Cofradías

Soledad: De San Miguel a San Lorenzo

La corporación del Sábado Santo concluye los actos conmemorativos del 150 aniversario del traslado a su actual sede canónica con un besamano extraordinario. Ésta es la historia de aquel tiempo convulso

06 dic 2018 / 14:56 h - Actualizado: 06 dic 2018 / 15:03 h.
"Cofradías","Patrimonio","Sábado Santo","Soledad de San Lorenzo"
  • Imagen de la Soledad en el siglo XIX.
    Imagen de la Soledad en el siglo XIX.
  • Imagen de la Soledad en su paso con el dosel.
    Imagen de la Soledad en su paso con el dosel.
  • Un retrato de los duques de Montpensier.
    Un retrato de los duques de Montpensier.
  • Autógrafo de Bermejo.
    Autógrafo de Bermejo.

Sevilla, septiembre de 1868. La Semana Santa ya había renacido de las cenizas de la francesada y las desamortizaciones eclesiásticas y la fiesta conocía un nuevo esplendor adobado en los vientos románticos y la acción decidida –como veremos- de ciertos actores fundamentales como el erudito José Bermejo. El aterrizaje de los duques de Montpensier en el palacio de San Telmo a punto de doblar el siglo también había ayudado a condimentar un guiso que se hallaba en plena ebullición antes de estallar aquella revolución liberal que, bajo el nombre de La Gloriosa, sentenció gran parte del patrimonio monumental de la ciudad de Sevilla sin llegar a doblegar ese renacimiento cofradiero. En 2018 se ha cumplido siglo y medio del inicio de aquel tiempo convulso que ya fue analizado pormenorizadamente en el número 120 de la revista Más Pasión.

Pero merece la pena volver a viajar a esa época, ubicando el renovado esplendor cofradiero en el tiempo y la historia que le tocó vivir: Antonio de Orleans, el intrigante duque de Montpensier, quiso hacer política de río revuelto y fue uno de los instigadores de la caída de su cuñada, la reina Isabel II, que era hermana de su esposa, la infanta Luisa Fernanda; sí, la misma que acabaría bautizando con su nombre los inmensos jardines de San Telmo para recreo de la ciudad. El duque albergaba la esperanza de convertirse en rey de España aprovechando la inestabilidad que prestaba aquella revolución burguesa que había sufragado de su propia bolsa.

Un lance inesperado acabaría sacando al duque de la carrera a la corona: Orleans se batió en duelo con el infante Enrique de Borbón, duque de Sevilla, y lo fulminó con un tiro en la frente, quedando en la práctica descartado para sentarse en un trono que se acabó ofreciendo a Amadeo de Saboya, de brevísimo y accidentado reinado entre 1871 y 1873. La restauración monárquica en la persona de Alfonso XII -hijo de Isabel II- puso fin al farrogoso sexenio revolucionario que había comenzado con el derrocamiento de su propia madre y concluyó en la inoperante I República. Eso sí, don Alfonso volvería a acercar a los Montpensier al trono de España por vía de su infortunado matrimonio de María de la Mercedes, hija de los duques. La muerte de aquella frágil reina sevillana -¿dónde vas Alfonso XII?- puso fin al cuento de hadas, sólo cinco meses después de la boda. Pero ésa es otra historia que ya contaremos algún día...

¿Por qué recordamos todo esto? Estos lances históricos no fueron ajenos a la ciudad y su Semana Santa. Los enjuagues del duque de Montpensier -que pudo haber estado implicado en el asesinato del general Prim y se negó a prestar lealtad al rey Amadeo- le obligaron a poner tierra de por medio. Mientras tanto, la junta revolucionaria organizada en Sevilla no perdió el tiempo. Se había constituido al día siguiente del pronunciamiento gaditano del propio Prim y el almirante Topete. La mecha de la revolución acababa de prender. El 20 de septiembre de 1868 se constituía la junta provisional revolucionaria de Sevilla. La catástrofe se ponía en marcha... Sin solución de continuidad se decretaba la supresión de seis parroquias y otros 23 templos. De nada sirvieron los lamentos del canónigo Francisco Mateos Gago, vocal de la comisión provincial de monumentos. La piqueta se cebó, además, con las históricas murallas de la ciudad, incluyendo la monumental Puerta de Triana -en las confluencias de las calles Reyes Católicos, Gravina y Zaragoza-, la del Osario, la de Carmona y la de San Fernando, al comienzo de la calle del mismo nombre. Pero ese gusto por el derribo en nombre de un progreso mal entendido tampoco se detendría en los edificios eclesiásticos y sus cofradías. La lista es larga, larguísima, y ya fue analizada pormenorizadamente en el reportaje citado anteriormente. Ahora nos detendremos en uno solo: la histórica parroquia de San Miguel que se levantaba en la que hoy es la manzana de los sindicatos y el hotel América que limitan la plaza del Duque y las calles Jesús del Gran Poder, Trajano y Aponte.

LA SOLEDAD EN SAN MIGUEL

Hay que descender de nuevo en el calendario. La corporación soleana había aterrizado en el céntrico templo de San Miguel en 1811. Lo hizo después de perder su fastuosa capilla del convento del Carmen durante la francesada. Es historia sabida y contada. Desde su antigua sede había efectuado su última estación de penitencia el Viernes Santo de 1804. Entonces quedaba mucho tiempo aún para que volviera a las calles.

