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Actualizado: 29 abr 2022 / 14:59 h.
  • Fotos Javier del Real
    Fotos Javier del Real

Las tormentas, un frío repentino que aparece o desaparece en cuestión de horas, y amaneceres soleados que se tornan en tardes grises teñidas de melancolía, hacen que la ciudad se convierta en una desconocida que sorprende con cada gesto. Es la primavera que a unos les cubre de astenia, a otros de fogosidad y no a pocos de sensaciones extrañas que les llevan de un lugar a otro sin que sepan qué les ocurre. Es la primavera que, como bien dice el refranero cañí, la sangre altera. Para lo bueno y para lo malo.

«Las bodas de Figaro», ópera compuesta por Wolfgang A. Mozart, se ha estrenado en el Teatro Real de Madrid. Ensoñaciones palaciegas afectadas por una sensualidad que cubre hasta el último de los compases de la partitura, una música enorme que llega hasta el que escucha como si se tratase de un misil que al estallar llena el espacio de notas que parecen querer quedarse para siempre, un libreto inteligente y divertido que dispara palabras ácidas a los cimientos de una sociedad enferma y decrépita (a la del siglo XVIII y a la actual, que nadie crea que las cosas han cambiado demasiado). La producción es de la Canada Opera Company que procede del Festival de Salzburgo. Y está siendo muy discutida hasta el punto de ser señalada como ‘insulto a la inteligencia’. El que escribe lo que cree es que es una producción producto de una lectura atrevida y exigente con el espectador. Solo eso.

Desde el comienzo, los símbolos se imponen en la caja escénica. Un Cupido que trata de imponer su propio orden en la trama, que intenta descolocar voluntades, que trata de mostrar las diferentes caras de la realidad, que es el alter ego del personaje Cherubino, deja unas manzanas a los pies de los diferentes personajes que ya están en el escenario. La manzana es para todos, desde que nos dijeron que Adán la compartió con Eva, símbolo del deseo y del pecado. Así arranca la cosa y es una clara exposición de intenciones, una clave de lecturas. Pero podemos ver, a lo largo de la representación, una escalera que es reflejo contrario a la que transitan los personajes, aunque es, en verdad, la misma cosa. Otra vez la realidad del derecho y del revés. El palacio decadente como toda la alta sociedad que se hunde entre esas paredes que representan el final de una forma de vida, es neutro, es solo un espacio en el que el amor, la pasión, esa ambigüedad que aporta la juventud de Cherubino, se puede convertir en el peor de tus enemigos o en un acicate imprescindible. En todo esto abunda la puesta en escena.

«Las bodas de Fígaro»: Del derecho y del revés

La Orquesta Titular del Teatro Real suena bien, suena a Mozart. El maestro Ivor Bolton maneja la batuta con precisión salvo en algunos momentos iniciales que parecen algo atropellados. El coro está correcto. Y entre las voces solistas encontramos de todo.

Elena Sancho Pereg (Susanna) canta con un timbre muy bonito y llena el escenario al desplegar un arco dramático solvente. Es una mujer con mucha gracia al moverse y resuelve la papeleta sin problemas. Pero su voz necesita consolidarse, ganar potencia para no quedar oculta entre las de sus compañeros. Sea como sea, es muy agradable escuchar cantar a esta mujer. Miren Urbieta-Vega (Condesa de Almaviva) está muy bien controlando los tránsitos y mostrando una técnica vocal más que desarrollada. Algo más sosa en la interpretación de su papel. Joan Martín-Royo (Conde de Almaviva) correcto en todos los aspectos. El Fígaro de Thomas Oliemans se quiebra por la voz pequeña del cantante. No trasmite los matices del personaje que tan importantes resultan. Maite Beaumont me gustó encarnando a Cherubino porque, sin ser nada del otro mundo, no comete errores y convierte lo que hace en algo atractivo y divertido. El resto del reparto correcto.

«Las bodas de Fígaro»: Del derecho y del revés

El amor es eso que nos da la vuelta como un calcetín; la pasión es eso que nos puede llegar a desintegrar poniéndonos a los pies de los caballos; y Mozart nos entregó una obra maestra en la que todo lo que provocan las pasiones más humanas se convierte en esencial para entender la condición humana. Y eso es con lo que se encuentran los espectadores que tienen el privilegio de poder disfrutar de esta ópera en el Teatro Real de Madrid.

Al salir, la ciudad se muestra terca y sigue dudando entre una cosa y otra. Parece un personaje más de «Las Bodas de Fígaro». Pienso que esa es la grandeza de los genios, que siempre pueden encajar la realidad, sea cuando sea y sea cual sea.