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Actualizado: 17 oct 2021 / 08:54 h.
  • La hondura de mirar Sevilla de templo en templo

Si el Diablo Cojuelo sobrevolara hoy Sevilla, con todas sus cúpulas, sus espadañas, torres, murallas, azoteas, palacios y conventos, no daría abasto. Se trataría, sin duda, de un esfuerzo sobrehumano y la última propuesta de la editorial Universidad de Sevilla quiere “ofrecer una Sevilla humana... muy humana” y “habitable en su belleza”. Por eso los tres coordinadores de la publicación, el pintor Miguel Bastante Recuerda, el doctor en Geografía y profesor de la Pablo de Olavide Antonio García García y el profesor de Filosofía de la Universidad de Sevilla Francisco Rodríguez Valls se han propuesto hacer un libro digerible sobre una ciudad de la que se les nota que andaban enamorados desde antes de nacer. El propósito de la obra, ya disponible esta semana, es que el lector vuelva a la ciudad hispalense no para verla, sino para mirarla profundamente por primera vez. “Nuestra mirada posicionada explora lo que consideramos verdadero y crea nuestra realidad”, asegura el autor de las acuarelas en el prefacio del libro. El problema, tal vez, es que esa “mirada posicionada” explora solo lo que sabe y, si sabe poco, termina creando una realidad achatada, inmediata y pobre. De ahí la pregunta de Bastante: “¿Por qué contar lo dicho, si lo no dicho puede conquistar la opacidad?”.

Desde ese punto de partida, y conscientes de que “las ciudades son la historia”, la que acontece y se percibe luego en sus plazas, azoteas, fuentes, cárceles, cementerios, monumentos y, por supuesto en el caso de Sevilla, iglesias, los coordinadores de Sevilla miradas han dispuesto la estructura del libro desde un plano cenital, multisensorial y que busca en cada collación la estampa congelada y emblemática que es capaz de ofrecer la mirada del pintor; la evocación personal y literaria de quienes se han criado por allí y ahora vuelven sobre su mundo cambiante; y la interpretación urbanística, histórica y social del experto que ve en la piedra lo que los demás no alcanzamos: el tiempo y sus circunstancias hasta hoy.

La hondura de mirar Sevilla de templo en templo

Así, la sección dedicada al Casco histórico focaliza en primer lugar la Catedral de Sevilla, luego el Salvador y más tarde el Oratorio de San Felipe Neri y la capilla de San José, pero también la Alameda de Hércules, San Luis de los Franceses, las basílicas de La Macarena y El Gran Poder, las iglesias de San Román, Santa Catalina y La Magdalena, la Plaza de la Encarnación, el Palacio de la Condesa de Lebrija y el Barrio de Santa Cruz. Por su parte, la segunda sección, Arrabales, se ocupa de la iglesia de San Bernardo, de parroquias como la de San Roque, Nuestra Señora de la O o Santa Ana, del Puente de Triana, de la iglesia de San Jacinto y de la calle Betis... En el último apartado, Nuevas expansiones, aparecen el Teatro Lope de Vega y el Casino de la Exposición, el Templete del Parque de María Luisa y la Plaza de España. O sea, esa Sevilla universal a la que, tantas veces, los procesos de gentrificación y turistificación hacen más inaccesible porque solo se ve lo que se vende y no lo que guardan las esencias, que son tantas.

“Fagamos una Iglesia tal...”

Tras la primera acuarela de la Catedral, desde la Plaza Virgen de los Reyes, Daniel Bilbao, profesor de Dibujo en la Universidad de Sevilla, tiene el acierto de recordar la célebre frase atribuida a los canónigo sevillanos: “Fagamos una Iglesia tal y tan grande que los que la vieren labrada nos tomen por locos”. Bilbao reflexiona sobre la paradoja de que, después de “construir sobre lo construido”, y a cambio del imponente templo cristiano nos perdiéramos la hermosa mezquita anterior, esta ciudad termine “asimilándolo todo con la mayor naturalidad”, y pone el ejemplo de la Giralda. “Me produce curiosidad saber qué pensarían los ciudadanos de la época, tras haber convivido durante siglos con el minarete y verlo transformado con el añadido cuerpo de campanas”. Dando un salto en el tiempo, termina poniendo el “ejemplo triunfal” de la Setas de la Encarnación, que pasaron de ser objeto de crítica a “lugar de encuentro donde tirios y troyanos, moros y cristianos, se hacen selfis con la arquitectura de fondo”. La tolerancia secular. En fin.

