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Actualizado: 09 ene 2022 / 10:07 h.
  • John Steinbeck, el Nobel de Literatura que no creyó merecerlo

Cuando en 1962 se supo que la Academia Sueca había concedido el Premio Nobel de Literatura al escritor norteamericano John Steinbeck (Salinas, California, 1902-Nueva York, 1968), le preguntaron inmediatamente si creía que lo merecía. Su respuesta fue tan breve como rotunda: “Francamente, no”. A su propia opinión, nunca se sabrá si por falsa modestia, se unieron a los pocos días las más extensas y duras de los críticos estadounidenses e incluso de algún periódico sueco, que calificó el galardón a Steinbeck como “uno de los mayores errores de la Academia”. Hoy en día, 60 años después y con una perspectiva mucho más amplia de la mayor distinción literaria del mundo –con Winston Churchill antes y Bob Dylan después en sus anaqueles-, cobran más valor aquellas palabras pronunciadas por Steinbeck en su discurso de aceptación del Nobel: “Se delega al escritor para que declare y celebre la probada capacidad del hombre para la grandeza de corazón y espíritu; para la gallardía en la derrota, el coraje, la compasión y el amor. En la interminable guerra contra la debilidad y la desesperación, estas son las brillantes banderas de la esperanza y la emulación”.

Steinbeck fue fiel, a todo lo ancho de su extensa obra, a este principio esperanzador en la dignidad humana. Su propia vida, al fin y al cabo, se había parecido mucho a esa pasión de sus cuentos y novelas que el incipiente cine de Hollywood fue capaz de catapultar rápidamente desde la gran pantalla. Para la historia de la literatura y el séptimo arte quedan grandes títulos como Las uvas de la ira, magistralmente dirigida por John Ford en 1940, a los pocos meses de haber publicado Steinbeck su historia; o Al este del Edén (1953), aquella cinta que habría de dirigir Elia Kazan después de haber rodado un guión del propio Steinbeck: ¡Viva Zapata!

Un chico para todo

Steinbeck heredó de su madre, Olive Hamilton, su amor por la lectura y la escritura. Pasó su infancia en una casa victoriana en el corazón de California, en un pequeño pueblo fronterizo en cuyas fértiles tierras habría de familiarizarse pronto con los inmigrantes explotados en las granjas de remolacha azucarera. Aunque estudió literatura inglesa en la Universidad de Stanford, jamás llegó a graduarse, entre otras razones porque no asistía a clase y dedicaba el tiempo a escribir, y para 1925 se había convertido ya en un chico para todo, desde albañil a guía turístico pasando por periodista freelance para el New York American, de donde fue despedido.

Se casó con Carol Henning –el primero de sus tres matrimonios- en 1930, y jugó a sobrevivir gracias a la naturaleza, aunque con el apoyo de una cabaña que le cedió su padre en la península de Monterrey y un sinfín de préstamos que le permitieron arrancar a escribir sin tener que buscar trabajo. Precisamente de aquellos años es su primera novela, La Copa de Oro, basada en la vida del corsario Henry Morgan y en su asalto a la ciudad de Panamá.

En los primeros años 30, mientras consolidó su amistad con el biólogo marino Ed Ricketts -quien tanto influiría en su vida e incluso en su obra-, se volcó en narraciones cortas como Las praderas del cielo o El poni rojo. La primera era una colección de doce relatos relacionados con el paraíso perdido, más concretamente con un valle de Monterrey descubierto por un militar español mientras perseguía a los esclavos indios fugitivos. La segunda era otra historia relativamente breve basada en su propia infancia. No fue hasta 1935 cuando dio con la tecla de cierto éxito gracias a su novela Tortilla Flat, el retrato colorista de un grupo de chicanos de vida despreocupada pero cuya generosidad y desapego por lo material suponen una profunda metáfora contra esa sociedad respetable e infeliz que se vislumbraba tras la Gran Depresión.

