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Actualizado: 23 jul 2022 / 12:43 h.
  • La poesía encendida de Luis Rosales: más allá del rapto de Lorca

El poeta Luis Rosales nació el mismo año que Miguel Hernández, 1910, pero mientras este perdió la vida en 1942, abandonado como un perro en una cárcel alicantina por haber escrito tan claramente contra el fascismo, el de Granada se había criado en un ambiente falangista y pagó bien caro, contra la difusión de su poesía, no solamente el hecho de sobrevivir medio siglo a poetas como Hernández, hasta 1992, sino aquel negro episodio de que fuera precisamente en su casa, en la calle Angulo de Granada, donde los asesinos de Federico García Lorca fueron a buscarlo. Como alguna vez escribió Andrés Trapiello, “los que ganaron la guerra, perdieron la gloria de los libros de texto”.

En buena medida, eso le sucedió a Rosales, sobre cuyo Premio Cervantes en 1982 saltó como un gato montés cierta izquierda miope, sorprendida de que le concedieran tal galardón a un poeta, a su parecer, no del todo brillante y que, para colmo, mucho o poco, algo había tenido que ver con el asesinato del autor del Romancero gitano. Tuvo que ser Félix Grande quien escribiera, algunos años después, un libro aclaratorio bajo el título de La calumnia: de cómo a Luis Rosales, por defender a Federico García Lorca, lo persiguieron hasta la muerte. Grande quiso zanjar el asunto con un buen puñado de verdades, pero ya se sabe que la gente prefiere opinar que leer y que las calumnias, calumnias son.

El caso es que cada vez que se habla del poeta Luis Rosales, de cuya muerte se cumplen ahora 30 años, no sale a relucir su profunda y variada poesía -el pozo hondo de su existencialismo, la serenidad de sus versos amorosos, el calado de su profunda religiosidad-, sino su papel tangencial en la muerte de su paisano, 12 años mayor que él y con quien no solo había charlado tantas veces como discípulo cercano que se consideraba suyo, sino con quien tuvo el privilegio de hablar de lo divino y lo humano en aquellas últimas noches en que solo Federico –que había tratado tantas veces con la muerte cara a cara a través de sus versos- tenía la negra intuición de su aciago destino.

El rapto de su amigo

La historia es bien conocida, aunque se han contado tantas versiones de los mismos instantes, que Rosales merecería que se repitiese más la suya propia: Federico había regresado de Madrid a la Huerta de San Vicente de Granada -a pesar de tener los billetes de embarque para México- solo por celebrar el día de su santo, y el de su padre, en la casa familiar. Fue precisamente aquel día, el 18 de julio, cuando estalló la guerra civil y ciertos fascistas se presentaron en aquella segunda residencia de don Federico García y doña Vicenta Lorca. Insultaron al poeta, lo zamarrearon y sembraron el pánico. De modo que la familia dilucidó qué hacer con él para protegerlo. Ha insistido hasta la saciedad Luis Rosales, que asistió en calidad de amigo a aquel consejo familiar, en que ni al padre ni a la madre de Federico, ni a él mismo, se les pasó por la cabeza el extremo de que la vida del poeta corriera peligro, sino que decidieron finalmente mandarlo a casa de los Rosales –importantes falangistas de Granada y amigos íntimos de la familia García Lorca- solo para que dejaran de molestarlo. Pero el caso es que, unas semanas después, con la guerra ya en pleno apogeo y los hermanos Rosales en el frente –incluso Luis-, se presentaron en la casa de la calle Angulo los políticos ultraderechistas Juan Luis Trescastro Medina y Ramón Ruiz Alonso y el ingeniero Luis García Alix. Un batallón militar había rodeado la casa como si vinieran a prender a un malhechor. Y la madre de los Rosales, que estaba sola en casa con su hija, les dijo que no hacía falta tanta logística para tan poca resistencia. La señora llamó a sus hijos y los hermanos Rosales se presentaron en su hogar sorprendidos de que vinieran a por Federico. De nada les sirvieron los argumentos a favor del poeta ni la exigencia de una orden por escrito. Trescastro les dijo que se llevaban a Federico bajo su responsabilidad personal y que le bastaba con una orden verbal. La madre de los Rosales consiguió que su hijo mayor, Miguel –otro falangista- los acompañara. Pero las horas se precipitaron, oscureció y ya fue de dominio público lo que ocurrió aquella madrugada, la camioneta hacia Víznar, los tiros en el barranco, el rumor del agua oculta que llora...

