Facebook Twitter WhatsApp Linkedin
Actualizado: 24 abr 2022 / 14:48 h.
  • El flamenco empezó a ser nuestro en 1922

Cuando a Aurelio Sellés, más conocido como Aurelio de Cádiz, le preguntaron si Federico García Lorca sabía algo de flamenco, contestó rotundo que no. Ni el poeta de Granada ni el compositor gaditano Manuel de Falla. Y eso que el genio les había cantado a ambos en la ciudad que había acogido durante la festividad del Corpus de 1922 –el 13 y el 14 de junio- el primer Concurso de Cante Jondo de la Historia. Es probable que, en cierto modo, el autor del Poema del Cante Jondo –escrito en 1921 pero publicado una década después- no tuviera en aquellas fechas un conocimiento demasiado cabal de lo que suponía el cante, el toque o el baile, pues aquel poemario era más bien un gráfico vanguardista en torno a las estampas del flamenco que ningún artista se atrevería a interpretar ni siquiera mucho tiempo después. Pero Federico, incluso aprendiendo entonces las claves musicales del maestro Falla, tenía ya la suficiente intuición como para haber aprehendido, desde chico, la forma íntima del arte andaluz por antonomasia, pues, como habría de señalar Dámaso Alonso, “miró dentro y fuera del cante, y nada le pareció inútil para ahondar sus sugestiones y enriquecer sus asociaciones con lo que no es cante. Lorca fue, más que al cante por el cante, a la más escondida galería de lo flamenco, hurgando su razón existencial”. Y por eso, insiste el compañero de aquella Generación de 1927 que ya tenía sus semillas esparcidas cinco años atrás, “todo lo empleó (cultura, sensibilidad, condición lírica) para bucear en lo negro e intentar sorprender al duende”.

El flamenco empezó a ser nuestro en 1922
Cartel del concurso de Granada.

De lo que se fraguó entre aquel año providencial de 1922 y una década más tarde, cuando se estrenó el espectáculo flamenco Las calles de Cádiz -que urdirían el torero Ignacio Sánchez Mejías y su amante, La Argentinita- ha investigado a fondo el escritor sevillano Manuel Bernal Romero, en un último título publicado por la editorial Verbum: Federico García Lorca o la concepción moderna del flamenco.

El ensayo es de una densidad tan atractiva como envidiable, porque en solo 150 páginas no solo aborda las claves de cómo el flamenco que ha terminado siendo Patrimonio Inmaterial de la Humanidad era algo tan distinto antes de que nuestro poeta más universal se dedicara a él con sus incisivas conferencias, sino que, de camino, también indaga en todas las teorías sobre el origen mismo de la palabra flamenco, en las fuentes en las que había bebido Lorca para ir cincelando sus conceptos más trascendentes, como el duende, y en la realidad de algunos de los personajes que maravillaron al mismo Federico en aquella década prodigiosa que se extendió entre el concurso granadino que buscó teóricamente la pureza de lo jondo y la consolidación de una República española en la que el flamenco había empezado a ser un espectáculo de masas, justo después de morir como un perro pobre y afectado por una tuberculosis pulmonar en la Alameda de Sevilla el cantaor de más duende que había conocido Federico: el jerezano Manuel Torre, que tenía “tronco de Faraón”.

El flamenco empezó a ser nuestro en 1922
El escritor Manuel Bernal.

¿De dónde viene “flamenco”?

La primera compilación interesante de investigaciones propias y ajenas la ofrece el libro de Bernal al principio, cuando apunta a su propia hipótesis de que el término “flamenco” se empieza a usar como eufemismo de “gitano”, prohibido por la pragmática de Felipe IV en 1633. Aquel rey español dictó: “Estos que se dicen gitanos, ni lo son por origen ni por naturaleza, sino porque han tomado esta forma de vivir para tan perjudiciales efectos como se experimenta” y añadía que “ni en danzas ni en otro acto alguno se permita acción ni representación ni traje ni nombre de gitanos”. Sostiene Manuel Bernal que se huyó tanto desde entonces del denostado nombre (o adjetivo) gitano que incluso algunos siglos después, cuando se generalizan los primeros usos literarios del adjetivo del cante empieza a ser más políticamente correcto decir “cante flamenco” que “cante gitano”.

