Sevilla, 29 de septiembre de 1615. La capilla de Jesús Nazareno, paredaña del templo de aquellos olvidados frailes antonianos de la calle de las Armas, acogía un cabildo extraordinario a iniciativa del hermano mayor de la época, un tal Tomás Pérez. Los primitivos nazarenos de Sevilla habían sido convocados para realizar solemne voto y juramento “de creer, proclamar y defender hasta derramar su sangre si preciso fuere que María Santísima, Madre de Dios y Señora nuestra fue concebida sin pecado original”. Aquella firme creencia, que ya ha rebasado los cuatro siglos, convirtió al cuerpo de hermanos del Silencio en punta de lanza de un fervor inmaculista que debe mucho al espíritu de la Contrarreforma y -por qué no decirlo- a la pugna entre dos poderosas órdenes de la Sevilla del Siglo de Oro.
Eso sí, hay que reconocer que el voto de los hermanos de San Antonio Abad contaba con un precedente muy cercano en Écija, certificando que algo bullía en el ambiente. La ciudad de las torres reaccionó a la prohibición de los cultos en honor de la Inmaculada e hizo voto y juramento concepcionista el 21 de agosto de 1615 -más de un mes antes que los cofrades del Silencio- después de una serie de disputas con los estamentos eclesiales. Aún quedaban más de dos siglos para que la Pura y Limpia Concepción de María fuera considerada dogma por el papa Pío IX, que lo proclamó el 8 de diciembre de 1854. El pontífice daba así naturaleza canónica a lo que era una creencia arraigada en toda la cristiandad desde tiempo inmemorial.
Pero, para entender el gesto de los cofrades sevillanos –y ecijanos-, hay que adelantar un año el calendario y viajar al reino de Córdoba. La última chispa de la reacción inmaculista la iba a encender, seguramente sin pretenderlo, el padre dominico Fray Cristóbal de Torres poniendo en entredicho la pura concepción de María en un sermón pronunciado en la Catedral de la ciudad vecina. El fraile consiguió los efectos contrarios a lo que proclamaba. Hay que precisar que el asunto no era nuevo: a principios del siglo XVII la devoción concepcionista estaba fuertemente arraigada en la piedad popular y la fiesta del 8 de diciembre se venía celebrando desde la baja Edad Media. Pero el famoso sermón del hijo de Santo Domingo escondía otra pugna menos espiritual que tenía mucho que ver con la encarnizada rivalidad intelectual entre las dos grandes órdenes mendicantes: los franciscanos -entusiastas propagadores de la devoción a la Inmaculada Concepción- y los propios dominicos, que negaban la pureza de María siguiendo los postulados -nada más y nada menos- de Santo Tomás de Aquino.
El definitivo chispazo se había encendido en Córdoba poniendo en un brete al obispo de la época, el también dominico fray Diego Mardones, que tiró por la calle de en medio emitiendo un decreto que prohibía discutir el asunto en público. Esta política del avestruz -tan cordobesa- tendría otra traducción muy distinta bajando el Guadalquivir. Sólo un año después del famoso sermón se convocaba el célebre cabildo del Silencio en medio de una encendida polémica alejada del tibio carpetazo con el que se había despachado el tema río arriba.
Polémica hispalense
Pero el fervor inmaculista en clave sevillana tampoco sería ajeno a la polémica. Los frailes dominicos del Convento de Regina Angelorum -que se ubicaba junto a la actual plaza de la Encarnación- también se habían puesto de uñas causando una auténtica reacción popular que llegó a arrastrar a todas las clases sociales, desde los estamentos más populares a las casas más nobles. Sevilla estaba cimentando su condición de ciudad mariana y los franciscanos, una vez más, se iban a destacar por esa defensa de la Inmaculada para dar sopas con honda a sus antagonistas, los dominicos. Cuenta Ortiz de Zúñiga que los ánimos ya andaban encendidos desde el 8 de septiembre de 1613 con una predicación realizada en la festividad de la Natividad de la Virgen que volvía a meter el dedo en la llaga y dibujaba -en eso hemos cambiado poco- la eterna dualidad de la ciudad.
