La suerte de que Dios viva en Sevilla

El Gran Poder regresó a su basílica tras presidir el Jubileo del Año de la Misericordia. Un traslado histórico y multitudinario, a plena luz del día, en el que visitó a las Hermanas de la Cruz

06 nov 2016 / 19:00 h - Actualizado: 07 nov 2016 / 08:00 h.
"El Gran Poder","El Gran Poder en el Jubileo de la Misericordia"
  • El Señor del Gran Poder avanza por la avenida de la Constitución rodeado de una ingente cantidad de fieles que le acompañaron durante todo el recorrido del traslado a su templo. / Fotografías: Manuel Gómez
    El Señor del Gran Poder avanza por la avenida de la Constitución rodeado de una ingente cantidad de fieles que le acompañaron durante todo el recorrido del traslado a su templo. / Fotografías: Manuel Gómez
  • La suerte de que Dios viva en Sevilla
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No fueron en vano las palabras fieles de Santa Teresa, «solo Dios basta», que ayer la ciudad hizo suyas. Solo Dios fue más que suficiente para que el pueblo de Sevilla confirmara su fe inquebrantable en aquel Nazareno que soporta sobre su hombro izquierdo el peso de una cruz que es la suya y la de todos y en la que se resume dogmáticamente toda la misericordia del Señor. Ese Dios que «está en San Lorenzo, con la túnica morá y la cruz del sufrimiento». Ese Dios de los azulejos, las camas de los enfermos, las estampas añejas y la herencia más preciada de todas. Ese Dios al que cantaron los poetas y al que en Sevilla se le llama Gran Poder.

El Señor fue ayer ese pescador de hombres que tendía su mano a los más humildes para que le siguieran. Sevilla fue una nueva Galilea en la que miles de personas más de 220 mil según las cifras oficiales dejaron sus quehaceres diarios para tomar su cruz y seguirle, acompañando a Jesús del Gran Poder en un traslado histórico que lo llevó de vuelta desde la Catedral –donde había presidido el Jubileo de las Hermandades por el Año de la Misericordia– al sagrario de su basílica en la plaza de San Lorenzo. Toda Sevilla fue, como le dijera Rodríguez Buzón, «ruta, borde y ladera» de un divino caminar que erizaba el alma y avivaba corazones en cada zancada. Pues cada paso al frente, cada mar de gente por el que navegaba el paso del Nazareno, era un reencuentro con los orígenes de una religiosidad popular que la ciudad había estirado hasta banalizar y a la que el Gran Poder devolvió la medida y el sentido anhelados, como un credo de reconciliación entre Dios, que salía al encuentro, y los sevillanos.

El Gran Poder despertó de su letargo al pueblo de Sevilla, reavivando la llama cristiana que algunos se habían empeñado en apagar. Reunió a su lado a una multitud de fieles que, desde primera hora de la mañana, buscaban un hueco en la Avenida de la Constitución para ver su salida inédita por la puerta de San Miguel. Allí lo recibió la luz de un hora inusual para el Señor, el azul de un cielo pintado de Inmaculada, como el de los días felices de la infancia de Antonio Machado, que matizaba los perfiles del dolor en su rostro misericordioso y que enmudecía a la muchedumbre que rezaba ante su divina presencia.

Minutos antes, tres golpes secos de martillo levantaban el paso del Señor en el altar de plata de la Catedral, mientras las notas de la Marcha Real en el órgano del padre Ayarra acompañaba los primeros pasos del Nazareno en las naves del templo metropolitano. Toda una inmensidad empequeñecida por su sola presencia y humanizada cuando cruzó su mirada con la Virgen de los Reyes en la Capilla Real y se detuvo, por primera vez, ante los restos del Beato Marcelo Spínola, donde la hermandad depositó una ofrenda de flores en memoria de su legado.

A las 11.35 horas el Señor cruzaba el dintel y se entregaba a la ciudad. En la calle lo esperaba toda Sevilla, familias al completo que se reunieron para rezar juntos al Dios de San Lorenzo, y hasta quienes percibían por primera vez la grandeza de su infinita bondad. ¡Cuántos niños descubrieron por qué el Gran Poder es el Señor de Sevilla! Los mismos que ayer comprendieron el por qué de la sonrisa entrecortada de sus padres cuando cada Madrugá los dejan soñando en casa mientras ellos acuden a su encuentro de cada Viernes Santo. Aquellos que ayer entendieron que ese «quédate tranquilo, que él nos protege» del Padrenuestro de cada noche no es más que la consumación de la misericordia del amor a un Dios heredado de generación en generación.

Pero fue el silencio el mayor de los respetos para recibir a Cristo en Sevilla. En cada calle, su paso lograba enmudecer la espera con el suave racheo de sus costaleros. Un mutismo que solo alteró la interpretación de dos marchas procesionales en la Plaza Nueva. La Banda Municipal hizo sonar Ione al paso del Señor por el Ayuntamiento, como en aquel mayo de 1965 en el que el Gran Poder era trasladado a su nuevo templo, hoy ya basílica. Era la hora del Ángelus cuando el Nazareno de Juan de Mesa miraba al pueblo de Sevilla con la casa consistorial a sus espaldas. Todo sabía a Dios y nadie quería que el reloj avanzara. Un Padrenuestro y una levantá al cielo despertaron a los sevillanos del sueño. El Señor hacía camino al andar mientras las notas de Sevilla cofradiera despedían su presencia. La música volvería a escucharse en la capilla de Montesión, donde la Virgen del Rosario lo esperaba en su palio de traslado. Era la Banda de la Cruz Roja la que ponía magistral banda sonora al Gran Poder con las notas de La Madrugá y Nuestro Padre Jesús.

Sevilla solo observaba, rezaba y enmudecía. Como lo hizo, solo unos minutos antes, cuando su rostro se cruzó con la humilde mirada de las Hermanas de la Cruz. El Dios que cada día les da fuerzas para acometer su labor caritativa fue a casa a visitarlas. Se lo agradecieron cantando, como solo las hijas de Santa Ángela saben hacerlo. Y allí estuvo el Gran Poder, como con las monjas del Espíritu Santo y las del convento de la calle Santa Ana. Dios con ellas, como también al lado de la Amargura en San Juan de la Palma. Allí le llevó inexorablemente el tiempo de una mañana que ya se revestía de tarde, con un sol que se apagaba a su paso por la Alameda. En la inmensidad del bulevar se escuchó una saeta, como otras que hubo en el recorrido. Quizás la más emotiva de todas las que se escucharon fue la que cantó Manuel Cuevas en la esquina de la plaza de la Pescadería. La letra decía así: «Si alguien te alza la mano o te ofende Gran Poder, yo te juro Dios soberano que ese no pudo nacer bajo el cielo sevillano».

Pocos después de las cuatro de la tarde, el Gran Poder llegaba a una abarrotada plaza de San Lorenzo. Eran los últimos metros de un traslado para la historia de Sevilla, por la hondura de lo vivido y por el respeto y la admiración contenida de los fieles. La última chicotá fue la del recuerdo a quienes lo veían desde el balcón privilegiado del cielo. Era la hora de cruzar el dintel de la basílica y despertar de un sueño memorable. Ahí Sevilla ya no pudo más y rompió en una ovación que llevaba conteniendo desde el jueves. Era la forma con la que los sevillanos quisieron dar gracias a Dios por una misericordia que en sus manos se hizo infinita.