Lars von Trier nos contaba en su espléndida película «Dogville» cómo su protagonista femenina llegaba a una población en la que se enfrentaría a lo peor del ser humano. Cada habitante, aparentemente normal y bondadoso, se transformaría en un monstruo que abusaría de la mujer y ella lo aceptaría casi sin rechistar, decidida a enfrentar la realidad tal y como es, buscando una expiación obligatoria en el ser humano aunque muy pocas veces asumida. El escenario casi teatral de «Dogville» se convierte en un protagonista más por su opresión, por su estructura hostil, por la incomprensión que se esconde en cada esquina. En «Un amor» de Sara Mesa, la historia que nos cuenta sucede en un territorio rural habitado por una serie de personajes que forman parte del mapa de la incomprensión, de la locura, de la mismísima maldad. Es el mapa de lo que somos y no queremos ver ni de lejos.
La novela de Sara Mesa está contada desde el filtro de un narrador no identificado que está pegado a la acción. Tanto es así que logra entrar y salir en las consciencias de los personajes sin límite alguno. A veces, está tan cerca que se puede confundir la realidad con esas consciencias. Esto provoca un efecto devastador en el lector: se puede aproximar tanto a la mirada del personaje principal que puede sentir como ella y se puede confundir como ella. Porque Nat (así se llama la mujer) llega a rozar la locura, es capaz de traspasar las líneas rojas que va encontrando en el camino sin tener en cuenta las consecuencias. Nat descubre que el lenguaje no es una herramienta que sirva para entender a los otros, o lo que pasa a su alrededor; ella traduce a duras penas piezas teatrales aunque no puede hacerlo de ninguna manera con lo que le rodea. A Nat se le derrumba el universo entero porque nada es como ella quisiera.
Nat es una mujer desesperada, perdida, incapaz de mantener una relación amable con la realidad. El resto de habitantes de La Escapa están igual de desubicados. El que no quiere huir de allí ya lo hizo de algún otro lugar, el que no está amargado intenta que el resto lo esté, el que tiene un comportamiento más convencional no deja de ser un entrometido y se acerca peligrosamente al estereotipo del vecino acusador si no es él quien se beneficia de lo que ocurre.