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Actualizado: 15 oct 2021 / 11:09 h.
  • Débora Martínez y Eduardo Martínez, en ‘Fantasía galaica’. / Javier del Real
    Débora Martínez y Eduardo Martínez, en ‘Fantasía galaica’. / Javier del Real

Como motivo del Centenario del nacimiento de Antonio Ruiz Soler (1921-1996), gran artista y coreógrafo sevillano que marcó la historia de la danza española, el Ballet Nacional de España ha creado un espectáculo original que le rinde homenaje. Antonio ‘el bailarín’, como es conocido popularmente, abarcó todos los géneros nacionales, y los dotó de un estilo personal que no seguía los postulados convencionales. Su talento lo llevó a tierras lejanas, donde repartió su arte y, con él, fragmentos de la España que lo vio crecer.

El espectáculo del BNE es un despliegue de la versatilidad de Antonio, con un respeto infinito hacia su legado. Apuesta por un repertorio diverso que recoge todos los registros de la danza española. Ante el público, se van alternando secuencias de ballet con momentos de flamenco estilizado, boleros, zapateado y coreografías libres, inspiradas en la tradición, pero trascendiendo lo folclórico y esmerándose por hilar historias.

La compañía comienza con las «Sonatas», compuestas por el Padre Antonio Soler, de escenografía palaciega y con un lenguaje rico técnicamente. Se recrea la corte de Madrid como si de un cuadro se tratase, con personajes como la infanta de Margarita de Austria y el maestro de ceremonias, que hacía la unión entre todas las sonatas. El vestuario del siglo XVIII ensalza la elegancia que ya está presente en el baile, y las castañuelas acentúan la soltura y la gracia de los intérpretes.

«Vito de Gracia», coreografiada por Antonio y Rosario, su pareja durante veintidós años, es una secuencia de energía desenfrenada. Las figuras van escalando, engrandeciéndose, construyéndose a sí mismas. Estampas flamencas es un espectáculo con capas, que tan pronto se extiende a través de una bailaora vestida de blanco con una cola como la espuma, como se torna ritualístico. El martilleo de un yunque marcando el compás y la unidad del cuerpo de baile masculino forja momentos impactantes. Las figuras, firmes en sus zancadas, dan libertad a los brazos para elevarse con un misticismo que convierte el flamenco en una experiencia trascendental. Después, las mujeres se unen y hacen sus caracoles clásicos con colas largas, mantos y castañuelas, tal como se hubiese escenificado en la época.

Ecos de la vida española o el homenaje a un sevillano
Esther Jurado en Leyenda ‘Asturias’. / Javier del Real

«Asturias», la composición inmortal de Albéniz, cobra vida a través de la bailarina Esther Jurado. La coreografía comienza con una apertura minimalista: silueta negra sobre fondo azul celeste. Con bata de cola brillante, se inclina y queda en suspensión en posturas de balance. Por momentos, se eleva como una mantis religiosa en la noche.

El «Zapateado», con música de Sarasate, es una secuencia de carácter desenfadado que comunica distintas actitudes, como el anticipo y la templanza. Los temblores de las piernas del bailarín están cargados de poderío. Con su taconeo, dibuja su propio mundo en un escenario que se ha quedado desnudo, oscurecido, para que él lo ilumine.

Ecos de la vida española o el homenaje a un sevillano
Componentes del Ballet Nacional de España en ‘Fantasía galaica’. / Javier del Real

Otro instante clave es el paso a dos de «La Fantasía Galaica», una joya del año 56 que sigue impactando. Es una obra sin argumento excepto por este momento de unión, inspirado en la leyenda de la Santa Compaña, en el que una pareja se conoce, complementando su baile con conchas de Santiago que entrechocan con dulzura. Hacia el final, la danza se torna apremiante, alegre, y permanece entre nosotros ese último aliento de juventud que es un canto a la vida.

La escenografía es impecable, con una iluminación que actúa como base para que los bailes germinen de la fuerza de sus colores. Predominan el rojo y el negro, una combinación que aparece en distintas texturas, nudos que se entretejen, ataduras, alternándose con cielos de amanecer, tarde y crepúsculo. Las columnas palaciegas del primer acto desaparecen para ser sustituidas por el bosque gallego, representado por enredaderas que trepan suspendidas en la nada. La variedad del vestuario nos transporta a multitud de épocas y lugares, como las figuras encapuchadas que actúan como testigos de la picardía de los saltos staccato del elenco, las criaturas con antorchas y los trajes tradicionales con sombrero de paja y delantal que nos remontan a las comunidades agrícolas del norte.

El repertorio que nace de la maestría de Antonio y crece con la dirección de Rubén Olmo. Invita a soñar en conjunto a medida que revivimos un pasado eterno. Se perciben los ecos de la vida española, resuelta y social, organizada en torno a las plazas. Su esencia, de una fuerza incontenible, se desata por momentos. Es un placer ser testigos de la destreza de los bailarines del BNE, que se han entregado a una preparación exhaustiva y van recogiendo los frutos de su trabajo con cada movimiento certero.