Aun así, el autor de este ensayo no niega el posible sentido de otras hipótesis, como el alistamiento continuado de gitanos en los tercios españoles en Flandes desde 1626; o la metonimia que suponía usar “flamenco” por “cuchillo flamenco”, un arma fabricada en Malina (Amberes) y muy popular entre los gitanos e incluso en la literatura que protagonizaban; o la hipótesis de Blas Infante, que busca en el pasado árabe andaluz para identificar “flamenco” con “fellah min gueir ard”, que significa “campesino sin tierra”, o “fellah-mangu” (que en árabe marroquí significa “los cantos de los campesinos”); o la hipótesis del recientemente fallecido Caballero Bonald, que apuntaba al sentido del contraste tan propio de los andaluces, tan dados a nombrar las cosas con sus contrarios, pues no cabría más distancia por el color de su piel que entre un flamenco de Flandes y un curtido gitano; o incluso el hecho de que en el argot del siglo XVIII –más próximo el nacimiento del arte flamenco tal y como lo entendemos hoy- decir “flamenco” equivalía a decir “farruco, fanfarrón, pendenciero y pretencioso”, como recuerda el profesor Manuel García Matos; o, en fin, como apunta el profesor Rodríguez Marín, que busca el origen del término flamenco en el porte altivo de los gitanos, que recordaría a las aves que se nombran con ese mismo vocablo.

El flamenco empezó a ser nuestro en 1922
Federico García Lorca y Manuel de Falla, en la imagen.

En cualquier caso, no es este el objetivo del libro, aunque sí se insiste en ello para dilucidar por qué el concurso de Granada no se llamó en ningún caso de “cante gitano” y ni siquiera de “cante flamenco”, sino que se prefirió lo de “cante jondo”, que era el adjetivo que también había preferido cuatro décadas atrás el mismísimo Demófilo, el padre de los poetas Antonio y Manuel Machado que tanto había investigado sobre las letras perdidas del cante que, en la época de Falla y Lorca, se había metamorfoseado en lo que dio en llamarse “ópera flamenca”, un flamenco profesionalizado del que quisieron huir los organizadores del gran concurso granadino, aunque la aplastante realidad se impusiese luego... Con todo, como apunta Bernal en su trabajo, no deja de ser significativo que “cuando se suponía que estaba claro que existían dos vertientes, la jonda y la flamenca, la entrega en 1962 a Antonio Mairena de la Llave de Oro del cante (si adjetivo y en un proceso más que controvertido), parece que volvió a truncar de nuevo la historia”, pues el premio que recibió Mairena había vuelto a cambiar su denominación por la de “Primera llave de oro del cante flamenco”. “Es decir”, concluye Bernal, “el adjetivo que se había usado para designar lo gitano, o lo andaluz, o peor, lo bufo, o lo obsceno, emergía para alcanzar todos los honores y, como refiere certero Pierre Lefranc, para designar a la totalidad del cante”.

Los flamencos del gran Concurso

Hay un hilo mágico que une la historia del flamenco moderno entre aquellas madrugadas de junio de 1922 en Granada, las de los chicos del 27 en Sevilla cinco años y medio después y las de un espectáculo titulado “Las calles de Cádiz” que la pareja formada por el torero Sánchez Mejías y la bailaora –ya entonces también cantaora- La Argentinita estrenarían en junio de 1933. El nexo común es que en todos aquellos hitos estaba Lorca para organizar, para crear o para enmendar. Y, entre tanto, no solo había publicado ya incluso su Romancero gitano, sino que había ido configurando unas conferencias sobre el flamenco que lo mismo había tenido la oportunidad de ofrecer en Madrid, en Sevilla o en La Habana. Los títulos de aquellas charlas no pueden ser ni más sugestivos ni más reveladores de cuanto el poeta y dramaturgo había ido aprendiendo: Importancia histórica y artística el primitivo canto andaluz, llamado cante jondo; Juego y teoría del duende; y Arquitectura del cante jondo.

