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Procesiones rogativas y de acción de gracias: la oración pública de Sevilla

En busca de la intercesión divina ante epidemias o calamidades, los sevillanos se han lanzado a la calle con sus imágenes predilectas, desde el Santo Crucifijo de San Agustín a la Virgen de los Reyes

15 mar 2020 / 04:22 h - Actualizado: 14 mar 2020 / 18:54 h.
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  • El Cristo de San Agustín durante su última salida en 1926.
    El Cristo de San Agustín durante su última salida en 1926.
  • Imagen de la peste que asoló Sevilla en 1649.
    Imagen de la peste que asoló Sevilla en 1649.
  • Grabado de Nuestra Señora de los Reyes.
    Grabado de Nuestra Señora de los Reyes.
  • Imagen de la Virgen de la Hiniesta Gloriosa.
    Imagen de la Virgen de la Hiniesta Gloriosa.

Epidemias de peste, prolongadas sequías, crueles contiendas. A lo largo de su historia, la ciudad se ha visto sometida a todo tipo de calamidades. En busca de la intercesión divina, los sevillanos se han lanzado a la calle con sus imágenes predilectas, desde el Santo Crucifijo de San Agustín a la Virgen de los Reyes. Analizamos el origen de estas procesiones y algunos de sus episodios más llamativos.

El término «Procesión» deriva del latín «processio», y tanto esta palabra como su equivalente griega, «próspdos», fueron asumidas por los cristianos para evitar la adopción y el empleo del vocablo «pompa», que los paganos utilizaban para significar lo mismo, a saber, el desfile de gente, ordenado, solemne y conforme a rito, hecho con una intención primordialmente religiosa. Como nos recuerda el investigador Antonio Blanco Freijeiro, «la procesión pagana, en una época ya tardía y, por tanto, muy próxima a la implantación y el auge del cristianismo, comportaba a menudo, aunque no necesariamente, el desfile de imágenes, símbolos y atributos de dioses, objetos de culto, etc., fuera de su lugar habitual de custodia para ponerlos en contacto con el mundo y santificar, defender o beneficiar de cualquier otro modo a este último». De ahí que los cristianos primitivos, enemigos acérrimos de las procesiones paganas, no sólo rehusaran practicar en sus cultos cosa semejante, sino que hicieron todo lo posible por desacreditarlas. Según el historiador Manuel Amezcua, «en España no tenemos testimonios de las primeras procesiones hasta el siglo III y IV, ya que antes, además de perseguidos, los cristianos eran poquísimos». Para ver nacer las primeras cofradías habrá que esperar a los siglos V y VI, siendo las más antiguas «las que se vinculan a las grandes tumbas de los mártires, para cuidar los nuevos santuarios que surgen en el enclave donde el mártir fuera martirizado o enterrado». La historia volverá a evolucionar a partir de la Edad Media, como señala el teólogo Fermín Labarga, «cuando se realizaban en las iglesias y en los pórticos los autos de la Pasión, que eran escenificaciones que formaban parte de los oficios litúrgicos». Con el tiempo, dichas representaciones teatrales dieron lugar a comportamientos poco edificantes, por lo que se fueron transformando paulatinamente, llegando a sustituir a los actores por imágenes de madera y tela. Las procesiones surgieron también del deseo del pueblo cristiano de imitar la pasión de Cristo. De ahí que el Vía Crucis no sea otra cosa que «una imitación de lo que los peregrinos hacían en la Vía Santa o Vía Dolorosa de Jerusalén, que era acompañar a Cristo con la cruz», según el experto.

Protección e intercesión

Más allá de los desfiles penitenciales que tienen lugar cada Semana Santa, la historia de nuestra ciudad está plagada de procesiones extraordinarias. Algunas de las más notables son las rogativas, básicamente oraciones públicas hechas a Dios para conseguir remedio en una grave necesidad, pedir la conservación de los bienes de la tierra y dar gracias por estar libres de los azotes y desgracias. El origen de las rogativas es muy antiguo, remontándose a los primeros siglos de la cristiandad, aunque, como señala el catedrático de Historia Armando Alberola Romá «arraigaron con suma rapidez y contribuyeron en buena medida a configurar esa mentalidad popular temerosa de Dios y presta a recurrir a los remedios que fueren con tal de aplacar su, siempre justa, ira». La tradición nos cuenta que la primera procesión rogativa se debe a San Mamerto, obispo de Viena entre los años 458-474, quien decidió organizarla tras sufrir la ciudad un terremoto. Denominadas también «letanía menor» —es muy probable que existiese ya una «mayor» en la liturgia romana—, con el paso de los siglos se convertirían en algo muy recurrente para la sociedad, pues, con el auxilio y dirección de la iglesia, les serviría para solicitar la ayuda, protección e intercesión de los santos contra todo tipo de calamidades. A este respecto, el profesor Ruesga Navarro nos recuerda que «el auge económico, y por consiguiente también de los gremios, contribuyó de manera decisiva a establecer el modelo. En sentido contrario, la decadencia económica de Sevilla a finales del siglo XVII y principios del XVIII, por las epidemias de peste, y la paulatina pérdida del comercio de Indias, hace que sea un periodo en que las procesiones entran en cierto declive, pero conservando todos sus elementos».

