicación e impunidad. El suicidio no es delito. Sólo se castiga al inductor y/o cooperador (Art. 143 CP) Laura no llamó, antes de matarse, al Teléfono de la Esperanza (717 003 717), ni al 024 que tantas vidas salvaron. Tampoco dejó nota como acostumbran los suicidas. Nada que contar, pensaría. Sus hijos preguntarán al padre qué pasó con su madre, si esperan alguna respuesta o explicación de un drama que tiene origen humano.

Suicido: impunidad, prevención y soluciones

Nuestra sociedad lleva décadas, siglos, escondiendo el suicidio. La Iglesia no sepultaba a los que se mataban en camposantos regidos por normas vaticanas. El Código de Derecho Canónico (1983) del Papa Juan Pablo II les excluía de su enterramiento taxativamente: “Se han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento”.

El Código Canónico anterior, de 1917, fundamentaba el desamparo eclesial en el Cánon 1240: “...quien con libertad y dominio de sus facultades se matara a sí mismo... (párrafo 3) o a “los muertos en duelo” (párrafo 4). Los curas no bendicen a estos infieles. Sólo por decidir su propia muerte.

Se vea o no de esta forma, el suicidio en España es un problema de salud pública. Es la primera causa de muerte no natural. Según los datos del INE, 2020 fue el año de más suicidios en la historia desde que se registran estos datos, desde 1906. Nada menos que 3.941 personas se quitaron la vida, un 7,4% más que en 2019. En 2020 hubo 2.930 suicidados sobre 1.011 mujeres. Las cifras triplican a los muertos por accidentes viales. Las patologías mentales acaparan los suicidios (82%). Ahí priman la depresión, psicopatías y el luto patológico.

En el resto de suicidios se reparten más causas: padecer enfermedad incurable, cometer delito grave o ser acusado de ello, humillación y desamor extremo, desahucios, despidos o divorcios traumáticos...

Aunque es políticamente incorrecto señalarlo entre los suicidas masculinos (casi un 75%) hay víctimas de la infidelidad, tener orden de alejamiento de esposa e hijos menores, expulsn judicial del domicilio conyugal, incautación o intervención de bienes o negocios. Los problemas mentales se sustentarían en algunas situaciones insuperables para demasiados hombres. Algunas han sido detalladas.

De otro lado conviene señalar, y este podría ser el caso de Laura, que la suicida no suele ver luz en el túnel del matrimonio, la pareja, su descendencia o la infidelidad. La agresión psíquica y cosificación sutil, el maltrato económico, la bancarrota matrimonial son formas difícilmente acreditables para fundamentar una inducción suicida, la única castigada penalmente. Esa violencia, estimados lectores, es difícil de acreditar.

El suicidio urge medidas preventivas en la sanidad pública y privada. Conocidas sus causas, los avisos que dan a la familia, psicoterapeutas y médicos quienes deciden o intentan matarse deben recibir ayuda urgente para evitar un problema que crecerá sí o sí. Y encontramos más razones: crisis post-pandemia, subida de precios, bancarrotas familiares y empresariales, despidos masivos y más desahucios que traerán los meses venideros. ¿Entenderán, las autoridades, que demasiadas personas que deciden acabar con su vida?.

En España hay muchas Lauras y Manolos. Víctimas y verdugos. Muchas más historias escondidas que angustian de impotencia a quienes las conocen de cerca. Quitarse la vida es una tragedia, un horror, para los seres queridos de quien opta por ello. Da espanto inicial y rubor posterior. Es un tema, no se olvide, tabú que se silencia. O se susurra lo mínimo. Esas Lauras tienen quien les escriba. Manolos los hay por doquier; sólo merecen ser detectados, identificados y corregidos. Y, en su caso, que la Justicia trabaje.