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Actualizado: 16 jul 2021 / 11:41 h.
  • El orden soñado o la aventura de escribir

Con mucha frecuencia me preguntan sobre lo que me llevó a escribir, sobre lo que impide que no lo deje a pesar de todo; alguno quiere saber qué gano con eso de sentarme cada día frente a un montón de papeles llenos de frases a medio acabar, de tachaduras; frente a docenas de libros con docenas de anotaciones en los márgenes. Procuro contestar utilizando algún tópico, alguna frase escuchada en las tabernas que frecuentan los escritores, palabras huecas, sentencias muy útiles para salir del paso cuando el que pregunta se convierte en un estorbo o, ni siquiera, sabes de quién se trata. Nunca he creído que le pudiera interesar a nadie a no ser que luego se dedicara a repetir lo oído como cosa propia.

Contestar honestamente, sospechando de todo, cuando arriesgas parte de tu intimidad, es tarea difícil. En los costados de la verdad suelen reposar secretos que si dejan de serlo dinamitan las raíces. Las que sólo encuentra su dueño. Para eso existe lo oculto, para cimentar una apariencia similar a la del día anterior.

Una vez más la poesía obliga a dar un paso adelante. Siempre es causa por la que decidir un algo para poder decir. Un verso de Juan Van-Halen. «Sin sufrimiento nunca las palabras nos salvan». Esto lo saben bien los escritores. Dejamos mucho detrás sin poder echar un vistazo que refuerce un recuerdo ya vano. Sabemos que los que disfrutan escribiendo es porque no aciertan, porque aún no saben lo que es escribir creando una forma de arte esquivo. La escritura proporciona el dudoso placer de pensarse, de orear miserias disfrazadas aunque con el perfil cruel del que no quiere olvidarlas, del que quiere saberse. Qué hacer con lo que tenemos pegado a una experiencia que no se puede explicar por sí misma. No tener respuesta es suficiente para abrir los ojos durante una madrugada cualquiera. Lo único necesario para que la pluma se convierta en herramienta que recrea un mundo en otro. Corregir lo que no gusta del entorno. Entender, corregir, poder ser lo que quisimos alguna vez. Cruzando un espacio árido e incómodo.

Escribir para ser leído es poca cosa. Si es para entretenerse roza la estupidez. La fama, el dinero o un hueco en el futuro común, están en otro lugar. Lo amable se desliza hacia los lados, donde un novelista o un poeta nunca llega. Es la necesidad lo que convierte la escritura en lugar imprescindible para el escritor. Necesidad de contarse, de contar a otros, un mundo que bien podría sustituir parte de su historia o un invento que hizo avanzar a toda la humanidad, pero que no puede dejar de buscar salidas en un relato universal. El sentido de todo se encuentra en palabras que no salvan si no se acompañan de sufrimientos, de ignorancia que debemos ir puliendo, de un tiempo irreal que sólo soportamos cuando nos señalan un sendero que se puede caminar. Necesitamos saber quienes somos, qué podemos llegar a ser. El relato reinventa una vida. La de todos. Vivos y muertos. Dioses y hombres.

Eso es lo que me hace escribir. El orden soñado antes de mirar cómo un papel de vidrio se cubría de mercurio por primera vez. Allí estaba, sigo estando, sin poderme reconocer. Y supe que ya no había posibilidad alguna que me permitiera enmendar una mirada fija en el alambre fino y tortuoso por el que tocaba caminar, en aquel espejo de papel.