El propio Miguel Bastante, que pinta su vista de la cúpula de El Salvador, la recuerda por escrito antes, desde la azotea de la de la Facultad de Bellas Artes de la calle Laraña, cuando estudiante. El profesor de Filosofía Luis Fernández recuerda que bajo el suelo de su plaza hallaron monedas de Teodosio y de Augusto, en la época en que sería “foro imperial de Híspalis, hasta que Umar ben Adabbás lo convirtió en un templo que quemaron los hombres del Báltico”. De aquel pasado remoto, a quienes se paran hoy delante de su escalinata y buscan la sombra de sus “ocho naranjos”. El Salvador da para tantas miradas hoy, que el profesor del CSIC Juan José Negro, del Departamento de Ecología Evolutiva de la Estación Biológica de Doñana, se centra en la colonia del cernícalo primilla, especie amenazada y el más pequeño halcón europeo, que se cobija en los mechinales del Salvador...

La centralidad perdida de La Alameda

El trazo de Bastante en su acuarela de la Alameda de Hércules es, como otras, casi impresionista. Y esa impresión de marginalidad que durante cierto tiempo ha arrojado el lugar, a pesar de sus columnas, contrasta con el epicentro que fue de la sociabilidad sevillana hasta que la creciente degradación de la ciudad a partir del siglo XVII, “y la basculación hacia el sur de la centralidad en el cambio hacia el siglo XX, comenzaran a mudar su signo”, escribe el propio Antonio García, después de que la profesora de Geografía Esther Quero nos recuerde que llegó a pasar por allí “el río Guadalquivir, y tras ser desviado por el rey Leogivildo en el siglo VII, quedó una laguna que con las lluvias de invierno se sobrecargaba de agua, y en verano se infectaba de mosquitos”. Luego, el Conde Barajas, en 1574, la secó y plantó álamos y la adornó con antiguas columnas de un templo romano de la calle Mármoles. Y ahora, después de esta lectura, es imposible pasar por el paseo y no retrotraernos a cuando el gran río de Andalucía besaba este mismo paraje luego convertido en jardín de moda y paseo de la alta alcurnia que hoy, tantos siglos después, es lugar de ocio tan multicultural.

El repaso a San Luis de los Franceses nos retrotrae a la grandeza barroca ya tardía, cuando la grandeza de los jesuitas también en Sevilla y el bautizo de este templo sin plazoleta para ser contemplado con el nombre de un primo de nuestro rey Fernando III el Santo, el rey medieval francés Luis IX... Luego de la expulsión de los jesuitas, el profesor de Expresión Gráfica Arquitectónica de la US Esteban de Manuel Jerez explica los destinos de la iglesia y el noviciado como seminario, convento, hospital, fábrica y hospicio, hasta que la Diputación de Sevilla la restaura en 1984, sirve de sede para el Centro Andaluz de Teatro y, una vez desacralizada y vuelta a restaurar, se ha vuelto a abrir para visitas turísticas siendo la joya que es.

El arco de la Macarena y la Basílica del Gran Poder constituyen otro motivo (sagrado) más de “la eterna dualidad hispalense”, como apunta el guía y experto en Patrimonio César López Gómez, consciente de que la Macarena “nos habla de la Sevilla más popular” que remite a “Sevilla la Roja” mientras que el Gran Poder “se asienta en un aristocrático y burgués ámbito urbano –de alma becqueriana- que se singulariza por un trazado de calles ordenado”. Esa dualidad se retrotrae por aquí hasta los tiempos tartésicos, cuando se daba culto a la diosa Astarté y al dios Baal.

