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Actualizado: 26 may 2020 / 10:08 h.
  • El extraño caso del hombre que, en vez de morir, se multiplicaba

El 6 de enero de 1854, nació en el Condado de Yorkshire, William Sherlock Scott Holmes, más conocido como Sherlock Holmes, sin que haya ninguna constancia de su muerte. No fue, sin embargo, hasta 1887, con la publicación de «Estudio en Escarlata» en el ‘Beeton’s Christmas Annual’, cuando su creador, Arthur Conan Doyle, lo dio a conocer al mundo. Poco podía imaginar, seguramente, el enorme éxito que llegaría a tener entre el público. Tanto, que seis años, dos novelas, y otros tantos libros de relatos después, viendo cómo su vida había sido totalmente absorbida por el personaje, decidió, con premeditación total, alevosía, y anuncio público (una carta a su madre manifestándole sus intenciones cuenta sin duda como tal), librarse de él de manera definitiva. En defensa propia, alega. Así, en 1894 apareció «Memorias de Sherlock Holmes», cuyo último relato («El Problema Final»), acaba trágicamente con el más famoso detective de todos los tiempos, cayendo al abismo en las Cataratas de Reichenbach, abrazado a aquel que lo odiaba más que Conan Doyle mismo: su archienemigo, el Profesor Moriarty, «el más peligroso de los criminales», dotado de una inteligencia y la astucia similares, si bien destinados a fines contrarios a los de este. Ambos, juntos, simbolizan la eterna lucha del bien y del mal. Las dos caras. Y su perdición común, quizá un aviso. Tantas eran las ganas que tenía Arthur Conan Doyle de no volver a escribir una sola línea sobre ambos, que no hubo ni entierro. Los cuerpos habían caído en «lo más hondo del espantoso caldero de agua». En donde «cualquier tentativa que se hiciese por recuperar a los cadáveres, estaba destinada a un fracaso irremediable». Quizá, si se hubiera molestado en localizarlo, en certificar su muerte, hubiese podido evitar lo que sucedió después. O quizá no.

El extraño caso del hombre que, en vez de morir, se multiplicaba
Sir Arthur Conan Doyle.

Porque, de todas las frases que Sir Arthur Conan Doyle puso en boca de su más que célebre personaje, hay una que aparece, sistemáticamente, en todas las recopilaciones, convertida en axioma. Para bien o para mal: «Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad». Una frase de la que, sin duda, el autor estaría especialmente orgulloso, pero que, al tiempo, se convirtió en lo que lo amarró para siempre a su creación más conocida. Porque, por supuesto, lo que era imposible era que Holmes hubiese muerto. O que el público victoriano, acostumbrado a las entregas en la revista Strand, lo aceptase de buen grado.

La presión, y los insultos provocados por el «asesinato» cometido, junto a –todo hay que decirlo- sus apuros económicos, derivados de su entrega cada vez más intensiva, al estudio del ocultismo -actividad sin duda apasionante, pero poco lucrativa-, hicieron que, tras un paréntesis de casi ocho años, apareciese una nueva novela de Sherlock Holmes: «El sabueso de los Baskerville». Publicada por entregas entre 1901 y 1902, tranquilizó durante un tiempo a los lectores (y a los editores), pero no fue suficiente. Además, la historia se sitúa antes de la fatídica caída de Holmes catarata abajo, por lo que seguía sin solucionar el problema: querían a Holmes vivo. Ni siquiera con los relatos y novelas, escritos por otros autores (los que se conocen como «pastiches» o «apócrifos», frente a los escritos por Conan Doyle, que componen lo que se conoce como «Canon»), que ya empezaban a aparecer, bastaba. No está claro si por resignación, por la rentabilidad, o si el descanso esos años sirvió para volver a tener ganas de nuevos casos, el hecho es que, en 1903, para alegría y gozo de sus muchos seguidores, Holmes reaparece de entre los muertos. «La casa deshabitada» es el primero de los relatos de esta nueva etapa, que se extenderá ya hasta 1927, con un Holmes retirado en el campo, dedicándose a la apicultura, de la que es posible que haya conseguido extraer la jalea real que, para buena parte de los sherlockianos, es lo que le da la fórmula de la eterna juventud. El autor, desde luego, aprendió la lección, y no volvió a matarle. Lo que, por otro lado, hubiera sido imposible, ya que su creación escapó completamente de sus manos. Incluso en vida del propio Conan Doyle, aparecieron nuevos relatos y obras de teatro protagonizadas por Sherlock, escritas por otros autores. Y, una vez vencidos los derechos de autor, es sencillamente imposible cuantificar el número de pastiches protagonizados o inspirados por el personaje. Relatos, novelas, películas (José Luis Garci, sin ir más lejos, lo ha traído hace unos años a Madrid), biografías, reconstrucciones de su vida a través de quienes lo conocieron, videojuegos, series de televisión, sociedades que se reúnen para recrear nuevos casos.... Nada parece haber escapado a su influjo. Cada vez mayor. Quizá porque, en estos tiempos, tan bien definidos por Luis Rojas Marcos, como «nuestra incierta vida normal», necesitamos creer que la verdad acabará resplandeciendo, el mal desenmascarado, y la justicia resplandeciendo.

Va a ser que no somos tan distintos de los victorianos. Elemental.