Las tormentas, un frío repentino que aparece o desaparece en cuestión de horas, y amaneceres soleados que se tornan en tardes grises teñidas de melancolía, hacen que la ciudad se convierta en una desconocida que sorprende con cada gesto. Es la primavera que a unos les cubre de astenia, a otros de fogosidad y no a pocos de sensaciones extrañas que les llevan de un lugar a otro sin que sepan qué les ocurre. Es la primavera que, como bien dice el refranero cañí, la sangre altera. Para lo bueno y para lo malo.
«Las bodas de Figaro», ópera compuesta por Wolfgang A. Mozart, se ha estrenado en el Teatro Real de Madrid. Ensoñaciones palaciegas afectadas por una sensualidad que cubre hasta el último de los compases de la partitura, una música enorme que llega hasta el que escucha como si se tratase de un misil que al estallar llena el espacio de notas que parecen querer quedarse para siempre, un libreto inteligente y divertido que dispara palabras ácidas a los cimientos de una sociedad enferma y decrépita (a la del siglo XVIII y a la actual, que nadie crea que las cosas han cambiado demasiado). La producción es de la Canada Opera Company que procede del Festival de Salzburgo. Y está siendo muy discutida hasta el punto de ser señalada como ‘insulto a la inteligencia’. El que escribe lo que cree es que es una producción producto de una lectura atrevida y exigente con el espectador. Solo eso.
Desde el comienzo, los símbolos se imponen en la caja escénica. Un Cupido que trata de imponer su propio orden en la trama, que intenta descolocar voluntades, que trata de mostrar las diferentes caras de la realidad, que es el alter ego del personaje Cherubino, deja unas manzanas a los pies de los diferentes personajes que ya están en el escenario. La manzana es para todos, desde que nos dijeron que Adán la compartió con Eva, símbolo del deseo y del pecado. Así arranca la cosa y es una clara exposición de intenciones, una clave de lecturas. Pero podemos ver, a lo largo de la representación, una escalera que es reflejo contrario a la que transitan los personajes, aunque es, en verdad, la misma cosa. Otra vez la realidad del derecho y del revés. El palacio decadente como toda la alta sociedad que se hunde entre esas paredes que representan el final de una forma de vida, es neutro, es solo un espacio en el que el amor, la pasión, esa ambigüedad que aporta la juventud de Cherubino, se puede convertir en el peor de tus enemigos o en un acicate imprescindible. En todo esto abunda la puesta en escena.