La Semana Santa en el tiempo de Gustavo Adolfo Bécquer

La breve vida del escritor romántico –nacido a dos pasos de la actual basílica del Gran Poder– coincidió con un momento decadente pero crucial en la historia de las cofradías sevillanas

11 jun 2016 / 18:47 h - Actualizado: 11 jun 2016 / 18:50 h.
"Cofradías","Historia","Gustavo Adolfo Bécquer"
  • Cabral Bejarano es el autor, en 1855, de esta visión de la cofradía de Montserrat por la calle Génova.
    Cabral Bejarano es el autor, en 1855, de esta visión de la cofradía de Montserrat por la calle Génova.
  • Valeriano Domínguez Bécquer firmó el conocido retrato de su hermano Gustavo.
    Valeriano Domínguez Bécquer firmó el conocido retrato de su hermano Gustavo.
  • Joaquín Domínguez Bécquer pintó el paso de esta cofradía bajo la sombra de la Giralda en 1858.
    Joaquín Domínguez Bécquer pintó el paso de esta cofradía bajo la sombra de la Giralda en 1858.
  • Fragmento del cronograma –con el paso de La Carretería– que retrata el Santo Entierro Grande de 1854.
    Fragmento del cronograma –con el paso de La Carretería– que retrata el Santo Entierro Grande de 1854.
  • En 1853, Joaquín Domínguez Bécquer firmó esta conocida pintura de la cofradía de Pasión por la plaza de San Francisco.
    En 1853, Joaquín Domínguez Bécquer firmó esta conocida pintura de la cofradía de Pasión por la plaza de San Francisco.

Gustavo Adolfo Domínguez Bastida Insausti de Vargas y Bécquer Bausa nació en la calle Ancha de San Lorenzo de Sevilla –la actual Conde de Barajas– el 17 de febrero de 1836. El segundo miércoles de Cuaresma de este mismo año se cumplió el 180 aniversario de ese alumbramiento que coincide con un momento muy complejo de la supervivencia de las cofradías. No hay que olvidar que el mismo año del nacimiento del futuro poeta, escritor y periodista se pone en marcha la infausta desamortización de bienes eclesiásticos impulsada por el liberal Juan Álvarez Mendizábal bajo la regencia de María Cristina de Borbón. Aquella drástica enajenación de las propiedades monásticas iba a suponer la mudanza, dispersión y pérdida de bienes de numerosas cofradías que, hasta entonces, habían llevado una existencia paralela a las órdenes religiosas masculinas. La supresión de conventos como la Casa Grande de San Francisco, la Merced, San Agustín, los mínimos de la Victoria y San Francisco de Paula, entre otros, fue un duro golpe para las cofradías establecidas en ellos, que ya arrastraban las funestas consecuencias de la invasión francesa, la profunda crisis heredada de la centuria anterior y la epidemia de fiebre amarilla de 1800 que diezmó la población de la ciudad y las listas de las hermandades.

Con ese panorama de telón de fondo, Bécquer nace a tres pasos de la imagen del Señor del Gran Poder. Su hermandad ya llevaba erigida en la parroquia de San Lorenzo 133 años pero aún quedaban algunos más, no demasiados, para que aterrizara allí la Soledad, que permanecía hibernada en San Miguel después de perder casi todo en la francesada. En cualquier caso, el definitivo aguafuerte que define el panorama en el que se mueve la Semana Santa de aquellos años es la escueta nómina de cofradías –sólo llegaron a salir cuatro– que hicieron estación de penitencia a la Catedral el año que nació el poeta: El Amor, el Domingo de Ramos; la Cena y la Amargura, el Jueves Santo y el Cristo de la Expiración –actual Museo–, el Viernes Santo. A pesar de las dificultades, la Semana Santa trataba de recuperarse como fiesta callejera después de su práctica desaparición –entre 1820 y 1825 no salió ninguna cofradía– pero aún tendría que encajar muchos golpes duros restañados con algún aliento puntual en una centuria que constituyó una prueba dura, durísima, para la supervivencia de las corporaciones penitenciales, que salieron reforzadas del envite. En 1837 sólo salen la Mortaja y la Amargura que también repite al año siguiente, esta vez únicamente junto al Museo... el panorama era desalentador.