El Santo Crucifijo de San Agustín

José María Montero de Espinosa, en su obra «Antigüedades del convento Casa Grande de San Agustín y noticias del Santo Crucifijo que en él se venera», publicada en Sevilla en 1817, expone que hacia 1380 un grupo de devotos funda una Cofradía o Congregación, según la fórmula de aquel tiempo, la cual «cuidaba de esta imagen, sacando una copia en la estación de penitencia que hacía el Viernes Santo a la Cruz del Campo». Desde sus inicios llegó a alcanzar una enorme popularidad y devoción, formante parte de la misma importantes familias de la nobleza e ilustres caballeros, y atribuyéndosele milagros como el del 25 de marzo de 1525, el cual recoge el Abad Gordillo de la manera que sigue: «Estando la ciudad de Sevilla atravesando una gran sequía y falta de agua, sacando con tiempo claro la imagen del Santo Cristo en procesión y llevándolo al Humilladero de la Cruz, fue tanta el agua que llegando allí cayó del Cielo, que no pudo volver la procesión y se quedó aquella noche y otro día el Santo Cristo en la Ermita que allí junto estaba edificada». Asimismo el religioso continúa narrando cómo, al paso de la procesión, «iba un muchacho por encima de los Caños de Carmona dando gritos y diciendo: ¡Misericordia Señor Nuestro! Al clamor del muchacho se unió el del pueblo mismo y así que comenzó a llover nunca más el muchacho apareció siendo así que del lugar donde estaba mirando y clamando estaba lejano de donde pudiese bajar, por lo que era imposible que lo hiciere». Otra fecha importante en la que el Santo Crucifijo se hizo notar fue durante la terrible epidemia de peste de 1649, la cual diezmó enormemente la población de Sevilla. Montero lo narra así: «sacaron la santa imagen el día dos de julio y desde este día empezó la ciudad a experimentar la salud en tal forma que los médicos afirmaron que desde que sacaron la imagen del Santo Crucifijo no cayeron enfermos nuevos y los que estaban afectados de ella habían mejorado; asimismo con la promesa de juramento solemne, este testigo añade que el día siguiente en que estuvo en la iglesia metropolitana el Santo Crucifijo, me dijo el maestro Juan Martínez Camacho, cirujano, que habían mejorado unos cincuenta enfermos y no había tenido noticias de más contagiados. Prosiguió la mejoría y el día del Apóstol Santiago se pusieron banderas blancas en el hospital de la Sangre, donde se curaba el contagio». Otra de las imágenes a la que se encomendaron los sevillanos en tan difícil trance fue la Virgen de la Hiniesta Gloriosa, tristemente desaparecida en los años treinta, al igual que el Cristo de San Agustín. De su milagrosa intercesión en 1649, y otras acciones similares, proviene la vinculación de la hermandad con el Ayuntamiento de Sevilla.

