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Actualizado: 29 may 2022 / 13:17 h.
  • Raven Leilani.
    Raven Leilani.

En la primera novela de la hasta hace dos años desconocida Raven Leilani, una treintañera nacida en el Bronx en 1990 y que ya parece una auténtica revelación de la nueva narrativa en medio mundo -más allá de ese nuevo boom en femenino que traspasa fronteras- su protagonista anda durante toda la trama intentando autorretratarse. Tiene 23 años y es más o menos artista, aunque ni ella misma lo sabe a ciencia cierta. En rigor, ella sabe poquísimo de sí misma y la propia voz de la narradora en primera persona, abrumadoramente sincera, brutalmente transparente, tira del lector en un permanente presente del que no te puedes escabullir una vez que empiezas. La novela en sí es un intento continuo y recurrentemente fallido de autorretrato, pero no solo de la protagonista que la cuenta y que hace amagos inútiles con los pigmentos y los pinceles, sino de toda una generación que se ha visto abruptamente expulsada del paraíso de las mentiras piadosas, en ruda convivencia con la generación anterior que siempre le habla en plural, achacándole que todas sus dudas, su torpeza y su hedonismo ramplón no tienen nada que ver con la individualidad que persigue, sino con ese común denominador que trata de agruparlos con el sobrenombre de millennials.

El falso ‘Brillo’ de ser joven, pobre y negra en esta sociedad líquida
Raven Leilani con su novela.

Ya hubo intentos, hace años, de subrayar todo este drama finisecular, y no es extraño, por ejemplo, que Anagrama recupere estos días la novela Bajar es lo peor, que fue la primera que publicó la argentina Mariana Enríquez en Espasa Calpe allá por 1995, cuando Raven Leilani no tenía aún conciencia ni de sí misma, o que una editorial madrileña como Tránsito esté agavillando nombres de tantas autoras con tanto que decir sobre su condición de mujeres de cualquier color, desde la argentina Marina Closs a la sevillana Silvia Hidalgo, con ese título de urgentísima última hora: Yo, mentira.

Lo terriblemente cierto es que no todo es tan sencillo, y por eso Brillo –irónica traducción de Luster, de lustre, de un brillo bastante artificial y mentiroso- se ha convertido en un fenómeno de ventas hasta el punto de que el expresidente de EEUU, Barack Obama, eligiera esta novela como uno de sus libros favoritos de 2020, cuando salió a la venta. A España ha llegado hace apenas tres meses –magníficamente traducido por Laura Ibáñez- de la mano de Blackie Book, con el respaldo de haber sido catalogada como una de las mejores novelas de 2020 por The New Yorker y con tantos premios y fajas promocionales encima que la primera reacción de un lector medio es apartarlo de su vista. Sin embargo, los reconocimientos no han parado de lloverle durante toda la pandemia (Premio Center For Fiction al Mejor debut 2020, Premio Kirkus de Ficción 2020, Premio Dylan Tomas 2021, etc.) y el runrún de que HBO Max va a adaptarla parece reavivar la consideración de que lo mismo no es solo un best seller, sino algo más. Por ejemplo, que es “una voz seminal para su generación”, como ha dicho la actriz y productora Tessa Thompson, también involucrada en la presunta adaptación de HBO. La superventas británica Zadie Smith se ha atrevido a calificar Brillo como “la novela que por fin explica qué es ser joven hoy”.

El falso ‘Brillo’ de ser joven, pobre y negra en esta sociedad líquida
La novela ‘Brillo’.

No solo sexo

La novela, al principio, da la sensación de ser un producto literario fabricado exclusivamente para vender mucho porque arranca con las reflexiones de su protagonista, que se cepilla a todos los compañeros de la editorial de literatura infantil en la que trabaja antes de enamorarse de uno de ellos, un zafio cuarentón ya casado que después de subirla y bajarla por la montaña rusa de sus caprichos, sus temores y sus hipocresías, le deja claras las reglas del juego, en las que parece brillar el contrato implícito de follar a demanda y poco más. Sin embargo, conforme el relato avanza, el lector va descubriendo el implícito drama de la protagonista bajo el brillo racial de su piel: su pasado perturbador de chica pobre no solo en lo económico, sino en lo afectivo, hija de un padre tan ególatra como superficial que la lleva a abortar a los dieciséis años antes de que su madre se suicide; su caótico presente de veinteañera que comparte un piso inundado de roedores no solo en el sentido literal y cuya tambaleante nómina atravesada por la brecha salarial no le da para más ilusiones que para quitarse el hambre.

