Conflicto en el Líbano
El martirio de los desplazados de Dahiyeh: "si destruyen nuestra casa, plantaremos tiendas de campaña y regresaremos"
Con las escuelas ofrecidas por el gobierno libanés como refugio desbordadas por los desplazados del sur y el este del Líbano, que empezaron antes a sufrir la campaña desproporcionada de bombardeos israelíes, los beirutíes de Dahiye se han tenido que conformar con dormir a la intemperie o en edificios abandonados del centro de la ciudad
El martirio de los desplazados de Dahiyeh: "si destruyen nuestra casa, plantaremos tiendas de campaña y regresaremos" / MOHAMED AZAKIR/ REUTERS
El zumbido es persistente. En cada rincón de Beirut, la presencia atronadora de un dron sobre sus cabezas recuerda a la ciudadanía que esta es una ciudad sometida a la guerra. Nour Sabbah ya se ha acostumbrado al sonido. La acompaña día y noche. Pero tras dos semanas de éxodo, lo que le quita el sueño a esta libanesa de 69 años es que sus pastillas para la presión arterial están a punto de acabarse y que sus pies cada día están más sucios. “No hay duchas, ni baños, ni nada”, lamenta a EL PERIÓDICO, extendiendo sus piernas y levantándose el pantalón. “Es la misma ropa que llevaba puesta cuando tuvimos que huir”, recuerda, aún con sus chanclas de andar por casa que ya acumulan mugre. Pero, ahora, Nour no sabe ni si tiene casa porque Israel lleva semanas bombardeando su barrio en los suburbios sureños de Beirut.
“Desde aquí no puedo oír los ataques contra Dahiyeh, sólo los más fuertes”, reconoce. El barrio de Nour ya solo son calles fantasmas. Prácticamente no queda nadie en los pocos edificios que aún siguen en pie. Muchos de sus vecinos se han esparcido por toda la capital libanesa. Con las escuelas ofrecidas por el gobierno libanés como refugio desbordadas por los desplazados del sur y el este del Líbano, que empezaron antes a sufrir los bombardeos israelíes, los beirutíes de Dahiye se han tenido que conformar con dormir a la intemperie o en edificios abandonados del centro de la ciudad. “Nuestra situación es muy difícil”, explica Sabbah lleva 11 días conviviendo con su hijo, su nuera y su nieto en una habitación que antes servía de cocina. Ahora supone un preciado techo sobre sus cabezas después de pasar las primeras dos noches de éxodo en el paseo marítimo.
'Downtown' privilegiado
Beirut cuenta con un centro urbano que, hasta hace dos semanas, también tenía algo de fantasmagórico. Durante los 15 años de guerra civil en el Líbano (1975-1990), el downtown beirutí se convirtió en la línea que dividía la capital en dos, el este cristiano y el oeste musulmán. La Línea Verde que separaba la ciudad estaba sembrada de francotiradores, puestos de control y combates constantes. Cuando terminó el conflicto que quebró a un país entero, esa zona céntrica no recuperó su misión original como punto de encuentro entre las dos Beiruts. Al contrario, los líderes de la posguerra arrasaron con todo lo que quedaba en pie y, sobre las ruinas, construyeron edificios exclusivos y centros comerciales con precios prohibitivos. En un Líbano con más del 80% de la población por debajo de la línea de pobreza, ese lujoso downtown existe sólo para el disfrute de un puñado de privilegiados.
Desde que Israel intensificó su campaña de bombardeos contra Dahiye, un conjunto de suburbios predominantemente chiítas en el extremo sur de Beirut donde viven decenas de miles de residentes, el centro de la capital también se transformó. Centenares de familias que huían de esa violencia se instalaron en esas plazas por las que nadie pasea, en esos modernísimos edificios que nunca se han utilizado. Ahora, en un complejo de bloques gubernamentales y comerciales en avanzado estado de abandono, malviven 2.600 personas. “Aquí la gente del sur del Líbano, de Baalbek, de Beirut, hasta los suníes, nos amamos y nos respetamos unos a otros; el enemigo no nos podrá vencer”, dice con exaltación Abu Ali Shbeiti a este diario. “Soy hijo de Dahiyeh y he estado allí durante cuarenta años”, afirma orgulloso.