Portavoz de los desheredados

Con Tortilla Flat -que sería adaptada al cine en 1942 con ese mismo nombre y con cuyos beneficios pudo construirse por fin Steinbeck un rancho de verano- el escritor no solo consiguió empezar a vivir de su pasión, sino un tema de fondo en consonancia con la objetividad naturalista que ponía en el centro de su literatura a los desheredados. En 1936, con En dudosa batalla, afloró definitivamente su conciencia social. Comprometido con los temporeros del campo que no ganaban ni para comer, relata en esa novela la organización de una huelga de recolectores de algodón por parte de dos dirigentes comunistas. Al año siguiente, con una de sus novelas más célebres, De ratones y hombres, consiguió vender 100.000 ejemplares en un mes al contar la historia de dos trabajadores igualmente temporeros que luchan por conseguir un trozo de tierra. El argumento era una nueva metáfora de esa infructuosa lucha del pobre por conseguir la tierra prometida.

Amenazado de muerte

Para entonces, Steinbeck tenía ya hasta agentes literarios que, dado el éxito de De ratones y hombres, lo empujaban a conceder entrevistas que impulsaron su fama y encendieron la ira de los empresarios agrícolas. Cuando se enteró en Nueva York de que preparaban a toda prisa su versión teatral, no quiso ver el estreno y prefirió incorporarse a un campo de trabajo para conocer mejor las condiciones de vida de los emigrantes. Fueron los empresarios de California, a su vuelta, quienes lo amenazaron de muerte por desvelar las condiciones de vida miserable y los sufrimientos en aumento de estos trabajadores. Tuvo hasta problemas para publicarlos en ciertos periódicos y fue por esa razón por la que decidió escribir una novela. Y así nació la que es, con toda seguridad, su obra más famosa: Las uvas de la ira.

De Oklahoma a California

La gran novela de Steinbeck se publicó en 1939. Al año siguiente, además de ganar el premio Pulitzer por los artículos periodísticos en que estaba basada, el director John Ford dirigía una memorable versión interpretada por Henry Fonda y Jane Darwell. La historia es la odisea de los Joad, una familia de Oklahoma que, al serles embargada su granja por culpa de la depresión y la sequía, emprende un fatigoso viaje hasta California en busca de trabajo, pero allí solo encuentran miseria y explotación. La novela –y la película, a continuación- resultó ser una descarnada radiografía de la sociedad estadounidense que en aquel momento escoció bastante porque desmontaba el mito de América como tierra de promisión. Steinbeck había consolidado su fama, pero también su carácter de indeseable entre los poderosos.

El mar de Cortés

Para entones, y después de una década, la que se había consolidado igualmente era su amistad con el biólogo Ricketts, quien tanto había influido en su visión de la sociedad basada en las propias comunidades animales desde un punto de vista natural. De hecho, esa idea de que las comunidades humanas funcionaban como un organismo vivo al margen de cada comportamiento individual era de Ricketts y fue agrandada después de un intenso viaje en barco por el Golfo de California para recoger especímenes y debatir sobre cuestiones científicas e incluso filosóficas que ambos apuntaron en una especie de diario y que terminó dando cuerpo a un libro que solo firmó Steinbeck: El mar de Cortés, en alusión al otro nombre que también recibía el Golfo californiano desde la era de los descubrimientos.

El viaje marino, sin embargo, no solo acabó con la amistad con Ricketts, sino con su propio matrimonio. Vuelto a casar con Gwyndolyn Conger, la esposa que le dio sus dos hijos, Steinbeck sirvió como corresponsal para el New York Herald Tribune en plena II Guerra Mundial e incluso trabajó con la Oficina de Servicios Estratégicos (el precedente a la CIA). Aquella traumática experiencia lo enriqueció para enfrentarse a la que tal vez sería su obra más profunda y simbólica, basada en una leyenda que había oído en La Paz algunos años antes y que no paró de rondarle por la cabeza hasta que se sentó a escribirla sabiendo de antemano que iba a convertirse en película.

La perla

El título de aquella novelita que llevó inmediatamente al cine el director mexicano Emilio Fernández, con la interpretación del matrimonio formado por Pedro Armendáriz y María Helena Marqués (en los papeles de Kino y Juana) no solo hacía referencia a una perla en el sentido literal del término, de las que buscaban los indios desde la llegada del imperio español para alimentar el lujo y la vanidad de la casa real, sino también en el sentido figurado por representar el alma del indio protagonista, o su dignidad.