La idea original del concurso de Granada fue del pintor y escultor Miguel Cerón, que junto a Falla, y preocupados ambos por el momento complicado que estaba pasando el llamado cante antiguo, el gitano, se plantearon la posibilidad de convocar un concurso de cantaores no profesionales para recuperar la primitiva pureza. El evento se empezó a gestar en diciembre de 1921 y la organización corrió a cargo del Centro Artístico de Granada y como esperaban la participación financiera del ayuntamiento, incluso dijeron que Granada era “la cuna del cante”.

Según insiste Bernal, las manipulaciones fueron más, pues también participaron –y ganaron- cantaores que sí eran ya profesionales. A Falla y Cerón se fue uniendo lo más granado de la cultura española de aquella época, no solo el joven Federico García Lorca, sino el político Fernando de los Ríos, los pintores Ramón Carazo e Ignacio Zuloaga –para los decorados-, el guitarrista clásico Andrés Segovia –que formó parte del jurado-, el músico Joaquín Turina y hasta escritores de la talla de Ramón Gómez de la Serna, que hizo de presentador. La lista de asistentes pareció interminable, hasta el punto de que las crónicas periodísticas de días después llegaron a hablar de 4.000 personas en la plaza de los Aljibes de la Alhambra granadina. Por allí estuvieron asimismo los compositores, musicólogos y directores Adolfo Salazar, Roberto Gerhard, Bartolomé Pérez Casas, Federico Mompou, Felipe Pedrell y un largo etcétera e incluso podrían haberse sumado Stravinski y Ravel si el ayuntamiento granadino hubiese pagado su desplazamiento desde París. En el jurado, nada menos que, como presidente, don Antonio Chacón, y también Manuel Torre, y la excepcional bailaora Juana Vargas la Macarrona.

A la guitarra estuvieron Ramón Montoya, José Cortés, Pepe el de la Flamenca, José Cuéllar y Manolo de Huelva, que se llevó el segundo premio, que acompañó al gran Manuel Torre fuera de concurso y que volvería a tocarle al cantaor, ya en Sevilla, en las noches del 27... Participaron nada menos que Pastora Pavón, La Niña de los Peines, su hermano Tomás, Antonio del Pozo el Mochuelo, el Cojo de Málaga, Manolo de Badajoz y Diego Bermúdez El Tenazas, de Morón, que terminó ganando. De este cantaor proliferó la leyenda de que había llegado andando, desde Puente Genil (Córdoba), donde se ganaba la vida como porquero y luego como barbero, hasta Granada, aunque lo más probable es que se organizara una colecta popular en el pueblo cordobés para comprarle un traje decente y pagarle el billete del tren, lo cual no deja de ser igualmente legendario. El premio infantil fue para un niño de 12 años llamado Manolito Ortega, que tantos años después sería conocido como Manolo Caracol...

El duende

No deja de ser curioso que García Lorca no mencionase jamás al presidente de aquel certamen, Antonio Chacón, seguramente porque por muy bien que cantara –atestiguado por tantos hasta el punto de calificarlo como “el papa del cante”- no tenía duende, una cualidad –un milagro- que sí asomaba en el jerezano Manuel Torre, que acabaría siendo el protagonista de Lorca en las ejemplificaciones de sus conferencias después de haberlo incluido –sin conocerlo aún más que de oídas- en su primer poemario del cante jondo. Manuel Soto y Loreto (Jerez, 1878 – Sevilla, 1933) volvería a aparecer en la fiesta organizada por Sánchez Mejías en su cortijo de Pino Montano para agasajar a los señoritas poetas del 27 y probablemente fue entonces cuando Federico terminó de disfrutarlo como un bronco animal herido, un terrible pozo de angustias y de sonidos negros del duende y de la noche, hasta el punto de que ya siempre que volvió el poeta granadino por Sevilla convocaba al único cantaor en el que él vio encarnarse ese misterio insondable llamado duende. A este respecto, habría de contar Fernando de Triana la anécdota de que Torre y su guitarrista, Manolo de Huelva, fueron a una fiesta de señoritos en Huelva y el cantaor no se encontraba “el tono”. Aunque se tomó varias copas, el cante no le salía, como le había pasado en otras ocasiones en Sevilla. Y sin embargo, cuando echados por los señoritos después de pagarles unos duros hicieron una parada en Niebla, el cantor le pidió a su guitarrista que se templara por seguiriyas porque entonces sí tenía ganas de cantar. Al parecer, se celebraba el bautizo de un gitanito en una posada y allí estuvo Torre cantando dos días con sus noches... Las cosas del duende por las que otros poetas, como el sevillano Juan Sierra, le dedicara igualmente algún soneto, como aquel que terminaba: “En un abril deshecho con surcos amarillos, / tu voz, Manuel, recuerdo por mi Sevilla clara / de losas de Tarifa y algún clavel nublado: / Hay cristal de limpieza en ajuares sencillos; / una Flor Macarena lleva el cante en su cara / y una lágrima antigua se aprieta en mi costado”.

