San Pedro se quedaba a oscuras y el tintineo de la esquila del muñidor anunciaba la llegada, por Sales y Ferré, de la cofradía del exconvento de la Paz ya de vuelta. Ana, Marta, Jaime y Ángela se apostaban en una primera fila fácil de lograr para pedir cera, estampitas o caramelos, mientras el pequeño Curro descansaba ya en su carrito de un intenso Viernes Santo. La seriedad del cortejo les hizo temer que sus aspiraciones caerían en saco roto, sin embargo, algunos nazarenos les sorprendieron nutriendo sus bolas con cera tiniebla recién fundida y los monaguillos completaron sus deseos.
Los cánticos de la escolanía y la música de capilla anunciaban la proximidad del misterio y llegó la hora de comprobar que la cofradía de Bustos Tavera no había dejado atrás ninguno de sus 18 ciriales. «¿Por qué llevan tantos?», preguntaban los niños tras asegurarse de que efectivamente eran tantos como les indicaban los adultos: «Representan a las 18 personas que asistieron al entierro de Cristo», respondían atendiendo a una de las teorías que explican esta tradición. Y después, con un pequeños pasos, emergía el imponente misterio de la estrechez de la calle hacia la apertura de la plaza. La Virgen de la Piedad muestra a su Hijo muerto rodeada de sus amigos mientras las tres Marías se encargan de amortajarlo. Con pasos más largos, mandados por Antonio Santiago y su hijo, Antonio Manuel, racheando, la Sagrada Mortaja se fue alejando y los niños, detrás por volverlo a ver. El reloj ya marcaba la 1.30 horas del Sábado Santo.