Cuando en 1962 se supo que la Academia Sueca había concedido el Premio Nobel de Literatura al escritor norteamericano John Steinbeck (Salinas, California, 1902-Nueva York, 1968), le preguntaron inmediatamente si creía que lo merecía. Su respuesta fue tan breve como rotunda: “Francamente, no”. A su propia opinión, nunca se sabrá si por falsa modestia, se unieron a los pocos días las más extensas y duras de los críticos estadounidenses e incluso de algún periódico sueco, que calificó el galardón a Steinbeck como “uno de los mayores errores de la Academia”. Hoy en día, 60 años después y con una perspectiva mucho más amplia de la mayor distinción literaria del mundo –con Winston Churchill antes y Bob Dylan después en sus anaqueles-, cobran más valor aquellas palabras pronunciadas por Steinbeck en su discurso de aceptación del Nobel: “Se delega al escritor para que declare y celebre la probada capacidad del hombre para la grandeza de corazón y espíritu; para la gallardía en la derrota, el coraje, la compasión y el amor. En la interminable guerra contra la debilidad y la desesperación, estas son las brillantes banderas de la esperanza y la emulación”.
Steinbeck fue fiel, a todo lo ancho de su extensa obra, a este principio esperanzador en la dignidad humana. Su propia vida, al fin y al cabo, se había parecido mucho a esa pasión de sus cuentos y novelas que el incipiente cine de Hollywood fue capaz de catapultar rápidamente desde la gran pantalla. Para la historia de la literatura y el séptimo arte quedan grandes títulos como Las uvas de la ira, magistralmente dirigida por John Ford en 1940, a los pocos meses de haber publicado Steinbeck su historia; o Al este del Edén (1953), aquella cinta que habría de dirigir Elia Kazan después de haber rodado un guión del propio Steinbeck: ¡Viva Zapata!
Un chico para todo
Steinbeck heredó de su madre, Olive Hamilton, su amor por la lectura y la escritura. Pasó su infancia en una casa victoriana en el corazón de California, en un pequeño pueblo fronterizo en cuyas fértiles tierras habría de familiarizarse pronto con los inmigrantes explotados en las granjas de remolacha azucarera. Aunque estudió literatura inglesa en la Universidad de Stanford, jamás llegó a graduarse, entre otras razones porque no asistía a clase y dedicaba el tiempo a escribir, y para 1925 se había convertido ya en un chico para todo, desde albañil a guía turístico pasando por periodista freelance para el New York American, de donde fue despedido.
Se casó con Carol Henning –el primero de sus tres matrimonios- en 1930, y jugó a sobrevivir gracias a la naturaleza, aunque con el apoyo de una cabaña que le cedió su padre en la península de Monterrey y un sinfín de préstamos que le permitieron arrancar a escribir sin tener que buscar trabajo. Precisamente de aquellos años es su primera novela, La Copa de Oro, basada en la vida del corsario Henry Morgan y en su asalto a la ciudad de Panamá.
En los primeros años 30, mientras consolidó su amistad con el biólogo marino Ed Ricketts -quien tanto influiría en su vida e incluso en su obra-, se volcó en narraciones cortas como Las praderas del cielo o El poni rojo. La primera era una colección de doce relatos relacionados con el paraíso perdido, más concretamente con un valle de Monterrey descubierto por un militar español mientras perseguía a los esclavos indios fugitivos. La segunda era otra historia relativamente breve basada en su propia infancia. No fue hasta 1935 cuando dio con la tecla de cierto éxito gracias a su novela Tortilla Flat, el retrato colorista de un grupo de chicanos de vida despreocupada pero cuya generosidad y desapego por lo material suponen una profunda metáfora contra esa sociedad respetable e infeliz que se vislumbraba tras la Gran Depresión.