Los hermanos se llevaron a San Miguel la imagen de la Virgen –seguramente la única a la que han rezado los soleanos de todos los tiempos- y las 93 arrobas de plata que la devoción y el pecunio de los mismos nobles que engrandecieron su cofradía habían acumulado en torno a la antiquísima dolorosa. Pero aquel tesoro se perdió en San Miguel, vendido por el infausto cura Vega que reconoció el expolio cediendo a la corporación una capilla a los pies del templo, cerca de las que ocupaban las cofradías de Pasión y el Amor.

La Soledad iba a conocer en aquella parroquia la definitiva decadencia, paralela al abandono del estamento nobiliario, los tiras y aflojas con el curato de la parroquia y la desaparición o fallecimiento de sus hermanos. La nobleza sevillana, definitivamente, había dejado sola a la Soledad, olvidada de casi todos mientras recibía culto en aquella capilla que el celo investigador de Álvaro Pastor Torres ha reconstruido virtualmente, con la virgen vestida de luto y con una corona de espinas en las manos.

Llegados a este punto no podemos olvidar la presencia operante de un personaje sin el que no se puede entender la Semana Santa de aquel presente y su futuro. Hablamos de José Bermejo y Carballo, un abogado empeñado en remover viejos papeles y rescatar la memoria de las antiguas cofradías de la ciudad. La recuperación de las estaciones de penitencia, de la fiesta de la Semana Santa vivida en las calles, se convertirá en uno de los principales afanes del erudito decimonónico, que encuentra su primer foco de trabajo, precisamente, en ese perdido templo de San Miguel que a mediados del siglo XIX tenía las horas contadas. El efecto Bermejo, que publicaría sus famosas Glorias Religiosas de Sevilla en 1882, se materializaría en la reanudación de las salidas de cofradías señeras como Pasión, que retorna a las calles en 1842; los Negritos, que reanuda sus salidas en 1849 y, sobre todo, la revitalización de la hermandad de su vida, las Siete Palabras, que volvería a procesionar en 1864.

Nos interesa su acción en la Soledad, que volvió a hacer estación desde San Miguel en 1860, 56 años después de su última estación desde su capilla del Carmen. La actuación de Bermejo, en unión del marqués de Rivas del Jarama, hermano superviviente de la antigua nómina nobiliaria de la cofradía desde los tiempos del Carmen, fue fundamental. Rafael Manso, el marqués, fue nombrado nuevo hermano mayor y José Bermejo fue habilitado como mayordomo. Sus oficios permitieron que aquel 6 de abril de 1860, Viernes Santo, se volviera a poner en la calle la cofradía de la Soledad. Lo hizo con un paso prestado por el Cachorro. En 1861 llegó la recuperación del paso alegórico de la cruz y –tantos años después- la Soledad volvió a salir bajo palio, que ya cobijará a la imagen de la Virgen en todas sus salidas desde San Miguel. El historiador Álvaro Pastor, el que más y mejor conoce la historia y el patrimonio de San Miguel, recordaba en un reciente trabajo que la Virgen llegó a estrenar palio propio en 1864, “con puntas o caídas de plata y cornisa del mismo metal”.

Hay otro dato fundamental que merece ser recordado. La rehabilitación de la hermandad es paralela a la derogación de la condición de hidalgo para pertenecer a la nómina de la corporación. Los nobles, los mismos que había dejado sola a la Soledad, ya no iban a contar en un futuro que se iba a sembrar en otro templo, no demasiado lejos de allí. Ya lo hemos contado en el largo preámbulo de este reportaje. En 1868 se verificó la última estación desde San Miguel estrenando –sin pagar ni terminar- el mismo manto de los Soles que sigue llevando la última dolorosa de la Semana Santa de Sevilla en su estación del Sábado Santo en el inconfundible paso de la cruz y las escaleras de Santiago Martínez. En vísperas del otoño comenzaron a desatarse los acontecimientos: la junta revolucionaria había decretado el derribo de San Miguel. No había tiempo que perder; la entrada de la piqueta era inminente, inapelable. Álvaro Pastor apunta algunas razones para explicar esas prisas situándolas en el “exacerbado anticlericalismo de muchos dirigentes políticos de la época” además de “claros intereses especulativos de carácter inmobiliario dado el privilegiado espacio que ocupaba el solar resultante”. Nada nuevo bajo el sol...

Había que buscar nueva casa. La hermandad se reunió en cabildo el 7 de octubre de 1869 valorándose el ofrecimiento del párroco de San Lorenzo, que ponía a disposición de la corporación la capilla de la Pastora. Así fue aceptado sin que se conozca el día exacto de aquella mudanza que, tal y como explica Ramón Cañizares, tuvo que ser anterior al 18 de noviembre, fecha del primer cabildo celebrado en San Lorenzo. Los hermanos habían llevado consigo las rejas de la capilla de San Miguel y las preciadas losas de Génova. San Miguel fue derribado y sus restos se vendieron como material de acarreo, levantándose sobre su solar el recordado Teatro del Duque en el que, curiosamente, trabajaron no pocos soleanos a las órdenes de Máximo Méyer, empresario teatral y benefactor de la hermandad en los primeros años del siglo XX. El desastre se había consumado pero la Soledad había encontrado su definitivo lugar en el mundo abriendo los cimientos de su condición de cofradía del barrio. Fue hace 150 años...