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Actualizado: 04 ago 2022 / 17:27 h.
  • «El corazón de las tinieblas»: Retorcer el corazón del mundo

A veces nos encontramos con libros que cuentan muy poca cosa. O que lo parece sin ser verdad. Y, casi siempre, nos deja un regusto amargo la lectura de una obra de esas características. No sé si este mal gusto tiene que ver con el precio de los libros (en la sociedad actual tendemos a rentabilizar todo desembolso) o si lo que sucede es que el lector siempre espera que le cuenten mucho creyendo que tendrá que entender mucho, también. El caso es que algunos libros cuentan poquita cosa. Además de eso, no sabemos bien lo que cuentan. No nos enteramos.

Una de esas obras es «El corazón de las tinieblas» de J. Conrad. Se narra un viaje. Un viaje que no es al infierno como tantas veces he oído decir. Ese trayecto hasta el infierno lo sería si estuviera salpicado de peligros y la progresión en la tensión narrativa tendría que ir de menos a más. El viaje a través del río es lento y mantiene una línea continua de principio a fin. (Se trata del río Congo aunque su nombre no aparece. Casi ningún nombre aparece. Ni de lugares ni de personas). Todo en ese viaje es lento. La desintegración (quizás sea el final de la ruta) aparece poco a poco. Y lo hace desde una rutina apática y perezosa.

Lo cuenta Marlow (un primer narrador desaparece muy pronto y le da paso). Hace entrada en el relato comparando hombres con hombres, tiempos con tiempos. Iguala mil novecientos años con un breve momento. Ni tiempo ni escenario modifica las actitudes del ser humano, todo se repite. Quizás por eso el viaje hacia la degradación es lento, quizás es volver a vivir lo ya vivido.

Testigo silencioso de todo lo que pasa es la selva. El escenario adquiere una importancia que al lector no puede parecerle poca cosa. Silencio y misterio. Se dispara o se lanzan flechas sin saber de dónde vienen sin saber qué es lo que se quiere destruir.

En contraposición a este silencio, nos presentan a Kurtz desde su voz. Parece que puede reducirse a eso, a su voz. Cuando todos los personajes que van apareciendo tienen un discurso fragmentario (algunas conversaciones se presentan mutiladas por la falta de audición del testigo), Kurtz es presentado como una voz, como alguien que dice lo que nadie es capaz de decir. Lo más curioso es que, llegado el momento de conocer al personaje, no podemos oír casi nada de lo que dice. «El horror, el horror...» es la frase más famosa de la novela (gracias al cine y no a la propia narración) y dice más bien poco. Críptica. Nos obliga a especular sobre su verdadero sentido y significado.

En este asunto tiene que ver (siempre es así) el narrador. Porque durante el relato todo parece quedar dicho a medias. Por ejemplo, nos dice que Kurtz asume las costumbres indígenas, nos lo muestra durante la celebración de un rito que nos puede llevar a pensar en excesos, pero ahí deja la cosa. Y es que el narrador elige meticulosamente lo que quiere decir. Tiene una intención muy concreta que si el lector no detecta se puede perder en lecturas vagas o estériles. ¿Cuál es esa intención?

Vayamos por partes.

Marlow afirma detestar la mentira y, sin embargo, miente. Elimina una nota de Kurtz que este incluyó en un informe y que podría poner en entredicho lo que Maslow cree que es Kurtz, lo que representa. Y engaña a la prometida de Kurtz cuando esta le pregunta sobre sus últimas palabras. Por tanto, una lectura correcta de la novela exige que estemos muy atentos a estas afirmaciones y las contradicciones que se detectan en la voz narrativa.

Como me estoy extendiendo más de lo que quisiera, hago un inciso. Desde un punto de vista descriptivo, la novela presenta un aspecto muy interesante. Todo aparece aunque no se dice qué es. Los palitos que caen en el barco se convierten en flechas un poco después. La narración se va llenando así. A esto se le llama «descodificación demorada».

Conrad creó con Maslow una voz que entiende la necesidad de omitir al narrar, pero (esto es muy importante) no para jugar una mala pasada al lector. No. Lo hace para generar símbolos. Quiere que Kurtz se convierta en un mito, lo quiere mostrar así porque así le ve y la única forma de llegar al mito es a través de un mundo simbólico. Sin lo trascendente del personaje, eso que en literatura suele quedar solo en esencia por debajo del texto, no hay símbolo y, por tanto, no hay mito.

Esa es la intención de Maslow. Y no otra. Para ello evita cualquier obstáculo que lleve a una idea distinta.

Volvamos a la mentira de Maslow. Frente a la prometida de Kurtz dice que este dijo antes de morir su nombre (el de la dama) cuando en realidad dijo «El horror, el horror...». ¿Por qué alguien que se interesa por asuntos serios y profundos utiliza una fórmula tan gastada y superficial, un estereotipo, para contestar esa pregunta? Llegamos al cogollo de la novela. Maslow dice «la vida es una bufonada (...) lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo (...) la vida es un enigma mayor de lo que la mayoría de nosotros cree». Afirma, también, que Kurtz es un ser fuera de normal porque tiene cosas que decir sobre el mundo.

En resumen, no hay que saber nada de este mundo. Es un misterio. Nos tenemos que conformar con conocernos levemente (por eso opta por una frase así al contestar a la prometida). Nihilismo puro. Sin embargo, Kurtz si sabe, ha pasado la frontera y eso le hace inmenso. El ser humano puede retorcer el corazón al mundo para conocer tal y como hizo Kurtz con la selva. Esta es la luz de la novela. La obra no es tan oscura como se afirma tantas veces. La luz está y está para que sepamos, y está porque el hombre necesita de ella. La luz es el corazón de las tinieblas. A pesar de ese párrafo del primer narrador (el que desaparece) en el que se viene a decir que un paseo es suficiente para conocer un continente entero porque todo es lo mismo y se reduce a nada, a pesar de tanto nihilismo, nos dejó el todo. La luz que alumbra las tinieblas.