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Actualizado: 21 ago 2022 / 11:17 h.
  • La mancha en la nieve

El campo se veía blanco. Y las motas oscuras se fueron convirtiendo en lo que eran según avanzaba por la carretera. Un punto pequeño resultó ser un montón de heno, un árbol sin hojas o algún automóvil abandonado tras el accidente. Sólo uno de ellos se convirtió en una persona que caminaba con la nieve hasta las rodillas. El termómetro marcaba cinco grados bajo cero. Y el hombre caminando. Una mancha que iba rayando el blanco hasta que se ha convertido en un hombre caminando.

Escuchaba «Salt Peanuts» de Dizzy Gillespie acompañado por Charlie Parker. Una grabación de mil novecientos cuarenta y cinco. Nieve, niebla, después las nubes, más nieve. Sólo ese hombre caminando, dejando el rastro de cada esfuerzo.

Llegé pronto y pude aprovechar el tiempo para leer mientras tomaba un café. Estaba con la segunda novela de la trilogía “Claus y Lucas”. El narrador de esa novela presenta algunos problemas técnicos y el tiempo narrativo está confundido. No el tempo. Y perdonando esas pequeñas cosas me sigue fascinando la forma de ver el mundo de la autora. Eso sí, si la primera es dura esta lo es tanto o más.

No acostumbro a leer en lugares públicos. Tiendo a levantar la vista más veces de las que quisiera. Sin embargo, esa vez no sucedió. No llegué tarde a la reunión de milagro.

Me pregunto por qué algunos escritores insistimos en mostrar la cara menos simpática del mundo en nuestras novelas. Quizás, como dice Agota Kristof, es que nos parecemos mucho a nuestra escritura seca, negativa, desesperanzada. Quizás sabemos que lo poco que queda por contar es lo que no se ve o no se quiere destapar. Quizás es un homenaje a la tragedia que nos hubiera gustado vivir en vez de una vida alegre que no nos deja ser héroes. Quizás vivimos dos mundos paralelos. En uno somos capaces de movernos como cualquier persona. En otro miramos extrañados los pequeños detalles que dibujan una vida llena de fracaso y soledad, cruel e imposible. Quizás sabemos que la vida es el gran fracaso de un Dios que tiró la toalla poco después de montar el tablero de juego. O, si no existe Dios, del ser humano. Sin más. Quizás lo que sucede es que tenemos los pies en el suelo y no queremos adornar un árbol decorado por el hambre, por la injusticia o por locos que se envuelven en chalecos cargados de explosivos para matar a un puñado de hombres y mujeres.

Kristof parece acabar cada frase con un aviso al lector. Esto es lo que hay, no haber empezado a leer. A mí me gusta hacer eso mismo.

El viaje de regreso fue mucho más largo. Tres horas y cuarenta minutos para ir. Tres horas y cuarenta minutos para volver. Pero fue mucho más largo. La nieve gris, la niebla más intensa. Y las manchas inmóviles mientras podían verse. Ya no había nadie que caminara con la nieve cubriéndole hasta las rodillas. El mismo mundo mirado por el mismo hombre más cansado que unas horas antes, por alguien que se hace preguntas que se contestan con un quizás.