Portavoz de los desheredados
Con Tortilla Flat -que sería adaptada al cine en 1942 con ese mismo nombre y con cuyos beneficios pudo construirse por fin Steinbeck un rancho de verano- el escritor no solo consiguió empezar a vivir de su pasión, sino un tema de fondo en consonancia con la objetividad naturalista que ponía en el centro de su literatura a los desheredados. En 1936, con En dudosa batalla, afloró definitivamente su conciencia social. Comprometido con los temporeros del campo que no ganaban ni para comer, relata en esa novela la organización de una huelga de recolectores de algodón por parte de dos dirigentes comunistas. Al año siguiente, con una de sus novelas más célebres, De ratones y hombres, consiguió vender 100.000 ejemplares en un mes al contar la historia de dos trabajadores igualmente temporeros que luchan por conseguir un trozo de tierra. El argumento era una nueva metáfora de esa infructuosa lucha del pobre por conseguir la tierra prometida.
Amenazado de muerte
Para entonces, Steinbeck tenía ya hasta agentes literarios que, dado el éxito de De ratones y hombres, lo empujaban a conceder entrevistas que impulsaron su fama y encendieron la ira de los empresarios agrícolas. Cuando se enteró en Nueva York de que preparaban a toda prisa su versión teatral, no quiso ver el estreno y prefirió incorporarse a un campo de trabajo para conocer mejor las condiciones de vida de los emigrantes. Fueron los empresarios de California, a su vuelta, quienes lo amenazaron de muerte por desvelar las condiciones de vida miserable y los sufrimientos en aumento de estos trabajadores. Tuvo hasta problemas para publicarlos en ciertos periódicos y fue por esa razón por la que decidió escribir una novela. Y así nació la que es, con toda seguridad, su obra más famosa: Las uvas de la ira.
De Oklahoma a California
La gran novela de Steinbeck se publicó en 1939. Al año siguiente, además de ganar el premio Pulitzer por los artículos periodísticos en que estaba basada, el director John Ford dirigía una memorable versión interpretada por Henry Fonda y Jane Darwell. La historia es la odisea de los Joad, una familia de Oklahoma que, al serles embargada su granja por culpa de la depresión y la sequía, emprende un fatigoso viaje hasta California en busca de trabajo, pero allí solo encuentran miseria y explotación. La novela –y la película, a continuación- resultó ser una descarnada radiografía de la sociedad estadounidense que en aquel momento escoció bastante porque desmontaba el mito de América como tierra de promisión. Steinbeck había consolidado su fama, pero también su carácter de indeseable entre los poderosos.
El mar de Cortés
Para entones, y después de una década, la que se había consolidado igualmente era su amistad con el biólogo Ricketts, quien tanto había influido en su visión de la sociedad basada en las propias comunidades animales desde un punto de vista natural. De hecho, esa idea de que las comunidades humanas funcionaban como un organismo vivo al margen de cada comportamiento individual era de Ricketts y fue agrandada después de un intenso viaje en barco por el Golfo de California para recoger especímenes y debatir sobre cuestiones científicas e incluso filosóficas que ambos apuntaron en una especie de diario y que terminó dando cuerpo a un libro que solo firmó Steinbeck: El mar de Cortés, en alusión al otro nombre que también recibía el Golfo californiano desde la era de los descubrimientos.
El viaje marino, sin embargo, no solo acabó con la amistad con Ricketts, sino con su propio matrimonio. Vuelto a casar con Gwyndolyn Conger, la esposa que le dio sus dos hijos, Steinbeck sirvió como corresponsal para el New York Herald Tribune en plena II Guerra Mundial e incluso trabajó con la Oficina de Servicios Estratégicos (el precedente a la CIA). Aquella traumática experiencia lo enriqueció para enfrentarse a la que tal vez sería su obra más profunda y simbólica, basada en una leyenda que había oído en La Paz algunos años antes y que no paró de rondarle por la cabeza hasta que se sentó a escribirla sabiendo de antemano que iba a convertirse en película.
La perla
El título de aquella novelita que llevó inmediatamente al cine el director mexicano Emilio Fernández, con la interpretación del matrimonio formado por Pedro Armendáriz y María Helena Marqués (en los papeles de Kino y Juana) no solo hacía referencia a una perla en el sentido literal del término, de las que buscaban los indios desde la llegada del imperio español para alimentar el lujo y la vanidad de la casa real, sino también en el sentido figurado por representar el alma del indio protagonista, o su dignidad.