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Actualizado: 04 ene 2021 / 21:54 h.
  • César Manrique: El artista del viento

Lanzarote inspiró al genial autor por medio de las fuerzas desencadenadas de la naturaleza que la levantaron sobre las aguas: tierra, viento y fuego. Investigó sobre esos elementos primordiales, después viajó y se preparó fuera de España para comprenderlas mejor y para participar de las vanguardias que cambiaban el mundo del arte. Regresó para pagar su tributo. Gracias a Manrique, la isla canaria es conocida en el mundo, su medio ambiente no se ha prostituido del todo y permanecen felizmente las obras que convierten el lugar en experimento excepcional.

Cesar Manrique nació en 1919 en un barrio de la capital isleña, Arrecife y pasó su infancia bajo la influencia del mar, la arena y el viento de Lanzarote. Pasó por la universidad de La Laguna, intentando, al menos, el estudio de una arquitectura convencional que desbordaría con su talento. No terminó la carrera y recaló en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, donde se graduó como profesor de arte y de pintura. Pero el revulsivo para su definición como artista global llegó en Nueva York en los años sesenta, allí entró en contacto con la vanguardia internacional y comenzó a sentir una nostalgia de la isla que no le abandonaría nunca. En la ciudad de los rascacielos presintió a los hombres como ratas, desbordados por la desmesura urbana y decidió regresar a Lanzarote para hacer de la isla uno de los lugares más hermosos del planeta. Ya lo era sin que nadie lo supiera, pero ese «hacerla» implicaba la intervención artística, la divulgación, la conservación a toda costa de unos espacios naturales en un momento en el que las olas de cemento comenzaban a asfixiar las costas españolas. Con la complicidad del presidente del Cabildo y de la sociedad civil, la isla inició una época de intervenciones respetuosas con el entorno y conectadas con la identidad rural tradicional, símbolo-fruto de esta conciencia ética es una de sus primeras obras, «Fecundidad», también conocida como «Monumento al campesino», una escultura cubista hecha con materiales reciclados, concretamente tanques de agua de viejos barcos de pesca, que componen una obra articulada y accesible, situada en un centro simbólico de la isla –ónfalo- que actúa como hito y como mirador junto a una casa-museo. La obra es un homenaje a las duras condiciones de los labriegos sometidos a la escasez y las calamidades.

César Manrique: El artista del viento

La adaptación de «hecho artístico» y «hábitat humano» al medio natural es la piedra angular sobre la que descansa la obra entera del artista conejero. El paradigma es su propia casa, incrustada en las burbujas volcánicas del malpaís que se convierten bajo su hechizo en estancias abiertas al cielo, habitadas por las plantas y los pájaros, recorridas por el agua que actúa como espejo sobre un lecho blanco que contrasta la aridez de la roca, reminiscencia de los primeros habitáculos de los majos que resistieron en la isla hasta la llegada de los europeos. Cada pieza se adapta a la orografía extrema, aprovechando el picón de la lava, proyectando las vistas de las coladas –ese horizonte- dentro de las estancias, levantando los muros al estilo de las viviendas tradicionales en una investigación etnográfica que fue decisiva para la conservación de los paisajes rurales que han podido resistir –casi- ante paroxismo de especuladores y corruptos de dos periodos «liberalistas»: el desarrollismo de los setenta y la cleptocracia de la burbuja, que aún sembró de despropósitos el lugar y de dinero sucio los bolsillos de políticos y promotores. La generosidad del artista legó esa residencia a las generaciones futuras como ejemplo de un mundo nuevo y gracias a eso podemos contemplar hoy admirados, en esos espacios telúricos, su colección privada de artistas contemporáneos, Picasso, Miró, Chillida, Millares, Klee...

