El arranque de «Granujas de medio pelo» («Small Time Crooks», 2000) es, posiblemente, uno de los diez más divertidos y sólidos de la historia del cine. Allen tira de una acumulación de gags disparatados e hilarantes y lo hace con gracia, con fortuna al saber ir engarzándolos para dar empaque al conjunto. Y eso no es poco. Si bien es cierto que de la mitad de la cinta en adelante el ritmo decae y las expectativas se van difuminando, la primera parte justifica ver la película. Además, que el ritmo sea menor, o que el trabajo se dirija hacia otros objetivos, no significa que convierta esa parte en un tostón. En absoluto. Por ejemplo, la estética hortera y paleta que podemos contemplar en el último tramo de la cinta es tan abrumador que sería pecado perdérselo. El contraste de brillos frente a los grises es arrebatador.
La cultura del éxito (aislada y como único fin posible para el ser humano) es el objetivo de Woody Allen. Dicho de otra forma, el realizador se lanza sin dudas contra esa forma de vida en la que los ricos más snob colocan las piezas de modo que el mundo se convierte en la confitería universal; todo azúcar, todo meloso, todo gelatinoso. El mundo que dibuja Allen es propiedad de los idiotas (un snob es, ni más ni menos, un idiota disfrazado de snob). Por su parte, los menos cultos, los más pegados a un mundo difícil y hostil, están condenados a quedarse pegados a esa zona. Sin remedio y sin premio. Y si enseñan la patita, ya hay alguien que se la quiebra.
«Granujas de medio pelo» no aborda los temas más recurrentes del cine del realizador norteamericano. Solo trata de hacer una buena comedia, lo consigue, y se acabó. El tema que se ventila es el que es y no vale la pena buscar en las profundidades puesto que no hay nada que rascar. El guion es muy divertido, algunas frases son maravillosas, y los giros argumentales son inesperados y potentes a más no poder.