Quinta fase: invasión

Sevilla se rinde a la mayor de sus fiestas y ya no hay otra cosa en la ciudad más que Semana Santa

04 abr 2017 / 10:49 h - Actualizado: 04 abr 2017 / 10:51 h.
"Cofradías"
  • Un operario lleva a cuestas, de forma casi penitencial, una gran escalera por el Patio de Banderas. / El Correo
    Un operario lleva a cuestas, de forma casi penitencial, una gran escalera por el Patio de Banderas. / El Correo

En la Avenida, lo único antiguo que queda es el tío del paloduz, que parece disecado. Aunque con menos majestuosidad, se sienta –seguramente no lo sabe– en el lugar exacto donde antaño lo hacía el orondo don Antonio. El sillero, siempre retrepado tras su papada detrás de su mesita de tijera, con el maletín encima repleto de cartoncillos troquelados y gomillas, entonaba por estas fechas el más auténtico, profundo, sugerente y lacónico pregón que ha tenido jamás la Semana Santa de Sevilla: Asiento barato, buen sitio. Desde la Campana hasta Virgen de los Reyes se oían los ecos de este cántico repetido por una docena de señores con trajecitos grises tras otros tantos maletines sobre sendas mesitas de tijera. Ahora, por allí, solo se oye a manojos de franceses con manzanas señalando las gradas de la Catedral y diciendo: Siège pas cher, bon site!, mientras el tranvía toca la campanilla y dinámicos jóvenes con petos y carpetillas preguntan si tiene usted un minutito. Por lo visto, con todos los minutos que recaudan hacen relojes para África. Y de buenas a primeras, entre toda esta fauna incierta, una tropa de chiquillos pastoreados por tres o cuatro maestros pasan con alboroto y con los chalequitos llenos de lacitos cofradieros. Vienen de ver los pasos montados y el último, que el pobrecito va casi al trote con el resuello perdido, lleva un recortable donde sale Pilatos. Desde la primera palabra de este párrafo, el tío del paloduz no se ha movido.

En los Panaderos hay tan poco sitio que el Señor mira al infinito. Qué arte el de Castillo Lastrucci haciendo cristos a todo meter, y cómo se recuerdan unos a otros. El trabajo de los imagineros se parece mucho al de los cronistas. En cuanto terminan de tallar y de policromar una imagen, después de haber intentado transmitir a través de ella toda la inmensidad de lo divino, la pasión de lo humano y el dolor terrible de la certeza; tras haber procurado que la pieza de cedro acierte a contar qué es el estupor, qué el escalofrío, qué la soledad, qué el silencio, qué la muerte, qué la incomprensión, qué la fatalidad, qué la tristeza... entonces, después de todo esto y de haberlo dado todo en la medida de sus capacidades, de su inspiración y de sus fuerzas, cogen otro taco de madera y vuelven a empezar. Quizá porque hay cosas tan grandes que nunca quedan contadas del todo. Siempre se puede dar más profundidad al abismo de una mirada, y siempre se podrá escribir, pongamos por caso, que el tío del paloduz está más torcido en su silla que la palmera de la calle Maese Rodrigo. La narración de lo sublime siempre acaba en puntos suspensivos.

Hablando de imaginería: el angelito que está justo encima del camarín del Gran Poder tiene toda la cara de Damien Thorn, el niño de La profecía, mientras que los de los lados, con sus alitas tuttifrutti, aparentan más bien estar cayéndose de un susto. La gente, como es natural, no se fija en estas cosas estando ahí nada menos que el Señor de Sevilla. De lo que sí que se da cuenta es de que de los patios de Santa Cruz comienza a salir un fresquito verde, silencioso y marmóreo que obliga a mirar adentro, a tocar las nervaduras del zócalo de azulejos esperando una caricia fría, a imaginar cómo será la noche bajo ese farolito del zaguán que, en su afán por espantar la penumbra, dibuja fantasmagorías sobre la losa con las sombras de la cancela. De alguna ventana sale una insinuación de incienso, y cuando la francesita de la manzana se pone a olisquear como habiendo descubierto el resinoso secreto de la primavera hispalense, la muy lista, resulta que lo que está haciendo es curiosear en la pizarra de un restaurante típico, anclada en el empedrado, en busca de la palabra paella. Quien necesite una escalera prestada para subir al madero, que es algo muy abrileño, puede pedírsela al operario que estos días anda por el centro llevándola a cuestas, cual penitente del mundo laboral.

Y ya que se cita aquí el entretiempo: dicen los que saben de moda que esta primavera se va a llevar mucho la ropa al brazo. Es esa calor que pica en la nuca, la que ha traído a las moscas, la que huele a esparto y a portón de madera vieja de una iglesia donde las excursiones de los colegios y los paisanos en estado de premenstrualidad cofradiera van a ver si es verdad que esto es Sevilla, una realidad tan inverosímil que es imposible estar del todo seguros. Como no lo está, aunque no sea consciente de ello, el paisano de patillas negras que pasa la rasqueta a las pintadas de su tienda en la calle Feria mientras tararea un fandango por lo bajini. A un paso de allí, baja rumoroso por la corriente de una calleja un arroyuelo de barro que dicen que es de una obra, porque ya han vuelto las hormigoneras a los caserones del centro. Pero puede que no, que venga del estudio de un imaginero al que no le gustó su crónica de arcilla y está empezando otra. Si necesita un modelo bueno, el tío del paloduz no se cosca. Que se aligere, que ya mismo lo quitan para poner las sillas...