Como sucede en otros momentos del año según los actos y los cultos correspondientes en cada momento, en Semana Santa –con mayor motivo, porque se sale a la calle– se visten las imágenes que son de tal naturaleza, que son la inmensa mayoría. El caso más singular es el de la Virgen. Los sevillanos familiarizados con el léxico cofradiero están al tanto de que esta labor corresponde a los priostes, vestidores y camareras, así como de las diversas prendas que componen el ajuar de las dolorosas, desde el tocado hasta el pecherín, desde la saya hasta el manto, pasando por otros muchos elementos. Lo que quizá no sea de tan común conocimiento es que dos de estas piezas, el fajín y el cíngulo, se colocan como símbolo de la virginidad de María, como bien recoge Juan Miguel González Gómez en su ensayo Sentimiento y simbolismo en las representaciones marianas de la Semana Santa de Sevilla, muy esclarecedor. En él se indica que «la indumentaria actual de las dolorosas sevillanas es convencional y sofisticada. Se inspira, aunque combina prendas profanas y religiosas, en el traje de corte del siglo XIX» y tiene como elemento común las flores, que también guardan un cariz simbólico fácilmente deducible de virtud, humildad y pureza, entre otras. El que el manto sea tan amplio también tiene su porqué, no es en vano ni por derrochar terciopelo, sino porque se representa con él la misericordia de María, una cualidad de origen medieval que habla de cómo la Virgen acoge bajo su manto a sus hijos amados. Y un detalle muy curioso que probablemente también escapa al conocimiento mayoritario: el pañuelo, cuyo nombre es manípulo y que según el citado autor «es la expresión paralela de la patena, en la que el sacerdote presenta la ofrenda del divino sacrificio».
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