La belleza platónica de Pasión

Martínez Montañés concibió al Señor con otros elementos que refuerzan su simbolismo: la corona de espinas, las potencias y las túnicas suntuosas

17 mar 2017 / 11:22 h - Actualizado: 17 mar 2017 / 11:23 h.
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  • Nuestro Padre Jesús de la Pasión en una fotografía del siglo XIX. / Archivo de la Hermandad de Pasión
    Nuestro Padre Jesús de la Pasión en una fotografía del siglo XIX. / Archivo de la Hermandad de Pasión

Había transcurrido más de un siglo desde su fallecimiento y aún Sevilla recordaba a Juan Martínez Montañés. Lo rememoraba recorriendo sus calles durante la tarde del Jueves Santo, observando la procesión de Nuestro Padre Jesús de la Pasión, incrédulo de haber sido capaz de realizar tan magnífica efigie. Aquella leyenda ilustra el deseo, compartido por todas las generaciones que han visto al Nazareno, de describir la fuerza sobrecogedora de su imagen. Ya en su época, recién concluido, fue reconocido como «asombro de los siglos presentes y admiración de los por venir» y más cerca en el tiempo fueron las inspiradas composiciones de Turina, Muñoz y Pabón y Rodríguez Marín las que plasmaron la conmoción espiritual que sigue despertando.

Al verlo sobre el paso o en la grandiosidad de El Salvador, resulta complicado imaginar el primer momento del artista enfrentado al tronco de cedro de La Habana y el instante en que vio en su madera a Cristo en la V estación del viacrucis. En la batalla del taller, a golpe de azuela y gubia, el espíritu finalmente logró imponerse a la materia, obteniendo la victoria de una escultura única, que integra en su magnificencia la espiritualidad neoplatónica de su semblante calmado y la humanidad de su gesto doliente.

Precisamente, la serena dignidad que emana de Pasión es el matiz que nos revela a un Martínez Montañés filósofo y pensador capaz de trasladar sus conocimientos teológicos y humanísticos a la talla. Sabemos que fue hombre de profundas inquietudes intelectuales, conocedor de los preceptistas italianos del Renacimiento y de reconocida formación humanística por su vinculación con Francisco Pacheco, quien lo incluyó en su Libro de Retratos, reconociendo su quehacer como un trabajo al servicio de una misión divina.

En su concepción platónica de la creación, Martínez Montañés se sirvió del canon clásico de la figura, del equilibrio de sus formas y de la delicadeza de su posición para representar la soberana realeza de Cristo, imprimiéndole así una belleza que no tomaba como modelo lo existente, sino que se elevaba al mundo de las ideas. De este modo, logró materializar la máxima de Pacheco sobre que la perfección del arte residía en pasar de lo natural a las ideas.

Al tallar a Pasión, el maestro no se limitó a crear una obra sorprendente, sino que superó el concepto de la propia escultura para resumir en sí misma la teoría neoplatónica, también defendida por Pacheco, que entendía el arte como vehículo para llevar a los hombres a Dios. En este sentido, la armonía entre forma, materia e idea que se da en Pasión le otorga una proporción perfecta, cuya contemplación conduce al fiel hacia la experiencia de la verdadera belleza, es decir, a la comprensión de su relación con Dios y de su destino trascendente.

La grandeza de Pasión reside en la simbiosis entre su unción sagrada de raíces clásicas, que llega a lo sobrenatural y la expresión humana concentrada en su prodigiosa cabeza. Consciente de que en su función procesional debía conmocionar, logró insuflarle vida, introduciendo en su rostro gestos de sufrimiento, como la boca entreabierta, que avanzan el realismo barroco que a la postre será magistralmente tratado por sus discípulos Juan de Mesa y Alonso Cano.

El Nazareno porta su cruz con suavidad extrema, se mueve con naturalidad en el espacio y representa con genial sutileza el pasaje evangélico. Realismo e idealización se fusionan para plasmar una expresión moral que todavía sobrecoge cuando captamos el sufrimiento interior en su tranquila calma aparente, la humilde aceptación de su destino y el avanzar compungido de la figura. Es la sublime representación de la esencia mística de aquel «Manso Cordero» de Jeremías.

Esta complejidad filosófica y artística fue representada en la madera con el único fin de alcanzar la verdad. Lo anecdótico no tiene cabida y la verosimilitud pasa a un segundo plano en pro de la idealización con la que fue proyectado. Por ello, Martínez Montañés concibió a Pasión con otros elementos simbólicos que conjuntamente reforzarían esa belleza absoluta y trascendente. La corona de espinas, las potencias y las túnicas suntuosas no son meros accesorios, sino que completan el mensaje elevado al ser tratadas con plena conciencia de la función primordial que han de cumplir al servicio de la escultura.

Toda esta reminiscencia del arte clásico queda subrayada por la ornamentación de sus dos túnicas más destacadas. Ataviado con los cuernos de la abundancia, motivo mitológico griego, se nos ha presentado en la última novena como esperanza en la prosperidad de la vida eterna. Revestido con las pasifloras entre espinosos acantos, elemento del estilo corintio, encarna la redención tras los padecimientos. La túnica lisa supone una merma considerable de la creación genial de Montañés y la anulación de todo este compendio filosófico y estético, de tradición milenaria en la historia del arte, a favor de algo tan casual como el simple movimiento de una tela.

La imagen de Nuestro Padre Jesús de la Pasión es el portento escultórico jamás superado en la ciudad. El hito que influenciará desde Juan de Mesa a Antonio Illanes, pasando por Pedro Roldán, Felipe de Ribas o Fernández Andes. Martínez Montañés consiguió concentrar la belleza formal y la expresividad real en esta obra, cuyo significado eleva una figura humana doliente a otro mundo superior. Una escultura de madera en la que consiguió representar a Cristo en su verdadera categoría divina.