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Actualizado: 23 ene 2023 / 19:46 h.
  • ¿Qué tiene el 23 de enero para que mueran tantos pintores?

Parece mentira, pero el 23 de enero nunca ha pintado bien. Tal día como hoy de 1883 murió el pintor, escultor e ilustrador francés Paul Gustave Doré, aquí archiconocido porque nos sirvió en bandeja la discutida imagen que del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha hubieran podido tener nuestros antepasados al leer sus disparatadas aventuras. Fue retratarlo Doré en la edición de la famosa novela de Cervantes en 1863 y ya todos interiorizamos aquella imagen del loco de los molinos de viento. Pero es que un 23 de enero también, pero de 1944, murió asimismo el pintor y grabador noruego Edvard Munch, el célebre pintor que adelantó todo el expresionismo alemán con su cuadro de El grito. Basta decir el título del cuadro para que todos lo visualicemos. Mucho más recientemente, el 23 de enero de 1989 murió otro pintor, mucho más nuestro en el espacio y en el tiempo: el genio del surrealismo español Salvador Dalí, uno de los nombres artísticos más relacionados con la Generación del 27, con el cine que vino a partir de Buñuel y con esa estrategia que la publicidad moderna aprendió luego: que hablen de ti aunque sea mal. Los tres pintores de los que hablamos, con intervalos de aproximadamente medio siglo, murieron un 23 de enero.

De alguna manera, puede trazarse una línea transversal de sentido que los une a los tres. Porque tanto Doré como Munch como Dalí se inspiraron profundamente en la literatura, los tres miraron a tiempos pretéritos como el Renacimiento y los tres fueron escandalosamente modernos en el sentido de retratar, más allá de lo que los ojos son capaces de ver, sentimientos que solo el alma es capaz de captar: la locura, la angustia, los sueños.

Doré fue siempre en la misma línea, porque no solo alcanzó celebridad por El Quijote, sino también por la Biblia y por la Divina comedia. Fue él quien sirvió la imagen clásica que generaciones de lectores comunes y artistas de otras disciplinas tuvieron de personajes tan legendarios como los que aparecen en esos libros del canon occidental hasta bien entrado este siglo. Doré nació en Estrasburgo y con solo quince años fue contratado por Charles Philipon para que hiciera una litografía por semana. Con veinte años, ilustra obras de Lord Byron y eso le abre las puertas para ilustrar a escritores ingleses, como ocurrió de hecho con El cuervo de Edgar Allan Poe. La inspiración para ilustrar El Quijote la encontró en España, evidentemente, pues en 1862 viajó por todo el país con el barón Davillier. Cuando le tocó el turno a Londres, después de firmar un contrato con la editorial Grant & Co por 10.000 libras esterlinas al año, al éxito comercial se le sumaron las críticas de quienes se escandalizaron de que Doré mostrara la pobreza londinense. Qué atrevimiento. El periódico Art Journal lo acusó de “fantasioso más que de ilustrador”, pero a partir de ahí le llovieron los encargos.

¿Qué tiene el 23 de enero para que mueran tantos pintores?

Veinte años antes de morir Doré, nacía Edvard Munch, capaz de convertir todas las emociones humanas en arquetipos de la vida anímica del hombre moderno. ¿Qué es, si no, lo que representan Don Quijote y Sancho Panza, según nos descubrieron los románticos? El idealismo y el pancismo que se encierran y mezclan dentro de cualquiera de nosotros en proporciones relativas a nuestras personalidades y circunstancias.

Munch abundó en sus obras en todos los sentimientos humanos que el expresionismo iba a explotar a continuación: la soledad (Melancolía), la angustia (El grito), la muerte (Muerte de un bohemio) o el erotismo (El beso). Munch llegó a decir que al igual que Leonardo da Vinci diseccionó cuerpos para conocer al ser humano, él intentaba diseccionar almas para llegar a lo más profundo aún. Y a sí mismo se tomó como modelo para su cuadro más famoso, como apuntó en 1892 al explicar la génesis de El grito: “Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve; me apoyé en la barandilla, preso de una fatiga mortal. Lenguas de fuego como sangre cubrían el fiordo negro y azulado y la ciudad. Mis amigos siguieron andando y yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un grito interminable atravesaba la naturaleza”.

¿Qué tiene el 23 de enero para que mueran tantos pintores?

Cuando murió Munch, ya había pintado lo principal de su obra Salvador Dalí, que también habría de morir un 23 de enero. Dalí será el surrealista de que no se conformó con el lienzo sino que buscó otros soportes más en consonancia con el tiempo que le tocó vivir, como la escultura, la fotografía y, sobre todo, el cine. Parecía muy original pero en realidad se dejó influir por todo, desde las pinturas rupestres hasta el Renacimiento; desde el Barroco hasta las vanguardias que ni siquiera en sus días de juventud estaban consolidadas porque lo andaban esperando a él, el autor de La persistencia de la memoria, ese cuadro de 1931 -qué año tan de transición entre la deshumanización y la rehumanización del arte- más conocido como “Los relojes blandos”. Qué metáfora tan dura, tan manriqueña, tan universal: al tiempo no lo convence ni el arte, y menos un 23 de enero.