La poesía encendida de Luis Rosales: más allá del rapto de Lorca

Luis Rosales, que había publicado el año anterior su primer poemario, Abril, recordaría para siempre las charlas nocturnas con Federico en su propia casa cuando él volvía del frente y Lorca lo ponía al corriente de las noticias de la radio. “Después de una hora de información, Federico siempre terminaba hablando de literatura, de sus proyectos y de lo que quería escribir”. Luis había venido publicando sus primeros poemas en la revista Los cuatro vientos y junto con otros poetas de su generación, como Luis Felipe Vivanco o José García Nieto, colaboró en la revista falangista Jerarquía durante casi todo el tiempo que duró la guerra, pero siempre sobrellevó sobre sus hombros la mala conciencia de no haber intentado lo que, de haber adivinado el futuro, podría haber hecho. “Si su padre, su madre o yo mismo hubiéramos sospechado siquiera que la vida de Federico corría peligro, no hubiera muerto. Era facilísimo salvarlo”, dijo muchos años después... “Como el náufrago metódico que contase las olas / que faltan para morir, / y las contase, y las volviese a contar, para evitar / errores, hasta la última, / hasta aquella que tiene la estatura de un niño / y le besa y le cubre la frente, / así he vivido yo con una vaga prudencia de / caballo de cartón en el baño, / sabiendo que jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería”.

Tal vez no sea casualidad que su tesis doctoral, ya publicada en 1940, fuese El sentimiento del desengaño en la poesía española del Siglo de Oro.

Hacia la casa encendida

Terminada la guerra, Luis Rosales siguió escribiendo, refugiado en esa poesía que la crítica había de llamar “arraigada” solo porque había otra, desarraigada, que desde luego no podía sentir a España como patria en la que echar raíces. Fue, de hecho, secretario de la principal revista arraigada del momento, Escorial, la que dirigía el poeta Dionisio Ridruejo, falangista arrepentido algunos años después. Su poética fue derivando hacia un barroquismo que no renunciaba, sin embargo, a un suave surrealismo al servicio de una temática religiosa. En 1940, de hecho, publicó Retablo sacro del Nacimiento del Señor, cuyo asunto había de retomar, por ejemplo, en Nuevo retablo de Navidad, con sonetos tan magistrales como en el que se imaginaba como pastor ciego entrando a trompicones en el mismísimo portal: “Sentí decir ¡Belén! y un inseguro / empuje me arrastró; quedé un momento / sin poder respirar; pálido y lento / volví a palpar el muro y tras el muro / el roce de un testuz, súbito y duro, / me hizo pasmar; después sentí un violento / temblor de carne y labio, el movimiento / gozoso de la gente y un oscuro / miedo dulce a volver; seguí avanzando / y resbalé en la paja; ya caído / toqué el cuerpo del niño, yo quería / pedirle ver y me encontré mirando / sintiéndome nacer, recién nacido, / junto al rostro de Dios que sonreía”.

La poesía de Rosales había evolucionado tanto a finales de aquella década, que del clasicismo mamado en sus constantes lecturas del Siglo de Oro pasó al original poema autobiográfico y en verso libre que tituló, en 1949, La casa encendida. El yo poético llega de noche a su casa y descubre cómo se iluminan las distintas habitaciones que le evocan sucesivos instantes o incluso épocas, personas... como la niñez, sus padres, sus hermanos, el amigo asesinado, su esposa... “Y puede ser que estemos todavía unos dentro de otros, y puede ser que habitemos aquella casa de la infancia donde el latido del corazón tenía las mismas letras que la palabra hermano; / y Gerardo... / -ya sabéis que Gerardo quería llegar a ser como un domingo cuando fuera mayor-, / y aquella casa estaba viva siempre, / estaba ardiendo siempre durante varios años de juego indivisible, de cielo indivisible, / de cielo con su tiempo indivisible y circular que comienza en mañana, / y “quién te cuida, Luis”, / y puede ser que aquella casa siga aún creciendo sin paredes, / y puede ser que todos nos reunamos en ella, / ardiendo aún dentro de aquella casa, / dentro de aquella infancia, / en donde al patio de la sangre le llamábamos Pepa, / y en la cual, si llegaba el cansancio, le llamábamos noche todavía; / y “quién te cuida, Luis”, y puede ser que yo sea niño, / “Pepa, Pepona, ven”, / y Pepona llegaba hacia nosotros con aquel alborozo de negra en baño siempre, / con aquella alegría de madre con ventanas / que hablaban todas a la vez, para decirnos / que no hay tarde sin sol, ni luz que no caliente / las mieses y las manos, “pero, Pepa; Pepona, ¿dónde estás?” / y estaba siempre / tan morena de grasa / que parecía como una lámpara / vestida con aquel buen aceite tan pálido de la conformidad...”.

La poesía encendida de Luis Rosales: más allá del rapto de Lorca

La poesía de Rosales había alcanzado ya entonces su cenit: “No sé si es sombra en el cristal, si es solo / calor que empaña un brillo; nadie sabe / si es de vuelo este pájaro o de llanto; / nadie le oprime con su mano, nunca / le he sentido latir, y está cayendo / como sombra de lluvia, dentro y dulce / del bosque de la sangre, hasta dejarla / casi acuñada y vegetal, tranquila. / No sé, siempre es así, tu voz me llega / como el aire de Marzo en un espejo, / como el paso que mueve una cortina / detrás de la mirada; ya me siento / oscuro y casi andado; no sé cómo / voy a llegar buscándote hasta el centro / de nuestro corazón, y allí decirte, / madre, que yo he de hacer en tanto viva, / que no te quedes huérfana de hijo, / que no quedes sola allá en tu cielo, / que no te falte yo como me faltas”.

