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Actualizado: 15 ene 2023 / 10:36 h.
  • Del invierno también sale poesía

Un domingo cualquiera como hoy, y del más feroz invierno que todavía no nos ha dado la cara por aquí, escribió Antonio Gamoneda, asturiano de nacimiento y leonés desde que empezó a ser poeta autodidacta hasta que consiguió el Cervantes en 2006: “Hoy es domingo y me parece / que la mañana no está únicamente sobre la tierra / sino que ha entrado suavemente en mi vida”. Si el invierno consigue tal proeza, con la complicidad de nuestra propia sensibilidad, es que del invierno también sale poesía. El poema en cuestión de Gamoneda se titula precisamente “Invierno”, y no es el único título ni contexto en el que se han escrito algunos de los mejores poemas de la literatura española de todos los tiempos. “La nieve cruje como pan caliente / y la luz es limpia como la mirada de algunos seres humanos, / y yo pienso en el pan y en las miradas / mientras camino sobre la nieve”, escribió Gamoneda. Y otro poeta contemporáneo, pero del otro extremo de esta patria que es siempre la lengua, el mexicano José Emilio Pacheco -también Premio Cervantes, en 2009-, fue capaz de sintetizar el mensaje del invierno de este modo tan gráfico: “Me asomé a la ventana y en lugar de jardín hallé la noche / enteramente constelada de nieve. / La nieve hace tangible el silencio y es el desplome de la / luz y se apaga. / La nieve no quiere decir nada: es solo una pregunta que / deja caer millones de signos de interrogación sobre el / mundo”.

La fijación sobre el invierno para levantar acta lírica de la existencia es seguramente tan antigua como la que conocemos mucho más popularmente sobre la primavera, aunque tenga peor prensa. Pero, entre otras cosas, para eso están también estos reportajes literarios, capaces de recordar en el mismo párrafo a un autor de hoy y al gran Lope de Vega. ¿Quién no sea acuerda de aquel soneto sacro en el que el mismo Jesucristo se asoma a la ventana invernal del yo poético? “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? / ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, / que a mi puerta, cubierto de rocío, / pasas las noches del invierno oscuras?”.

Hasta el capitán del Modernismo, el gran Rubén Darío que rompió con todo lo anterior, volvió al invierno para uno de los más bellos sonetos de aquel primer libro titulado Azul, el dedicado a Carolina, que, acurrucada entre sus mantas y su gato, espera a su amante en un apartamento del París nevado de finales del XIX... “En invernales horas, mirad a Carolina. / Medio apelotonada, descansa en el sillón, / envuelta con su abrigo de marta cibelina / y no lejos del fuego que brilla en el salón”. La musicalidad del primer soneto compite con la del segundo, dedicado al exotismo de su gato: “El fino angora blanco junto a ella se reclina, / rozando con su hocico la falda de Aleçón, / no lejos de las jarras de porcelana china / que medio oculta un biombo de seda del Japón”. Los tercetos demuestran la maestría del poeta para conjugar el invierno de dentro y el invierno de fuera con el sueño mutuo: “Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño: / entro, sin hacer ruido: dejo mi abrigo gris; / voy a besar su rostro, rosado y halagüeño / como una rosa roja que fuera flor de lis. / Abre los ojos; mírame con su mirar risueño, / y en tanto cae la nieve del cielo de París”.

Invierno maldito

De aquel malditismo consustancial a la propia bohemia parisina que irradió por el mundo a continuación, vendrá el decadentismo con el que era capaz de interiorizarlo todo, también el invierno, nuestro Manuel Machado. Sí, no todo frío en los Machado va a poetizarse con la nieve cruel de aquella Soria de don Antonio. Recordemos también a Manuel, que ya en aquel poemario, Alma, que inauguraba el siglo XX, incluía un bello y amenazador poema titulado “Los días sin sol” que comenzaba así: “El lobo blanco del invierno, / el lobo blanco viene, / con los feroces ojos inyectados / en sangre helada, fijos y crueles. / ¡Maldito lobo invierno, que te llevas / los viejos y los débiles!”. De algunas décadas después sería aquel soneto titulado directamente “La canción del invierno” y que arranca de esta guisa: “Los días están tristes y la gente se muere, / y cae la lluvia sucia de las nubes de plomo... / Y la ciudad no sabe lo que pasa, como / el pobre corazón no sabe lo que quiere. / Es el invierno. Oscuro túnel, húmedo encierro, / por donde marcha a tientas nuestro pobre convoy. / Y nos tiene amarrados a la vida de hoy, / como un amo que tira de su cadena al perro”. Y termina así, tan literariamente contra el frío: “Luto, lluvia, recuerdo. Triste paz y luz pobre. / Cerremos la ventana a este cielo de cobre. / Encendamos la lámpara en los propios altares... / Y tengamos, en estas horas crepusculares, / una mujer al lado, en el hogar un leño... / y un libro que nos lleve desde la prosa al sueño”.