El nudo de la historia explosiona cuando la chica vuelve al lugar de su oscuro deseo, es decir, al lecho conyugal donde su amante la ha llevado previamente y la descubre la esposa de este mientras limpia el cuarto de baño. Es entonces cuando el brillo inicial del título se va tornando pegajoso, y el realismo de la novela se va volviendo casi tremendismo posmoderno: “Publico un chiste sobre el tren de la línea L en Twitter y lo borro porque no consigo un like. Oigo las arcadas de una asistente de publicidad recién preñada desde uno de los cubículos y me tenso la cola. Mato una cucaracha en la cocina, me sirvo una taza de café tibio y me siento en mi escritorio, donde, antes de empezar a trabajar, echo un vistazo a fotos de amigos los que les va mejor que a mí, luego leo un artículo sobre un adolescente negro asesinado en la 115 por blandir un arma más tarde identificada como un cabezal de ducha, después un artículo sobre una mujer negra asesinada en Grand Concourse por blandir un arma más tarde identificada como un teléfono móvil, y luego me zambullo en el apartado de los comentarios y compro algunas cosas online, con lo que me refiero a que pongo cuatro vestidos en el carrito como ejercicio estrictamente teórico y luego dejo que la página caduque”. En ese párrafo hay mucho fondo, pero no todo, precisamente porque ni la protagonista ni el resto de personajes adivinan cuándo van a tocar fondo ni si esa posibilidad existe estrictamente en una sociedad inquietantemente líquida, en un matrimonio abierto en el que, de súbito, descubre el lector que también hay una chica, negra más inri, una hija de doce años adoptada en el que es el tercer intento de la chica por integrarse en una familia que solo en las fiestas prefabricadas hace un intento sobrehumano de parecer normal.

Doliente sororidad

El lector no adivinará el momento exacto en que la novela deja de ser una tormentosa relación sexual entre el hombre casado y la negra del trabajo –ni siquiera cuando la despiden- para convertirse en una novela de tres mujeres –la madre de familia, la hija adoptiva y la amante de papá- que sobreviven bajo el mismo techo mientras descubren que algo las une íntimamente por debajo de ese argumento superficial de la sociedad ya consolidada de que todo gira en torno a un falo. La verdad de que todo eso es en realidad mentira es el reto tras el que anda la narradora protagonista durante el resto del libro, buscando trabajo mientras es alimentada por la cornuda señora, aplazando las préstamos para sus estudios de Bellas Artes –como la propia autora-, yaciendo con el estéril marido en las pocas horas que le quedan tras ejercer de explotada repartidora a domicilio, sufriendo en terrible soledad los estragos de que se le evapore el seguro médico...

Eric es lo más obvio que me ha pasado jamás, y por toda la ciudad les está sucediendo lo mismo a otras mujeres tontas y a medio formar que se dejan emocionar por hombres que simplemente han cumplido con el requisito de haber vivido un poco más de vida, algo tan terriblemente poco especial que no es más que lo que pasa cuando sigues levantándote por la mañana y cepillándote los dientes y yendo a trabajar e ignorando el susurro que aparecen en mitad de la noche y te dice que sería más sencillo estar muerto”, puede leerse en el último cuarto de la novela, cuando el protagonismo se ha desplazado por completo de Eric a la increíble complicidad de las mujeres en ese intento brutal y desesperado por conocerse a sí mismas, por autorretratarse, por volver al inconsciente punto de partida en el que, más allá de las derivas de sus propias vidas tan distintas, empezaron a vivirlas con el sobreentendido de que eran hembras.

Con tiempo todavía para el asombro, para el dolor y para la comprensión por parte de cualquier lector, tenga lo que tenga entre las piernas, la protagonista está retratando al final a su adversaria que no lo es. “Siempre hay un modo de documentar cómo logramos sobrevivir o, en algunos casos, cómo no lo conseguimos”, dice. “Y cuando estoy a solas conmigo misma, esto es lo que espero que alguien haga conmigo con manos implacables y decididas: plasmarme en el lienzo para que, cuando ya no esté, quede constancia, prueba, de que estuve aquí”.