En 1951, Rosales recibe el Premio Nacional de Poesía con un libro titulado como se lo titularon a Bécquer: Rimas, henchido de endecasílabos y heptasílabos al modo de Garcilaso y sin renunciar a su propia libertad... “Para volver a ser dichoso, era / solamente preciso el puro acierto / de recordar... Buscábamos / dentro del corazón nuestro recuerdo. / Quizá no tiene historia la alegría. / Mirándonos adentro / callábamos los dos. Tus ojos eran / como un rebaño inquieto / que agrupa su temblor bajo la sombra / del álamo... El silencio / pudo más que el esfuerzo. Atardecía, / para siempre en el cielo. No pudimos volver a recordarlo. / La brisa era en el mar un niño ciego.

Hacia su propia vanguardia

Rosales, que había consolidado su propio neorromanticismo, siguió caracterizándose, durante años, por sus hallazgos rítmicos y una marcada preocupación por el lenguaje. Ya en los años 70, su cosmovisión es claramente más pesimista. Fueron los años de Segundo abril (1972) o Canciones (1973). “Esta puerca miseria de volver a empezar cuando ya está todo acabado, / cuando ya la resignación tiene un sonido de campana / que suena rota, desprendida, llorando, / y su hueco metal disponible / se va llenando poco a poco, de un espanto pequeño, / de un espanto tan corto que no puede avanzar, / que no puede llenarte / como no te vacía una eyaculación / pero te deja emasculado y embebido; y es tan solo un espanto pequeño, / como un virus, (...) hasta que el corazón se hace un coágulo de sangre, / hasta que el corazón se tensa sin latir / para dejarte en su desván, / tan maniatado y tan escaso, / que empiezas a sentir que nada puede perdonarse”.

La poesía encendida de Luis Rosales: más allá del rapto de Lorca

En 1979, publica su última obra cumbre: Diario de una resurrección, de contenido existencial y en la que se conjugan clasicismo y vanguardia a partes iguales, al tiempo que demuestra ese equilibrio tan suyo y tan de siempre entre lo racional y lo irracional, es uno de los grandes poemarios de amor del siglo XX. “Tal vez es cierto y sin embargo es triste / que nuestro amor solo puede durar mientras que dure un beso, / pero al besarte el tiempo se establece, / y tu cuerpo comienza a ser una pregunta, / cada una de tus manos tiene su gesto propio, / y el mirar de tus ojos empieza conjugarse en voz pasiva. / Así me voy llenando de música y de tiempo, / y la música es sed, / y la sed es tan corta que tiene que nacer continuamente / como nacen mis ojos cuando el vestido empieza a resbalar sobre tus / caderas / y aparecen tus hombros soleados, / tu momentánea piel, / y tu cuello de miel agonizante, / y tu cintura que es de agua, / y recorro, una vez y otra vez, el corto territorio de tu vientre...”.

Los últimos poemarios de Rosales se titulan Un rostro en cada ola (1982) y Oigo el silencio universal del miedo (1984). Dejó igualmente una importante obra ensayística entre cuyos títulos destaca Cervantes y la libertad, de 1960, sobre el pensamiento del autor de El Quijote. Ya cercana su vejez, aquel abril de su juventud se había vuelto segundo abril, efectivamente, pero con el dominio de toda la poesía que había ido admirando en sus colegas de toda la historia desde que nació:

Tiemblo de verme en tus ojos
sin comprender el bautismo,
contigo, Abril, primavera,
el nombre nace contigo,

y el ser también en el seno
de tu vientre estremecido,
nieve niña y madre virgen
de mi tiempo y mi destino;

por ti se agrupa el rebaño
por ti se doblan los trigos,
por ti los álamos tiemblan
y el mar se levanta en vilo

como los pueblos que llevas
en la mirada perdidos
para siempre, como el tiempo
que vuelve a nacer contigo,

contigo para salvarme,
para perderme contigo
como el beso que no sabe
sobre qué boca ha nacido.

¡No puedo verte, no puedo
verte cuando estoy contigo!
¡no sé mirarte, no sé
mirarte, pero te sigo!

tuyo seré madreselva,
madre viento y madre río,
isla de ti solamente
mi nacimiento continuo,

que estoy con dolor queriendo
lo que muero y lo que vivo,
lo que vivo y lo que muero
de tenerlo sin vivirlo.

El tiempo es sólo el espejo
donde te sueño lo mismo
que los chopos en invierno
sueñan su verdor florido.

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