Cuando el espectador se sienta en su butaca y puede ver la primera escena de «Blanco en blanco» sabe que se ha subido a un tren en el que las zonas más oscuras del ser humano son compañeras de viaje, sabe que va a asistir a un espectáculo en el que la belleza será protagonista aunque no suavizará el horror que se va a narrar, sabe que la estética de la violencia le va a revolver las entrañas.
Parece ser que un tal Julius Porter, un rumano que a finales del siglo XIX quería hacerse rico a base de encontrar oro en lugares inhóspitos, llegó a Tierra de Fuego y se convirtió en un gran latifundista. Fue uno de los mayores responsables del exterminio de la tribu de los selknam. Como de costumbre, el hombre blanco llegaba para arrasar con todo para imponer su orden. Y desde aquí arranca la película de Theo Court. Muerte y mil razones para escandalizarse.
A través de la lente de un fotógrafo que llega a Tierra de Fuego para fotografiar la boda de Porter, vamos a descubrir un genocidio y cómo la niñez se puede despojar de todo lo que representa para convertirse en un lugar en el que la perversidad acampa con naturalidad. Porque nos enseñan cómo mataban sin compasión a los indígenas y cómo las niñas indias eran tratadas como objetos, y como las niñas (indias y no indias) se convertían en esposas mucho antes de tiempo. El fotógrafo, encarnado por Alfredo Castro (excelente actor), se empeña en encontrar esa belleza que guarda la violencia y se encuentra con sus propias obsesiones.