Igualmente interesantes son las miradas a las iglesias de San Román y de Santa Catalina. O el poema de José Domingo Vilaplana a las alturas y bajuras de la Plaza de la Encarnación, “oculta y silenciosa, la plaza / desde la altura gris. / Abajo, a ras de suelo, mercaderías y gentío que se mezclan / con una avidez de amores urgentes, / y todo es un apretado estregón / de jovial y colorida materia...”. Los versos se suceden también para mirar la iglesia de La Anunciación, hecha “Luz y palabra” para Sonsoles Peñacoba, que también se ocupa de imaginar un cuento de princesas en el Palacio de la Condesa de Lebrija, más museo que residencia y cuyas riquezas nos invitan a visitarla tras el pequeño tratado que nos regala el profesor de Historia del Arte de la Universidad Pablo de Olavide Francisco Ollero Lobato.

La Magdalena y la Sevilla imperial

El paseo para seguir mirando que ofrece el libro continúa por la iglesia de La Magdalena, “en el corazón de la Sevilla imperial”, como recuerda el catedrático de Filosofía de la US Jacinto Choza, quien nos recuerda que fue el mismo Fernando III quien cedió un afinca a los dominicos para construir su convento y su noviciado y donde, ya en el siglo XVII se construyó la actual iglesia, que hoy nos recuerda a través de una placa que allí se formó Fray Bartolomé de las Casas, “uno de los sevillanos más aventureros y más apasionados por la justicia social y por América que pueda encontrarse”.

Bastantes años después, ya en 1682, se enterró en otra iglesia, la parroquia de Santa Cruz, en el barrio del mismo nombre, el pintor más emblemático de la ciudad: Bartolomé Esteban Murillo, y la focalización del barrio por donde hubo tantas sinagogas sirve para apunta igualmente a otras iglesias, como la de San Bartolomé o la de Santa María la Blanca... O incluso el hospital de Los Venerables.

Arrabales

La última parte del libro, dedicada a los arrabales y nuevas expansiones, comienza con una mirada muy crítica a San Bernardo por parte de Ibán Díaz Parra, investigador posdoctoral del Departamento de Geografía Humana de la Universidad de Sevilla. “El barrio fue sustituido por un no barrio, por un no lugar, donde su paisaje, rico en hitos, ha quedado vacío de significado”, asegura el investigador. “San Bernardo se ha ido transformando en una zona residencial, dentro del corredor Buhaira-Santa Justa, con algunos de los precios más escandalosamente caros de la vivienda en la ciudad, encajonado entre grandes promociones de lujo y uno de los principales centros financieros y comerciales de la ciudad”. Y añade: “El miércoles santo sale el Cristo de la Salud de la Hermandad de San Bernardo, el último símbolo que remite al viejo barrio, que atrae en peregrinación a los viejos vecinos...”.

De Triana, vuelve a ocuparse Jacinto Choza para hablar del Barroco trianero que supone la iglesia de San Jacinto, desde cuya esquina puede verse el puente, la capillita de la Virgen del Carmen, la espadaña y las campanas de la capilla de la Virgen de la Estrella, “la cofradía más valiente de la Semana Santa”... Miradas. Como la mirada de la profesora de Filosofía Concha Diosdado sobre la Parroquia de la O en la trianera calle Castilla. “La Virgen de la O es una advocación que desde hace siglos recibe la Virgen María embarazada ante la expectación del parto”, escribe, “un canto a la esperanza ante la venida del Hijo de Dios”.

El libro se va cerrando con la Parroquia de Santa Ana, catedral de Triana, y esos otros templetes, como el del Parque de María Luisa, otras cúpulas como la del teatro Lope de Vega, y otras torres como las de la Plaza de España, pero al tiempo que el lector termina su tarea entre páginas se despierta su vocación de paseante por una ciudad llamada a mirarse de otra manera.

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