"La tierra no desaparece"
Sin nada que hacer, ni tampoco ninguna posibilidad de imaginar el futuro, Abu Ali pasa sus horas charlando con nuevos y viejos vecinos. “Mi casa ha sido golpeada y ha quedado derrumbada, pero la casa y la tierra, ¿qué más da? La tierra no desaparece”, afirma este libanés en la sesentena. “Si se va una casa, vendrá otra; si destruyen nuestra casa, nuestra tierra, plantaremos tiendas de campaña y regresaremos”, defiende, mientras el dron israelí sobrevuela el complejo de edificios. A su alrededor, corretean decenas de niños que llenan el espacio de gritos infantiles y carreras. Ahmed Suffan, el responsable de este centro improvisado de desplazados, reconoce a EL PERIÓDICO que, en las últimas dos semanas, no han recibido ningún tipo de ayuda. Algunas organizaciones han traído comida y agua pero poco más.
Mientras, un puñado de jóvenes habilita un espacio a la entrada para construir una clínica improvisada donde se está instalando personal de Médicos sin Fronteras. El movimiento constante de gente trayendo electrodomésticos y la construcción de nueva infraestructura indican que este refugio temporal puede ser pronto permanente. “Me estoy muriendo”, reconoce Marie, venida de Nabatiye, la principal ciudad del interior del sur del Líbano. “Tengo un hermano enfermo, otro paralítico, una hermana con cáncer y yo tengo el corazón abierto”, dice a este diario frente a uno de los locales donde se instalaron hace 10 días. “No dormimos nada, hay ruido a todas horas”, lamenta. En el interior de este establecimiento abierto, su hermano descansa en una cama médica sin capacidad de moverse. “Debería estar en el hospital; todos somos desfavorecidos y todos estamos enfermos”, dice Marie.
Los olvidados de Dahiyeh
El infortunio podría haberse hecho persona en cualquier esquina de la céntrica plaza de los Mártires de Beirut. Lejos de la desgracia de Marie, Abu Ali y Nour, el techo que cada día les protege del sol los hace unos privilegiados. A apenas unos metros de ese maltrecho edificio, hay un pequeño jardín donde se concentran los grupos sociales de la comunidad libanesa en los que nadie se fija. Refugiados sirios y trabajadoras domésticas migrantes ocupan cada centímetro de hierba que decora una sofisticada y vacía cafetería. “Incluso antes de la guerra, la vida ya era dura, mucho, ni siquiera podíamos pagar el alquiler”, dice Sahar Ali, de 54 años, originario de Alepo. “Yo volvería a mi país pero no tengo dinero para llegar hasta la frontera, aunque, en Siria, hay algo peor que la guerra: hay hambre”, denuncia a este diario.
“¿No tienes algo para que podamos protegernos del sol?”, pregunta Marie a este diario después de enumerar el total de hijos que tiene muertos. Sentada sobre una amplia esterilla para que su piel caliente no se irrite al contacto con la hierba, se aferra con fuerza a su bolso. Es lo único que pudo llevarse consigo cuando los aviones israelíes empezaron a bombardear Dahiyeh. A su alrededor, también corretean más niños y una mujer embarazada acaricia su vientre. Dos días después de esta conversación, el jardín vuelve a estar desierto. Su desgraciada realidad no quedaba bien con la estética del exclusivo downtown beirutí. Pero, a dos pasos del colorido café que sigue vacío, la gente aprovecha cualquier rincón para resguardarse del mundo. Un portal vacío. Un local abandonado. Cualquier cosa es buena cuando no tienes nada.
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