John Steinbeck, el Nobel de Literatura que no creyó merecerlo

La sintética trama de La perla (publicada por primera vez en 1945 en la revista Woman’s Home Companion; y en 1947 en forma de libro y película) pone al lector frente un indio buscador de perlas, casado y con un hijo pequeño al que le pica un escorpión. La humilde familia que vive frente al mar llama al médico (odioso emblema del hombre blanco, adinerado, racista y cruel) pero este, que ni siquiera da la cara, le comenta a su criado que su oficio es “curar personas y no animales”. La historia cambia por completo cuando el indio encuentra una perla tan maravillosa y grande como nunca había visto nadie.

En su propio reflejo ve el indio el futuro deseado, que empieza por tener un rifle propio y termina con que su niño aprenda a leer lo que dicen y no dicen los libros. Pero el mundo blanco (el de los tasadores y compradores de perlas) –luego vuelto “oscuro”- se confabula de tal manera contra la inocencia silvestre del indio afortunado que incluso el médico vuelve cuando ya la madre ha extraído el veneno del escorpión con la excusa impresentable de que no estaba en casa y es capaz de envenenar al niño para simular luego que lo sana... A partir de ese rocambolesco episodio, todo se precipita porque todo el pueblo está pendiente de lo que ocurre con Kino y su perla. Incluso el cura se hace el encontradizo con él, al olor del descubrimiento. Lo más significativo es que cuando a la mañana siguiente va el indio a que le tasen la perla, un especialista le resta todo valor. Lo mismo hacen los demás, en una metáfora redonda de que el valor de las cosas coincide siempre con el precio que los poderosos acuerden darle. Kino se rebela contra esa malévola intersubjetividad de que la perla no vale gran cosa y sospecha, evidentemente, que el precio lo alcanzará una vez que la malvenda, y en un arranque de orgullo se marcha, decidido a ir a la capital para venderla justamente.

El periplo de esa familia a partir de entonces, y sobre todo desde que Kino se ve obligado a matar a uno de los muchos hombres que acosan de noche su cabaña para robarle la perla, es una gran parábola sobre muchas cuestiones universales: el enfrentamiento entre la cultura india en comunión con la naturaleza y la cultura occidental apegada al materialismo, la moral de esclavo que inviste a los pobres también de espíritu, la pérdida de la inocencia, la perla misma como metáfora del fruto prohibido del árbol bíblico de la ciencia del bien y del mal, tras cuyo descubrimiento se halla también el protagonista cara a cara frente al horror que yace en el centro mismo de la existencia humana.

John Steinbeck, el Nobel de Literatura que no creyó merecerlo

Un diario con Robert Capa

Después de aquel gran logro literario, Steinbeck fue de los primeros estadounidenses en viajar a la Unión Soviética. Estaba a punto de terminar el -para él- exitoso año de 1947 y se plantó, junto al fotógrafo Robert Capa, en ciudades como Moscú, Kiev o Stalingrado, entre otras. El libro, ilustrado con las fotos de su célebre compañero, apareció al año siguiente y no pudo tener un título más simple y a la vez más provocador: Un diario ruso.

En 1952, una década antes de recibir el Nobel, publicó Al este del Edén, la novelita favorita del propio Steinbeck y cuya versión cinematográfica de Elia Kazan protagonizó memorablemente el malogrado James Dean. Se trata de la historia de dos familias, los Trasks y los Hamilton, desde el final de la Guerra de Secesión (1865) hasta la Primera Guerra Mundial (1914), pero en el fondo es una enorme alegoría sobre el libre albedrío y la predestinación en relación al Mal. Con un asunto tan calderoniano tratado por un escritor tan pegado a la vida, que amaba por igual la literatura de Hemingway y de Faulkner, ¿cómo no iba a merecer el Nobel? Pues el caso es que, hace ahora una década, es decir, a los 50 años de la concesión del premio, la Academia sueca desvelaba que Steinbeck lo ganó por ser el menos malo entre otras posibilidades que eran las de los británicos Robert Graves y Lawrence Durrell.

Steinbeck cumpliría ahora 120 años, los mismos que Alberti o Cernuda, y hubiera sido interesante preguntarle al respecto una vez más.

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