La pugna entre concepcionista y negacionistas estaba servida, así como el enfrentamiento abierto entre dominicos y franciscanos. El asunto llegó a tal punto que dos eclesiásticos sevillanos -Bernardo de Toro y Mateo Vázquez de Leca- consiguieron ser facultados por el rey Felipe III para llevar el espinoso pleito hasta Roma. Una vez más, la solución iba a ser salomónica. La bula de Paulo V -promulgada en 1617- adoptaba una solución con tintes diplomáticos al conceder plena libertad al culto concepcionista y silenciar -sin condenarlas- las tesis negacionistas.
Libertad, esclavismo y fervor
En ese mismo caldo de cultivo aparecen otros nombres ligados a las cofradías sevillanas, el fervor inmaculista y la historia íntima de la ciudad. Se trata de los negros libres Fernando Molina y Pedro Francisco Moreno, hermano mayor y alcalde respectivamente de la cofradía de Los Ángeles -los Negritos- que se hicieron vender como esclavos para sufragar los gastos de culto a la Virgen el 3 de agosto de 1615.
Quedaban menos de dos meses para que se produjera el famoso voto de Sangre del Silencio lo que permite dibujar nítidamente el clima que se vivía, el mismo que lleva a Miguel Cid, hermano de la corporación de la Madrugada, a escribir la famosa copla: Todo el mundo en general/ a voces Reina escogida/ diga que sois concebida/ sin pecado original. La copla contó con la música del propio Bernardo de Toro y el bolsillo de Vázquez de Leca, que pagó la impresión de 4.000 ejemplares. Hablamos de 1614. Todo seguía girando en torno a los mismos nombres y apuntaba al mismo fin.
Los franciscanos de San Diego llevaron la imagen de la Inmaculada del ‘Alma Mía’ desde su primitivo convento a San Antonio Abad, donde permanece.
Los franciscanos de San Diego y la Virgen del ‘Alma Mía’
Hay que volver a la pugna de las órdenes religiosas. Según recuerdan los investigadores López Alfonso y Jesús Abades “la comunidad de frailes del desaparecido convento franciscano de San Diego -ubicado cerca del actual pabellón de Portugal- fue una de las primeras en defender a ultranza la devoción a la Inmaculada Concepción en la ciudad.” El papel de los frailes menores hay que volver a entenderlo dentro del exacerbado fervor mariano que se vive en la ciudad a comienzos del siglo XVII. No deja de ser la traducción de cierto espíritu de desagravio que se quiere materializar con todo tipo de ejercicios piadosos, novenas y procesiones que acaban dejando a los dominicos en soledad.
Ya no había vuelta atrás... Nos interesa un detalle fundamental que se entrelaza con la propia historia devocional de la hermandad del Silencio. El fervor mariano de los padres de San Diego les llevó a encargar la imagen de una Inmaculada de vestir a un escultor de orígenes flamencos llamado Hernando Gilman. La escultura fue bendecida en 1615 -en coincidencia con el voto de los hermanos del Silencio- y acabaría recibiendo la advocación del Alma Mía. Se trata, según la aportación de López Alfonso y Abades “de la más antigua efigie de bulto redondo que representa el misterio de la Concepción Inmaculada de María en Sevilla”. Pero los investigadores sevillanos alumbran otro dato de enorme interés y es que “la gran importancia en la creación de esta imagen, aparte de su valor artístico e iconográfico, radica en que su modelo inspiró futuras inmaculadas de los maestros Murillo y Montañés”.
La historia de la imagen iría pareja a los propios vaivenes de la comunidad de frailes dieguinos que daría algunos tumbos hasta su extinción definitiva en la nefasta centuria decimonónica. La proximidad del arroyo Tagarete y la inseguridad del convento del prado de San Sebastián acabaría forzando el traslado a distintas sedes de la ciudad intramuros hasta recalar en 1819 -mira por donde- en San Antonio Abad. Aquel aterrizaje se produjo muy pocos lustros después de la extinción de la orden de los antonianos, por un acuerdo puntual con la hermandad del Silencio, que se había convertido en depositaria del céntrico cenobio.