Del invierno también sale poesía

El invierno de su hermano Antonio fue muy otro, ya lo sabemos. No solo por los riscos de sus años sorianos, o por la soledad de aquella Baeza nevada, sino sobre todo por aquel febrero cruel del 39 en el que se quedó congelado en el tiempo en aquel cementerio de su exilio francés, tan lejos, por cierto, de París... El invierno de Soria, en cualquier caso, le dio al poeta de algunos de sus mejores versos de Campos de Castilla: “La nieve. En el mesón al campo abierto / se ve el hogar donde la leña humea / y la olla al hervir borbollonea. / El cierzo corre por el campo yerto, / alborotando en blancos torbellinos / la nieve silenciosa. / La nieve sobre el campo y los caminos / cayendo está como sobre una fosa. / Un viejo acurrucado tiembla y tose / cerca del fuego; su mechón de lana / la vieja hila, y una niña cose / verde ribete a su estameña grana”. Quizá no recuerden aquel poema titulado “El hospicio”, en el que su verso contrariado se confabula contra la torpeza nacional que ya había criticado toda la Generación del 98: “Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano, / el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas / en donde los vencejos anidan en verano / y graznan en las noches de invierno las cornejas. / Con su frontón al Norte, entre los dos torreones / de antigua fortaleza, el sórdido edificio / de grietados muros y sucios paredones, / es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!”. Aquella mala disposición arquitectónica, sin posibilidad de recibir jamás los rayos del sol, termina por profetizar el remate de un poema cargado de frío pero también de indignación por la abandonada situación de los más débiles: “Mientras el sol de enero su débil luz envía, / su triste luz velada sobre los campos yermos, / a un ventanuco asoman, al declinar el día, / algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos, / a contemplar los montes azules de la sierra; / o, de los cielos blancos, como sobre una fosa, / caer la blanca nieve sobre la fría tierra, / ¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!...

Pero es que incluso en Soledades, desde el principio de su nacimiento al verso, y al inteligente encabalgamiento, don Antonio ya tenía el invierno metido en su conciencia crítica, como demuestra en aquel célebre recuerdo infantil: “Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de lluvia tras los cristales”.

Y en aquellos mismos años, ¿cómo iba a ignorar el invierno otro grande de entre los grandes como fue el gran Juan Ramón Jiménez? Entre sus Poemas mágicos y dolientes, encontramos justamente esta cromática estampa invernal: “¿Dónde se han escondido los colores / en este día blanco? / La fronda, negra; el agua, gris; el cielo / y la tierra, de un blanco y negro pálido; / y la ciudad doliente / una vieja aguafuerte de romántico”.

Con tales antecedentes, no era de extrañar que el más sensible de los muchachos del 27, Luis Cernuda, acabara recordando así la nieve en su eterno Ocnos: “La nieve fue el agua, la sustancia maravillosamente fluida que aparece bajo tantas formas amadas: la fuente, el río, el mar, las nubes, la lluvia; todas ágiles, movedizas, inquietas, como la vida; yendo y viniendo, subiendo y bajando, con su rumor músico, su centelleo mágico, su libertad volada. Mas el hielo, matándola, la fija; y ahí queda yacente, sin luz el plumaje, sin son la garganta, sin aire las alas del ave, lo que era un encanto mayor de la existencia, al menos de la existencia tuya, que tanto amó el agua, el agua libre y proteica. ¿Es esta, era esta el agua? Igual que un ser en el instante que la muerte le allega, sustituyéndole dentro de aquel bulto ya extraño, adonde entonces no reconocemos al amigo, hasta apartarnos de él con una desconfianza repentina, que sucede al afecto antiguo, así con el agua cuando muere en nieve”.

La promesa de la primavera

La mirada de Dámaso Alonso sería más esperanzadora: “Huso de la hiladora, / a la mañana blanca y nueva, / chopo desnudo y fino: / entre la niebla, / hilas ropas de boda / para la Primavera. / Un arroyito claro / te lame el pie: se lleva / el hilillo que hilas / de tus copos de niebla; / el hilillo que hilas / y que se va cantando / entre la hierba / fresca”.

El más ingenuo Miguel Hernández, el de sus primeros versos de Perito en lunas, encontrará sin embargo pureza y luz en aquellas nieves del invierno que todavía no iba a ser el peor de los que le esperaban: “¡Con qué graciosidad va la esquiadora, / angélica y montés, por una nieve / surcada como tierra labrada! / ¡Con qué velocidad! ¿Cómo se atreve / a tanto un pie que, si no miente, pesa? / Saltea, baja, sube y sube: cesa / de saltear, subir, bajar, y manda, / sobre la pechiabierta paz montesa, / su ímpetu, su cuerpo, su volanda, / a un vacío, a un sinfín, a un salto, a un viento / que le pone de punta la bufanda”. El invierno es, al fin y al cabo, la fábrica de la primavera: “Un exquisito verde ceniento / y un delicado blanco casi oscuro / componen los azules del momento. / ¡Qué puro que no soy, ¡ay, Dios!, qué puro / que ni fui ni seré, ¡ay!, ser quisiera, / y qué poco lo quiero y lo procuro! / Vendrá otra vez -¡que voy!- la Primavera / a darnos un pecado en una rosa, / y al cabo de su sol seré yo cera”.

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