- El Gran Poder, en una estampa del siglo XIX.
Sevilla, 1808. Los desórdenes públicos producidos con motivo del motín de Aranjuez y los acontecimientos políticos que se sucedieron «enrarecieron los cultos y las procesiones». Si bien en algunos templos todo fue esperanza y alegría, como en San Juan de la Palma, porque «el Señor del Silencio en el Desprecio de Herodes y la Virgen de la Amargura retornaron a las calles tras veintidós años de ausencia», en otros templos se impuso el silencio, como en San Gil, donde la cofradía se quedó sin montar porque Sarramián —su hermano mayor— se negó. Hubo muchos estrenos de enseres y cortejos de nazarenos, pero también incidentes violentos, como la «estampida de trianeros aterrorizados que recorrió el arrabal desde el Altozano cuando el Cristo de la Sangre cayó al suelo hecho pedazos». Un año más, en definitiva, en el que las hermandades animadas por ese fantasmagórico caudal de prosperidad que proyectaba el momento se esforzaron para preparar sus cofradías. Pero todo acabó abruptamente.
De este modo nos prepara el cuerpo Rocío Plaza Orellana para lo que estaba por venir. Una ciudad que, poco después de celebrar su Semana Santa, sería informada de los sucesos del 2 de mayo en Madrid, los cuales desembocarían en una guerra que dejaría miles de muertos en toda España. Un alzamiento popular, un «grito de venganza», en palabras del cronista hispalense Joaquín Guichot, al que pronto se sumarían los sevillanos organizando una acción de repulsa contra el invasor francés. Una suerte de «procesión» con un retrato de Napoleón al que colocaron con la cabeza hacia abajo y enganchado en un palo que, según el testimonio del clérigo y secretario de la Hermandad del Cristo de la Sangre Miguel de Giles y Carpio, desembocó en el destrozo de numerosas casas y no pocas muertes de franceses en la ciudad. Episodio al que sucedió un alistamiento voluntario para formar los batallones de tropas regulares el 7 de mayo.

Portada del libro.
Héroes contra villanos
Nos cuenta la profesora universitaria que entre los que emergieron en primera línea en el fragor de esta lucha contra los franceses tras décadas de conspiraciones se encontraban los hermanos mayores de cofradías como La Exaltación, San Isidoro, el Valle o Veracruz; destacando por encima de todos el fraile Manuel Gil, hermano de Jesús Nazareno, quien llegó a convertirse en el «dueño» de Sevilla, en palabras de Manuel Moreno Alonso, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Sevilla y miembro de la International Napoleonic Society.
En este estado de cosas, el segundo volumen de ‘Los orígenes modernos de la Semana Santa de Sevilla’, que acaba de llegar a las librerías publicado por El Paseo Editorial en colaboración con la Editorial Universidad de Sevilla, refiere que Juan Ignacio de Espinosa, quien fuera alcalde mayor de la hermandad de la Soledad, fue atrapado por la turba y llevado al castillo de Triana para ser juzgado por la nueva autoridad imperante. El motivo no era otro que haber sido acusado de traidor, por lo que «mucho gentío» a voces pedía su cabeza. De lo que ocurrió finalmente con el susodicho da buena cuenta la autora en su libro, del mismo modo que explica las historias que circularon sobre el caso.
Una Semana Santa a la luz del sol
Al año siguiente, 1809, la Cuaresma trajo consigo una extraña normalidad que comenzó con el montaje del monumento y que continuó con las funciones habituales de la catedral o la elaboración del listado de cofradías. Sin embargo, la orden dictada por parte de la Junta Central desvirtuaría por completo la celebración de aquel año: todas las hermandades debían estar de vuelta en sus templos antes de que llegara la noche. En consecuencia, al conocer la noticia, la corporación de Jesús Nazareno ni siquiera se presentó al cabildo de toma de horas, mientras que los hermanos del Gran Poder aceptaron salir a las cinco de la mañana. Y es que, como recuerda Plaza Orellana, «Al fin y al cabo esa era la hora que ellos pidieron en 1777 para incorporarse en aquella jornada».
Las más de quinientas páginas de ‘Los orígenes modernos de la Semana Santa. II. Las cofradías en guerra (1808-1820)’, recogen, entre sus múltiples curiosidades, los pormenores de la celebración durante los años siguientes, sobresaliendo los capítulos dedicados a la llegada del rey José Bonaparte —entre 1810 y 1812 solo realizaron su estación las hermandades del Gran Poder, los Panaderos, la Carretería, el Amor y la Quinta Angustia—, las sangrientas cuaresmas de 1810 y 1811 —este último año la Semana Santa fue presidida por el mariscal Soult—, o la desaparición de la plata y otros enseres de cofradías como la del Patrocinio, que llegó a perder hasta un simpecado de terciopelo azul con el escudo bordado.
Narrado con exquisito rigor y con un aparato crítico y una bibliografía ya ponderados a propósito del primer volumen, esta nueva entrega del trabajo de la profesora de Historia del Arte de la Universidad de Sevilla viene a confirmar que la Semana Santa hispalense está atravesando uno de sus mejores momentos, no solo a nivel estético o antropológico, sino también desde el punto de vista de la investigación.