La fiebre amarilla de 1800

El historiador del arte Álvaro Cabezas nos cuenta que, por el mes de julio de 1800, una peste irrumpió en el barrio de Santa María de Cádiz «por los marineros convalecientes de la fiebre amarilla de la Carolina y Filadelfia», y poco después llegó a Sevilla. Un problema que se sumó a cinco meses de lluvias continuadas que hicieron salir al río de su cauce varias veces, así como «la inundación de los campos que provocó la pérdida de los frutos y los ganados». Según el testimonio de fray Ángel de León, testigo directo de los hechos, parece que los primeros barrios contagiados fueron Triana y los Humeros. En el primero de ellos, los muertos fueron tales que tuvieron que utilizar el camino a San Juan de Aznalfarache; mientras que para los de Sevilla, los campos cerca de Eritaña y el hospital de San Lázaro. Tal fue la gravedad de la epidemia, que el 1 de septiembre la Junta General de Sanidad ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad. En cuanto a los síntomas, estos comenzaban «con gravazon de cabeza, principalmente en las sienes y ojos, dolor en las caderas y lomo, a que seguía calentura moderada con signos de plétora, aunque manifestaban su falsedad los que le seguían de postración de fuerzas y pulso pequeño, indicio no dudoso de su malignidad. Los vómitos atrabiliarios, las hemorragias por la nariz y las encías manifestaban la disolución, así como las ansiedades, delirios y otros síntomas nerviosos los atribuían a la debilidad de los pacientes». En busca de ayuda «extra», las rogativas no se hicieron esperar, saliendo a la calle imágenes de santos como San Gil Abad, San Fernando, Santas Justa y Rufina o San Sebastián —popular protector contra las epidemias—. Y por supuesto un buen número de Titulares de las cofradías, como el Gran Poder, el Señor de la Sentencia, el Cristo de la Humildad y Paciencia o el Nazareno de las Tres Caídas de San Isidoro. A estos se sumaron Dolorosas como la Virgen del Valle y Rosario de Montesión, y por supuesto la patrona de Sevilla, la Virgen de los Reyes. En los peores momentos, la cifra de muertos superaba las trescientas personas al día, debiendo habilitarse fosas comunes junto a la ermita de San Sebastián y en la calzada de la Macarena. La epidemia no remitió hasta noviembre, y durante el transcurso de la misma se habilitaron servicios médicos en el castillo de San Jorge, así como un hospital en el convento de la Victoria de Triana. El escritor e investigador Ángel Vela apunta que, debido a la especial incidencia que la fiebre amarilla tuvo en el arrabal, «Santa Ana, el Cachorro y La O salieron en procesiones de rogativas».

«Por Ti, reinan los Reyes»

Al margen de las citadas rogativas que buscaban la intercesión de lo divino, Sevilla lleva siglos organizando actos donde los fieles agradecen públicamente el fin de una determinada tragedia, la llegada de la paz tras una guerra o la materialización de un ruego en beneficio de alguien. Una de las primeras procesiones de acción de gracias de las que se tiene constancia es la organizada el 3 de marzo de 1337 con la imagen de Nuestra Señora de los Reyes. En este caso fue impulsada por el arzobispo don Juan Sánchez e hizo estación al hospital de la Virgen del Pilar u Hospital del Rey —hasta 1794 se ubicaba en el edificio que hoy ocupa la Casa de la Provincia, en la Plaza del Triunfo—. Según refiere Juan Carrero Rodríguez, «el motivo fue pedir por la salud del rey Alfonso XI que había ido contra Portugal y se encontraba con ardiente fiebre en el Alcázar». No olvidemos que esta imagen, subida en unas parihuelas, había acompañado al mismísimo Fernando III el Santo en su entrada triunfal en la ciudad, el 22 de diciembre de 1248. Dos siglos y medio después, el año de la conquista de Granada por los Reyes Católicos, la patrona volvería a salir en acción de gracias por las calles de Sevilla, discurriendo, tras abandonar la Catedral, por la calle Génova, Plaza de San Francisco, Plaza del Duque de Medina Sidonia, Palmas, San Lorenzo y San Vicente, para hacer estación al convento de Santiago de la Espada (desde 1893 es propiedad de las Madres Mercedarias de la Asunción). Tras un buen número de procesiones rogativas a lo largo del XVI y el XVII, el siglo XVIII vuelve a acoger actos de acción de gracias como los ya mencionados. A destacar el del 11 de julio de 1732, cuando la Virgen de los Reyes cruza la Puerta de los Palos por la victoria española en Orán frente al ejército otomano; o el 28 de septiembre de 1771, por el nacimiento del infante don Carlos, hijo de la princesa doña María Luisa de Borbón-Parma, y nieto del rey Carlos IV de España. Asimismo, el 10 de mayo de 1801, tocó agradecer el fin de la epidemia de fiebre amarilla; y el 19 de junio de 1841, la llegada al trono de Fernando VII y el retorno a la Santa Sede del Papa Pío VII. Pero aún hay más. En diciembre de 1865, la imagen retorna a las calles por el fin de la epidemia de cólera, hecho que se repite en febrero de 1886, por su variedad morbo. Y ya en el siglo XX, concretamente el 16 de abril de 1939, el cardenal Segura mandó organizar cultos por el fin de la Guerra Civil, realizando procesión con la patrona al término del octavario. Sería la última vez que saldría en acción de gracias, pues el resto de salidas extraordinarias, desde 1948 a 2004, tendrían lugar por otros motivos.