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Actualizado: 24 ago 2022 / 15:12 h.
  • Melilla

Llego a Melilla en un avión de hélice el seis de agosto por la mañana. Hay otra manera de arribar y es en un barco, pero en agosto están muy llenos. El aeropuerto está muy cerca de la casa de mis amigos en el barrio del Real. Me llama la atención que, bajo algunos eucaliptos, hay varias botellas de agua de cinco litros amontonadas, pregunto y es para que algún joven marroquí limpie el coche a demanda con el objeto de ganase la vida, son los jóvenes que se han quedado varados en Melilla después de cruzar la valla y están a la espera.

Me cambio de ropa, el calor es tan húmedo que se te moja la camisa, y después bajo por la calle Playa Chica hasta el paseo marítimo. Encuentro varias terrazas con mesas ocupadas a lo largo de la calle, en cada una hay algunos hombres tomando café. Son las doce del mediodía y cada vez hace más calor. Acostumbrada al trajín que cada verano se mueve en las costas mediterráneas, en Melilla no hay muchos paseantes a esta hora. El agua está turbia por el calor. Hay varias embarcaciones en el puerto. Dejó de ser un puerto activo ya que la frontera en las aguas territoriales con Marruecos no permiten la pesca. Hay una quietud agradable. Continúo caminando hacia la Fortaleza de la Ciudad Vieja, antes, me detengo para observar desde lejos el monte Gururú, el punto más elevado del cabo de Tres Forcas. En dicho monte hubo terribles combates entre tropas españolas y rifeñas a principio del s. XX. Ahora es refugio de inmigrantes, sobre todo subsaharianos, que aguardan el momento de saltar la valla para entrar en España.

Melilla es parte de España, pero está en el norte de África y nunca perteneció a Marruecos, cuya independencia como país se fraguó en 1956, después de cuarenta y cuatro años de gobierno francés y anteriormente había sido gobernado territorialmente por distintas dinastías.

Melilla

Olía a mar, ese olor que en los puertos se mezcla con el olor a gasolina, una mixtura difícil de describir. Veía que me acercaba a la ciudad vieja pero me daba pereza subir caminando con aquel calor. Un taxi me dejó en la explanada donde se construyó en el s. XVI, terminándose en el XIX, hay hasta cuatro murallas. No tan interesada por la arquitectura del lugar así como por los museos que la ocupan, anduve de un sitio a otro mirando siempre hacia el monte Gururú. En una de estas calles se fundó la primera sinagoga hebrea. En su lugar hay un antiguo restaurante convertido en vivienda muy modesta. Dos jóvenes mujeres estaban enfrente comentaban que la sinagoga había estado en la última planta del edificio que en su día fue el más rico de Melilla.

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Desde el promontorio se podían divisar las vallas que empezaron a construirse en 1998 bajo el gobierno de José María Aznar. Ahora ya hay tres vallas hay ahora bordeando el perímetro de toda la ciudad. También están cavando una fosa larga en la parte marroquí para poner más impedimentos a quien se atreva a saltar la valla. Melilla tiene algo más de 12 kilómetros cuadrados, la gente se siente encerrada, como si viviese en una isla. Hasta hace poco había cuatro fronteras. El pasado 24 de junio, 1.700 migrantes y refugiados se dirigieron, según El País, cargados de piedras y palos dispuestos a atravesar forzosamente un puesto fronterizo del Barrio Chino marroquí con el resultado de 23 muertos y decenas de heridos y un asunto bastante oscuro y lamentable, solo hay que ver los videos que se han difundido.

Decidí cruzar la única frontera abierta en mayo de este año, se cerro en marzo de 2020, como las otras, a causa de la pandemia. Llegué caminando desde El Real y me puse en la cola. Había algunas familias marroquís esperando y decenas de autos cargados, dicen que hay que esperar a veces hasta 10 horas. A pie es más rápido, en solo dos horas pude atravesar los puestos español y marroquí con la sorpresa de que solo había en ambos casos un funcionario para sellar el pasaporte. Era obligatorio atravesar largos pasillos a la intemperie con un sol de justicia. En la cola había niños y gente de edad avanzada. Los guardias de un lado y otro, serios, impasibles, hasta con cierto grado de prepotencia, pensé que para ejercer esa profesión hay que sentir cierto desdén hacia el género humano. Después de pasar por varios sistemas de tornos algo claustrofóbicos y gracias a la ayuda lingüística de un comerciante que iba con su familia a Nador, pude tomar un taxi bastante destartalado. El hombre negoció con el taxista y por 100 dirhams, unos 10 euros, me llevó hasta el Barrio Chino. Pude ver la valla y a empleados cavando la zanja que bordeará la triple muralla.

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El barrio, muy deprimido,estaba a los pies del Gurugú, de donde habían salido los emigrantes que allí se concentran esperando ocasiones oportunas para atravesar la frontera. Casas muy humildes, alguna cabra y ovejas sueltas, jóvenes sentados en las puertas de sus casas, y un sol muy hiriente. Doce kilómetros de recorrido y llegamos a Nador. El taxista me dejó en el Zoco, recordé el zoco de Fez, pero este era mucho más pequeño. Anduve viendo muchas camisetas y zapatillas de marcas, buscaba un sombrero pues el sol tan fuerte no se puede resistir. Me compré uno de fabricación china bastante barato, el sombrero no me favorecía nada pero me ayudaba a dar una vuelta cómodamente por la población. Las calles adyacentes estaban llenas de puestos de comida, sobre todo, fruta, había higos y uvas de aspecto muy apetitoso. Busqué el mar y bajé por una calle ancha hasta llegar a un hotel de lujo. Todo cambió, los uniformados empleados me miraron al entrar. No me detuvieron el paso, yo buscaba unos sanitarios limpios.

Subí de nuevo la calle buscando un restaurante donde poder tomar una cerveza con la comida, pero fue imposible. Encontré uno donde había una enorme vitrina de pescados frescos, lo cocinan al momento, pero hay que comerlo acompañado de cola o agua, no importa, estaba hambrienta y pedí una sabrosa lubina. Al rato de traerme el plato el camarero una mujer musulmana que estaba comiendo con otros dos comensales en otra mesa del comedor casi vacío, se levanta, alcanza una alfombra pequeña que había colocada sobre una trona de bebé, justo al lado de donde yo estaba, extiende la alfombra sonriéndome y dejando partículas de polvo al lado de mi plato, de repente se sienta y se pone a orar. Absolutamente enajenada, sentí que no era percibida y, de tanto en tanto, la miraba rezar, se levantaba, se volvía a echar arrodillada sobre la alfombra. Mi amiga melillense me dijo que algunas mujeres musulmanas son más radicales que los hombres, al parecer aquella presencia orante en la planta primera de un restaurante de pescados estaba recriminándome que una mujer sola anduviera en pantalones cortos.