El mayor mérito de Federico fue intentar atrapar, de palabra y por escrito, un duende que solía escapársele incluso a los mejores artistas de la más profunda Andalucía, incluso a aquellos que Sánchez Mejías y La Argentinita fueron recopilando con el asesoramiento de Rafael Alberti y María Teresa León para configurar un espectáculo como el de Las calles de Cádiz, con el que se devolvía a los escenarios a la viuda de Joselito El Gallo, ya amante del también torero Sánchez Mejías. En aquel espectáculo –que años después retomaría Concha Piquer- no pudo participar Torre, porque aunque empezó a montarse en 1930, no se estrenó hasta el 10 de junio de 1933 en Teatro Falla de Cádiz, precisamente en un gran homenaje al compositor, con participación de la recién creada Orquesta Bética de Cámara y la dirección de Ernesto Halffer, y luego giró por Madrid y por casi toda España. El número mayor del espectáculo era la escenificación de Nochebuena en Jerez, en el que volvían a lucirse, además de La Argentinita, bailaoras viejas jerezanas como La Macarrona y La Malena y un cantaor jondo como Rafael Ramos Antúnez, que pasaría la historia como el Niño Gloria, que habría de pasar de jornalero del campo a artista inspirador de los más grandes cantaores...

De aquel mismo sabor jerezano y navideño, de los textos de Guillermo Núñez del Prado titulados Cantaores Andaluces. Historias y Tragedias, publicados en 1904 en Barcelona, e incluso de la novela La bodega (1905) de Vicente Blasco Ibáñez habría de sacar Federico incluso el más misterioso de sus romances, el titulado “de la Guardia Civil española”, incardinado justamente en Jerez, “la ciudad de los gitanos”, que no eran –o no habían sido en la historia real- solamente gitanos, sino campesinos hambrientos que habían decidido movilizarse en luchas que terminaron encontrándose frontalmente con la Guardia Civil. En aquellos actos represivos de noviembre y diciembre de 1882, 3.000 jornaleros fueron detenidos y los líderes de la revuelta ejecutados públicamente a garrote vil en la jerezana plaza del Mercado... Más de medio siglo después, Lorca haría como con la noticia de los amantes huidos en Níjar (Almería) con que configuró sus Bodas de Sangre: convertir la realidad en mito: “La ciudad libre de miedo, / multiplicaba sus puertas. / Cuarenta guardias civiles / entraron a saco por ellas. / Los relojes se pararon, / y el coñac de las botellas / se disfrazó de noviembre / para no infundir sospechas. / Un vuelo de gritos largos / se levantó en las veletas. / Los sables cortan las brisas / que los cascos atropellan. / Por las calles de penumbra / huyen las gitanas viejas / con los caballos dormidos / y las orzas de monedas”. Para entonces, ni la poesía ni el flamenco iban a volver a ser los mismos, y todo había cambiado, como tantas otras cosas, en aquella primavera tardía de 1922, va a hacer ahora justamente un siglo.