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Actualizado: 06 jun 2021 / 09:03 h.
  • Sánchez Mejías, el torero que pasó a la Historia por la Poesía

Suelen decir los historiadores de la Literatura española que el año 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, no tuvo nada de particular al margen del tricentenario de la muerte de Góngora que aprovecharon los célebres poetas de la tan famosa Generación para fundarse a sí mismos. Sin embargo, en la intrahistoria de aquella fundación generacional y de aquel año que cambiaría los libros de texto para siempre, ocurrieron demasiadas cosas que no siempre se subrayan. Una de ellas es que al nacimiento de la Generación del 27 contribuyó más un torero sevillano, Ignacio Sánchez Mejías, que muchos de los escritores que se hicieron los suecos con la efeméride, como los hermanos Machado, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez o el entonces todopoderoso José Ortega y Gasset desde su Revista de Occidente. Los entonces jóvenes poetas Rafael Alberti, Gerardo Diego, Federico García Lorca o Dámaso Alonso, entre otros muchos, encontraron en el matador sevillano un puntal imprescindible para celebrar los 300 años de la muerte del poeta barroco cordobés, no solo porque Sánchez Mejías financiase aquella quedada entre Sevilla, Bellavista y Alcalá de Guadaíra días antes de Nochebuena, sino, sobre todo, porque, con su disparatada vuelta a los ruedos siete años después, propició el mayor número de elegías que se le conocen a un torero, al que tanto tenían que agradecerle. Y por eso hoy, cuando se cumplen 130 años de su nacimiento, seguimos acordándonos de él.

Corridas y poemas

A comienzos de junio de 1927, según había de recordar Alberti en sus memorias, Sánchez Mejías se había burlado de él al recordarle que, “como poeta, se iba a morir de hambre”. “Los poetas no ganan gana”, le dijo el torero, como si él, a pesar de haber ganado el Premio Nacional de Literatura con Marinero en tierra, dos años antes, no lo supiera ya. “Yo te voy a nombrar banderillero de mi cuadrilla y te voy a pagar muy bien”. Alberti, al que le encantaba la aventura, se dejó vestir con el traje de luces naranja y negro que Sánchez Mejías se había puesto siete años antes durante el luto por la muerte de su cuñado, Joselito El Gallo, a quien el poeta de El Puerto de Santa María le dedicaría ya una elegía para terminar de camelarse a quien iba a financiar el 27: “Que pueda, Virgen, que pueda, / volver con sangre a Sevilla, / y al frente de mi cuadrilla / lucirme por la Alameda”.

La corrida en la que Alberti se estrenó en una plaza fue el 3 de junio de 1927 en Pontevedra. El autor de Sobre los Ángeles –poco después iba a empezar a escribirlo- hizo el paseíllo, se escondió detrás del burladero y ya no salió más. Y lo más sorprendente es que, cuando terminaron, Sánchez Mejías, que había toreado con Cagancho y Antonio Márquez (el marido de Concha Piquer), se cortó la coleta y se dedicó a otras cosas, tan aventurero como era. No era extraño en alguien que, de niño -de buena familia e hijo de médico- se escapó de casa para viajar como polizón a México...

Y aquel año de 1927 siguieron sucediendo cosas extraordinarias. En pleno mes de agosto, Alberti le escribió una carta a su amigo el torero para terminar de pincharlo. Y este reaccionó al filo del año. El caso es que la noche del 15 de diciembre los poetas Joaquín Romero Murube y Alejandro Collantes de Terán recibieron a sus compañeros de Madrid en la estación de tren de Sevilla, dispuestos a conmemorar con actos literarios el tricentenario de Góngora donde fuera, aunque en las instalaciones del Ateneo estuvieran ya las carrozas de la Cabalgata de Reyes y tuvieran que buscar otra ubicación para aquella célebre foto en la que Luis Cernuda no se pone por pura timidez.

El torero agasajó a los poetas en su casa de Pino Montano, los sorprendió al día siguiente con una excursión al manicomio de Miraflores y con un almuerzo en la Venta de Antequera. Federico García Lorca, que celebraba su cumpleaños un día antes que él pero tenía siete años menos, había de declarar que “aunque era el Ateneo de Sevilla quien nos llevaba, en todos nosotros había el sentimiento de ser únicamente Ignacio Sánchez Mejías, gran matador de toros amigo, el que, dado su entusiasmo creciente por la literatura, nos trasladaba de las pobres orillas del Manzanares madrileño a las floridas del Guadalquivir sevillano”. Dámaso Alonso, más serio, insistió en lo mismo, muchos años después: “Mi idea de generación poética, a la que pertenezco, va unida a esa excursión sevillana, que pudo salir bien gracias al cariño y la esplendidez de Ignacio”.

