Facebook Twitter WhatsApp Linkedin Copiar la URL
Enlace copiado
Actualizado: 15 ene 2021 / 10:08 h.
  • Jonas Kaufmann y Helmut Deutsch al piano. / Javier del Real
    Jonas Kaufmann y Helmut Deutsch al piano. / Javier del Real

Nunca he dicho en público lo que voy a decir. Me parece que se puede malinterpretar. Pero después de escuchar a un cantante como Jonas Kaufmann pedir al público (con cortesía y exquisita educación) que no aplaudiese al finalizar cada pieza, pensé que, tal vez, había que empezar a plantearse algunas cosas.

Cuándo, por ejemplo, Mozart escribía música, lo hacía (con toda seguridad) pensando en un buen número de ocasiones en que la gente bailaría sus piezas, reiría en sus óperas y que disfrutarían todo lo posible. En esa época era normal que alguien comentase desde las butacas lo que le venía en gana viendo una ópera y nadie se planteaba, ni por asomo, eso de ponerse un traje de chaqueta, sentarse como si fuera una estatua de mármol y no mover un músculo durante hora y media. Ya sé que las formas actuales han cambiado, que las normas son las que son y que tienen cierta lógica. Pero pedir a alguien que no aplauda, o mirar con cara de pocos amigos al que lo hace por desconocer unas normas tácitas (los espectadores que creen ser extra educados y conocedores del asunto lo hacen sin entender que se convierten en maleducados), me parece que debe hacernos reflexionar. La concentración de los artistas debe estar más allá de una ovación espontánea y la buena educación o el respeto no tiene mucho que ver con esos aplausos. Otra cosa sería que alguien se pusiera a dar palmas en mitad de un movimiento o un aria. No es el caso. Dicho esto, soy de los que me pongo muy serio, no muevo un músculo y aplaudo cuando debo hacerlo.

Una de las placas de hielo que inundan Madrid, se coló ayer en el Teatro Real. Si quieren saber si Jonas Kaufmann es un tenor excelente, ya les digo yo que lo es. Si quieren saber si está sobrado de técnica, ya les digo yo que lo está. Si les digo que tiene un timbre de voz delicioso, por favor, créanme. Que la voz de Kaufmann nace con poderío y robustez, controlada en los agudos y sedosa en los graves, es una realidad. Pero todo esto es tan cierto como que es un cantante frío, distante (le tuve a no más de veinte metros y sentí su voz como si estuviera a un millón de años luz). Por otra parte, el repertorio era absolutamente coherente aunque tanto como monótono y fuente de nostalgias, melancolías y enormes depresiones por amores descontrolados, posibles e imposibles. ¿Fue aburrido el recital? Rotundamente, no. El que escribe podría estar escuchando a Kaufmann un día entero. De hecho, alguna vez lo hago. Y ese es el problema porque tanta frialdad te lleva a pensar que escuchar uno de sus discos te produce las mismas buenas sensaciones. Cantar muy bien sin conectar del todo termina siendo un problema de los grandes.

Acompañaba al tenor el pianista Helmut Deutsch. Delicado, pendiente de lo que iba haciendo el cantante, muy preciso. Conoce bien las partituras de ese repertorio y eso provoca que interprete desplegando un abanico de emociones muy poderoso.

Con «Ich bin der Welt abhanden gekommen» de Gustav Mahler cerraba el concierto (hubo propina abundante) y, posiblemente, fue la pieza con la que más se dejó arrastrar Kaufmann. Sonó, preciosa. Todo lo de Franz Schubert («Der Musensohn, D 764», «Die Forelle, D 550», «Der Jüngling an der Quelle, D 300» y «Wandrers Nachtlied II, D 768») destacó en un recital que acumuló compositores y piezas de un valor imposible de medir. Excelente música, una voz trabajada y de gran solidez, y amores y penas a espuertas.

La noche de Madrid nos esperaba al salir. Y las placas de hielo que siguen estando en el mismo lugar que el primer día. Kaufmann, supongo, se quedó en el camerino.