Gustavo Adolfo Bécquer era hijo del pintor costumbrista José Domínguez Bécquer, que le dejaría huérfano sin haber cumplido los cinco años. Su madre, Joaquina Bastida, tampoco sobreviviría demasiado tiempo y fallece en 1847 marcando un año especialmente nefasto para el futuro creador, que también asiste al cierre del Colegio de Mareantes de San Telmo en el que estaba matriculado. Aquella clausura tiene mucho que ver con el futuro inmediato de la Semana Santa de Sevilla pero también con el porvenir del futuro escritor. El edificio se reconvierte dos años después en la residencia de Antonio de Orleans, el intrigante duque de Montpensier que establece allí su corte chica y, curiosamente, se convierte en uno de los motores de la recuperación de la Semana Santa de Sevilla. La clausura de la histórica escuela de Náutica también iba a suponer un cambio de rumbo en el futuro de Bécquer que, muertos sus padres y al cuidado de sus tíos, inclina su vocación literaria devorando la selecta biblioteca de su madrina, Manuela Monnehay, que vivía en el Duque, muy cerca de una iglesia -el desaparecido templo de San Miguel- que tiene mucho que ver con el futuro inmediato de la Semana Santa y la aparición en escena de un joven abogado llamado José Bermejo y Carballo que ya llevaba algunos años empeñado en remover viejos papeles y en rescatar la memoria de las viejas cofradías de la ciudad. La recuperación de las estaciones de penitencia, de la fiesta de la Semana Santa vivida en las calles, se convertirá en uno de los principales afanes de Bermejo, que encuentra su primer foco de trabajo, precisamente, en ese perdido templo de San Miguel que a mediados del siglo XIX tenía las horas contadas. El efecto Bermejo, que publicaría sus famosas Glorias Religiosas de Sevilla algunos años después de la muerte de Bécquer, se materializaría en la reanudación de las salidas de cofradías señeras como Pasión, que retorna a las calles en 1842; Los Negritos, que reanuda sus salidas en 1849; la Soledad, que saca de su letargo y recupera su estación en 1860 y, sobre todo, la revitalización de la hermandad de su vida, las Siete Palabras, que vuelve a procesionar en 1864.

Pero hay que volver a los primeros años de vida del escritor romántico para ubicar otros acontecimientos trascendentales para el futuro de la Semana Santa. Gustavo Adolfo sólo tiene 14 años recién cumplidos cuando, a instancias del duque de Montpensier y el propio Ayuntamiento hispalense, se organiza el Santo Entierro Grande de 1850, el primero de la historia. No es aventurado pensar que el futuro escritor asistiría a aquella impresionante puesta en escena que reunió los pasos de la Canina, la Oración en el Huerto de la cofradía de Monte-Sión, el Prendimiento, el Desprecio de Herodes, el Señor de Pasión, el de la Humildad y Paciencia de la Cena, la Exaltación de Santa Catalina, el Cristo de la Expiración del Museo, el misterio del Descendimiento de la Quinta Angustia, la Sagrada Mortaja y, lógicamente, el Yacente y el Duelo. El cortejo partió del convento de San Pablo, la actual iglesia de la Magdalena, aunque el paso de los Caballos sólo pudo unirse al cortejo en la Cruz de la Cerrajería –actual cruce de Sierpes y Rioja– por las dificultades que tuvo la cofradía para reclutar costaleros hasta última hora. Fue necesario sacar dos mozos de cada paso para poder poner en la calle el inmenso canasto de Santa Catalina que, además, fue el primero en retirarse a su templo. Pero hay que reseñar un dato de interés para entender las circunstancias económicas que, tantas veces, impedían la salida de las cofradías de la época. Algunas de las hermandades que procesionaron no lo habían hecho en años anteriores o sólo lo hicieron este año en el cortejo del Santo Entierro gracias al pecunio municipal. Y es que aquel novedoso cortejo estaba inaugurando un nuevo tiempo en las relaciones entre el Consistorio y las cofradías. El dinerito del Ayuntamiento, que ya pensaba en el incipiente turismo, era vital para devolver la fiesta a la calle...