Cambio de vida

El caso es que, con 38 años, casado con la hermana de El Gallo y amante ya de la amante que este había dejado, La Argentinita -a través de quien conoció realmente a Lorca-, Sánchez Mejías se matriculó en el instituto de Educación Secundaria La Rábida, de Huelva, para terminar el Bachillerato y empezar a escribir, entusiasmado por la onda literaria que habían dejado sus amigos en él, hasta cuatro obras de teatro. Dos de ellas llegaron a representarse en la primavera y el verano de 1928: Sinrazón, juguete en tres actos y prosa; y Zaya, comedia en tres actos y prosa. Las otras dos fueron publicadas por la editorial Austral en 1988: Ni más ni menos, comedia en tres actos y en prosa; y Soledad, comedia en más de un acto.

Entretanto, en aquella primavera de 1928, Sánchez Mejías, que se había aficionado al polo y a los coches, fue elegido nada menos que presidente del Real Betis Balompié y su vida empezó a derivar por caminos muy distintos a los de las plazas. Por eso sorprendió más su vuelta a los ruedos y aquel cúmulo de casualidades funestas que acabarían con él a una edad, los 43 años, en que más bien hubiera tenido que madurar como escritor.

La gloria literaria

En 1934, a Sánchez Mejías le dio por reaparecer en los carteles a la vez que el gran Juan Belmonte, quien había sido testigo en su alternativa y también se había retirado para dedicarse a la ganadería. En la plaza de Manzanares (Ciudad Real), en sustitución de Domingo Ortega, a Sánchez Mejías lo corneó en el muslo derecho el toro Granadino el 11 de agosto. Dos días después, ya en Madrid, murió por la gangrena. Y ahí empezó su gloria, no por la muerte en sí ni por lo que había toreado ni escrito, sino por los versos que le escribieron.

De hecho, con permiso de aquellas Coplas que le dedicó Manrique a su propio padre en el siglo XV, el Llanto que le compone Lorca a su amigo Ignacio pasa por ser la más destacada elegía de la literatura española: “Eran las cinco en punto de la tarde”, comienza diciendo como una letanía aquel poema recitado por primera vez en el Alcázar sevillano bajo una lluvia de jazmines que había ideado Romero Murube. “¡Que no quiero verla! / Dile a la luna que venga, / que no quiero ver la sangre / de Ignacio sobre la arena”, continuará la segunda parte de una obra tan ajustada como genial. “Por las gradas sube Ignacio / con toda su muerte a cuestas. / Buscaba el amanecer / y el amanecer no era”.

El propio Romero Murube habría de incluir un soneto muchos años después en su Canción del amante andaluz: “Ya se rompió la clara geometría / de tu juego en las puntas de la muerte, / de tu gloria de luz y vida fuerte / no queda más que esta melancolía”, empezaba, y terminaba diciendo: “Pero en un hilo se quebró el portento / de las medidas justas y mortales, / y tu vida perdióse en un lamento”.

Por supuesto, también Alberti, que por entonces andaba por Rusia, le dedicaría su poema: “Por caminos sin agua / va tu agonía. / Verte y no verte. / Yo, lejos navegando; tú, por la muerte (...) / Yo, de viaje. Tú, dándole a la muerte / tu último traje. / Mueve el aire en los barcos / que hay en Sevilla, / en lugar de banderas / dos banderillas”.

Incluso Miguel Hernández, antes de convertirse en un gran poeta y redactor contratado como era todavía para la Gran Enciclopedia del Toreo de José María de Cossío, le dedicó Citación fatal: “Quisiera yo, Mejías, / a quien el hueso y cuerno / ha hecho estatua, callado, paz, eterno, / esperar y mirar, cual tú solías,/ a la muerte: ¡de cara!, / con un valor que era temor interno / de que no te matara”.

Por supuesto, ninguna estrofa ha quedado en la conciencia colectiva como aquella de versos alejandrinos en los que Federico, rematando la elegía a Ignacio, parecía referirse a sí mismo: “Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, / un andaluz tan claro, tan rico de aventura. / Yo canto su elegancia con palabras que gimen / y recuerdo una brisa triste por los olivos”.

Era verdad, como le había dicho aquel día a Alberti, que los poetas no ganan nada. Pero, en su caso, fue la poesía y no el dinero quien le hizo ganar la vida de la fama.