Y los franciscanos aparecieron con su Virgen del Alma Mía, la misma que había encarnado aquel intenso fervor inmaculista dos siglos antes. La imagen llegó para quedarse y sigue recibiendo culto en uno de los altares laterales de la sede canónica de la cofradía. Al quedar disuelta la comunidad tras la definitiva exclaustración de 1836, los franciscanos donaron a la hermandad esa imagen que había sido bendecida el mismo año que los primitivos nazarenos inauguraban su solemne voto de sangre. Eso sí, la imagen que ha llegado hasta nosotros es el resultado de una profunda remodelación realizada en el siglo XVIII para colocarle los postizos de la época y dulcificar su aspecto.
El cirio, la espada y la bandera son las tres insignias que recuerdan el Voto de Sangre dentro del cortejo nazareno de la Hermandad del Silencio. / El Correo
La bandera, el cirio y la espada
Pero hay que retomar el hilo de una historia vestida de ruán y envuelta en la Madrugada. El voto de sangre de 1615 se materializó dos años después con la adopción de una bandera blanca bordada en celeste en el cortejo nazareno. La que hoy sale a las calles es una réplica de la original, que la cofradía custodia como oro en paño en sus vitrinas. La inscripción bordada reza en latín Quis sicut Maria Mater Dei absque labe concepta? La insignia no se entiende sin los dos nazarenos que portan el cirio votivo con el escudo de la hermandad como símbolo de la Fe en el dogma concepcionista y la espada que refuerza y simboliza del voto de sangre de la su defensa. Las tres insignias se han convertido en una de las señas de identidad inconfundibles de la cofradía del Silencio en la calle.
Pero pocos saben que ese cirio votivo es objeto de una pequeña tradición. Desde 1993 se encarga la pintura de la Inmaculada que lo adorna a un artista distinto. Precisamente, el día de la Purísima se extrae y se enmarca el rectángulo con la imagen que pasa a engrosar una particular colección que ya cuenta con reproducciones de la Inmaculada que evocan a Pacheco, Velázquez o Murillo. Ese cirio que blande el nazareno a un lado de la insignia concepcionista ha sido pintado, entre otros, por Sebastián Santos Calero, Ricardo Suárez, Juan Roldán, Ignacio Tovar o Carlos Peñuela.
Carlos Peñuela reprodujo para la salida de 2014 la Inmaculada-Macarena que había pintado Alfonso Grosso para la Catedral.
Peñuela, precisamente, reprodujo para la salida de 2014 la conocida Inmaculada -con el rostro de la Esperanza de Macarena- que pintó Alfonso Grosso para conmemorar el I centenario de la proclamación del Dogma. El monumental cuadro, que cuelga en el crucero de la Catedral de Sevilla recoge, además del seise vestido de celeste o el papa Pío IX, la presencia de un nazareno del Silencio con el antifaz levantado y el escudo de las Cruces de Jerulalem en el lado izquierdo del pecho, portando la secular bandera que simboliza el Voto de Sangre.
Hace poco más de cinco años, el 29 de septiembre de 2015, la Hermandad celebró un Cabildo Extraordinario que conmemoró el IV centenario exacto de ese viejo voto que quedó renovado al menos para cuatro siglos más. Rebobinaremos por última vez en la historia para rescatar la carta pastoral escrita por el arzobispo Marcelo Spínola y Maestre -fundador de El Correo de Andalucía- al tomar posesión de la archidiócesis en 1896: “Nadie que esté medianamente versado en el dogma católico ignora que el primer grito que se oyó en la Iglesia para pedir la definición dogmática del misterio de la Concepción Purísima de María salió de España y partió de Sevilla”. Alfonso Grosso también pintó a Spínola, el apóstol de los pobres, en su cuadro.