Algo se estaba moviendo en torno a la Semana Santa. Sin ir más lejos, dos años después de ese iniciático Santo Entierro Grande se publica la Historia crítica y descriptiva de las cofradías de penitencia, sangre y luz fundadas en la ciudad de Sevilla que firma el erudito, y hermano del Silencio, Félix González de León que –ojo– dedica la obra a los duques de Montpensier reconociendo que «han reanimado las cofradías de esta ciudad, levantando algunas de casi de la nada ante su influjo y su poder, y honrando a muchas con acceder a que sus esclarecidos nombres sean inscritos al frente del catálogo de sus hermanos». Más claro, agua. La obra, a pesar de algunas inexactitudes y faltas puntuales de rigor, es la primera monografía dedicada al estudio de las cofradías sevillanas y sigue siendo un referente fundamental.

Sin solución de continuidad, en 1854, se organiza de nuevo la procesión del Santo Entierro Grande. En esta ocasión varía notablemente la nómina de pasos convocados para un Viernes Santo que cayó el 14 de abril. El cortejo se formó en la iglesia del convento de San Francisco de Paula –actual templo de los padres jesuitas– y contó con la participación de quince pasos: Sagrado Decreto de la Trinidad, la Cena, Oración en el Huerto, Prendimiento, la Sentencia de la Macarena, Columna y Azotes de Las Cigarreras, Gran Poder, la Humildad y Paciencia de la Cena, el Cristo de la Expiración del Museo, el misterio de las Tres Necesidades de la Carretería, el del Descendimiento de la Quinta Angustia, la Sagrada Mortaja y los tres pasos de la hermandad del Santo Entierro: Canina, Yacente y Duelo. Este cortejo sería reproducido pictóricamente ¿por orden del todopoderoso duque? en un impresionante ciclorama de diez metros de largo por uno de ancho que recoge el cortejo humano, los pasos y, sobre todo, la geografía urbana en el que se desarrolló aquella fastuosa procesión. El ciclorama –que permitía una visión continua, casi cinematográfica, al exponer los lienzos en algún tipo de tinglado circular– fue comprado en 1994 por el Ayuntamiento a un anticuario sevillano que, a su vez, lo había adquirido en una subasta de Sotheby’s. Hoy está depositado en el Alcázar. Casas, palacios perdidos, iglesias supervivientes y desaparecidas... todo el conglomerado urbano sirve de tramoya al paso de las distintas cofradías con el encanto de ir mudando la luz del día que acompaña al primer paso a la noche cerrada que envuelve al último mientras se encienden las ventanas de las casas e incluso algunas perforaciones que dejarían pasar la luz para iluminar la punta de los cirios. La obra no tiene autor conocido aunque se ha especulado con fundamento que uno de sus autores pudo ser Joaquín Domínguez Bécquer, primo segundo de Gustavo Adolfo –y autor del conocido cuadro que retrata la cofradía de Pasión por la plaza de San Francisco– que también pululó en aquella corte chica de los Orleáns como otros pintores que comienzan a tomar la Semana Santa como tema de sus obras: Cabral Bejarano –que retrata a la hermandad de Montserrat accediendo a la calle Génova–, Alfredo Dehodenq...

Esa es la Semana Santa en la que se desenvuelve el joven Bécquer que ese mismo año de 1854, con sólo 18 años, decide marcharse a Madrid para abrirse paso en el mundo del periodismo y la literatura sin saber que la tuberculosis pondría un plazo demasiado breve a su existencia. Ese tiempo pertenece a otro ámbito que excede del objeto de este reportaje pero la duda es: ¿volvió Gustavo Adolfo a ver la Semana Santa de Sevilla? En cualquier caso, es importante recordar que su breve vida coincide con la conformación de esa Semana Santa romántica que, de alguna manera, siembra los cimientos de la gran fiesta que acabaría eclosionando con el Regionalismo en el primer cuarto del siglo XX. Hablamos de la primera edad de oro del bordado, de las primeras sillas para contemplar las cofradías y hasta de aquella nefasta revolución de 1868, la mal llamada Gloriosa, que condenó a la piqueta numerosos templos.

La enfermedad no dio tregua y Gustavo Adolfo Bécquer murió en Madrid con sólo 34 años el 22 de diciembre de 1870 en coincidencia con un eclipse total de sol. Aquella Semana Santa en Sevilla habían salido once cofradías. La nómina la inició Las Cigarreras el Domingo de Ramos y la cerró la cofradía de La Soledad, que ya salía de San Lorenzo. Los restos mortales del escritor romántico y los de su hermano Valeriano reposan en el Panteón de Sevillanos Ilustres de la cripta de la iglesia de la Anunciación. Los ojos verdes de la Virgen del Valle velan hoy su sueño eterno.