Muestra de adaptación al medio son dos de sus proyectos emblemáticos, el «Mirador del Río», sobre el estrecho de la Graciosa y el restaurante «El diablo», construido en las Montañas del Fuego, encima de la tierra caliente del Parque Nacional de Timanfaya. Ambos son edificios acristalados, agazapados en los materiales que los sustentan, escondidos, y donde la sorpresa está significada por unos interiores uterinos que los convierten en particulares trampolines sobre la línea del horizonte. Los dos están poblados por lámparas-escultura, por piezas estáticas cuyo pretexto es la modificación de los espacios acústicos, como las espectaculares estructuras metálicas que llenan el espacio de las salas del «Mirador». Para el restaurante, Manrique y sus colaboradores diseñaron un horno asador o vulcan-grill, que aprovecha la energía geotérmica, así como pergeñaron también la ruta de los volcanes, sendos ejemplos ambos de sostenibilidad.

Pero quizá sean los móviles los trabajos más celebrados de César Manrique porque se encuentran en los cruces de caminos señalándolos, porque flirtean con el viento y con los colores. El arte cinético fue uno de los regalos de las décadas de los sesenta y los setenta del siglo XX. Heredero del op art de las vanguardias, su apogeo fue efímero y Lanzarote es uno de los escasos lugares del mundo constituido en permanente museo al aire libre donde esas estructuras -herederas de las veletas y de los molinos- miden la brisa y el tiempo. Son conocidos como «Juguetes del viento». La mayor parte de ellos se ejecutó cuando ya había desaparecido el artista, siguiendo sus bocetos y diseños. Fueron encargados por el Cabildo y moldeados en los mismos talleres a los que Manrique encargara sus primeras piezas. Lo que los hace diferentes a otras estructuras móviles son los meditados efectos de torsión en el ejercicio de movimientos rotatorios opuestos y en la utilización del color –de los colores- para potenciar la vibración y el engaño óptico. Destaca la oscilación pendular y el color de caldera de la «Veleta de Arrieta» (1992), el movimiento de las «esferas de Febo» (1994), situado en la rotonda de Tahiche, o los que balizan los accesos a la propia Fundación Cesar Manrique en Taro de Tahiche.

César Manrique: El artista del viento

Los Jameos del agua son el paradigma del sentido y de la lógica manriqueña. Un sitio especial, único, un centro cultural y artístico moldeado en la cavidad de un gigantesco tubo volcánico que se ilumina y que respira por tres aberturas a cielo abierto o jameos. Allí se encuentra el espíritu de Cesar Manrique, que no se limitó a la pintura y la escultura, sino que se magnificó en el diseño interiorista y en el muralismo. Uno de los espacios alberga una piscina al aire libre rodeada de plantas tropicales, blanqueada y apartada del mundo en su cavidad subterránea; está la célebre cueva inundada con agua marina donde vive una especie endémica de cangrejos ciegos y albinos; está el monumental auditorio con capacidad para seiscientas personas integrado en la roca viva. El jameo chico alberga un restaurante. La intervención conserva como pocas el espíritu psicodélico y futurista de los años sesenta pero trasciende en la acertada combinación entre la luz y la sombra que pone la naturaleza, en la integración de los elementos muebles diseñados expresamente para ese lugar, sobre todo faroles y fanales, en las diferentes perspectivas conseguidas y lo equilibrado de sus volúmenes. Los jameos representan el lugar en el que el hombre colabora con la naturaleza para superarse y superarla, en vez de destruirla y destruirse. Es la enseñanza de un artista único y el tesoro de una isla mágica e inagotable.

El resto de la obra de César Manrique está desperdigado por regiones periféricas, en Ceuta y en las otras islas del archipiélago, sus visiones se pueden calificar como urbanistas. Se echa a faltar una gran exposición que reivindique la vida y la obra del genio cuando se acerca el centenario de su nacimiento, una muestra que difunda su mensaje y divulgue una obra pictórica y proyectista injustamente ausente en las grandes instituciones nacionales. Es una deuda que la sociedad y la isla –que todos- tenemos con él.