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Actualizado: 03 abr 2022 / 04:56 h.
  • Sevilla: una ciudad hecha de versos
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  • Sevilla: una ciudad hecha de versos

Si me perdiere en Sevilla”, escribe Gerardo Diego –uno de los artífices, junto con Alberti, de la génesis del 27-, “atravesad el patio de banderas, / seguid túnel adentro y desdeñando / sombras de Don Fadrique y de Don Pedro / buscadme en los jardines”, en referencia a los del Alcázar que dirigió durante todo el franquismo Joaquín Romero Murube, otro baluarte de la misma Generación del 27 que aquí había sido antes redactor jefe de la revista del sur, Mediodía. “Me hallaréis a la sombra apasionada”, continúa Diego, “del amargo naranjo / o la palma real / gozando una sospecha / de perfume de Indias / y pensando que después de todo / no sabremos jamás lo que es la vida”.

Para los poetas, la vida misma está hecha de versos, como el tiempo y el espacio, incluso de una ciudad que ha significado tanto a lo largo de la Historia, especialmente desde que se había convertido en capital de la carrera de Indias bien entrado el siglo XVI. El militar y poeta sevillano Andrés Fernández de Andrada se refería ya a su clima en aquella “Epístola moral a Fabio” que ha quedado como cumbre de la epístola horaciana en nuestro idioma. “Esta invasión terrible e importuna / de contrarios sucesos nos espera / desde el primer sollozo hasta la cuna: / dejémosla pasar, como a la fiera / corriente del gran Betis, cuando airado / dilata hasta los montes la ribera.(...) / Vente, y reposa en el materno seno / de la antigua Romúlea, cuyo clima / te será más humano y más sereno”.

El mismísimo Lope de Vega, exiliado un tiempo en Sevilla, tuvo tiempo y tino de referirse al Arenal de Sevilla en pleno siglo XVII: “Préciese de su edificio / Zaragoza eternamente, / Segovia de su gran puente, / Toledo de su artificio, / Barcelona del tesoro, / Valencia de su hermosura, / la corte de su ventura, / y de sus almenas Toro, / Burgos del antigua espada / del Cid, por tantos escrita; / Córdoba de su mezquita, / y de su Alhambra Granada, / de sus sepulcros León, / Ávila del fuerte suelo, / Madrid de su hermoso cielo, / salud y buena opinión; / y de su hermoso Arenal / solo se precie Sevilla, / que es otava maravilla / y una plaza universal”.

Luz incomparable

El secreto de Sevilla está en su luz”, sentenció Romero Murube tantos años después. Algo en lo que había coincidido el también sevillano Manuel Machado: “El secreto de Sevilla, su mayor encanto, es la luz. Luz que todo lo vivifica y anima, que todo lo alumbra en la doble acepción de aclarar y de dar vida”. Lo dijo alguien que había visto la primera luz de su vida aquí, como su hermano Antonio, que hasta para comenzar un libro sobre Castilla se acordó del patio que vio primero: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla / y un huerto claro donde madura el limonero”.

Aunque para el granadino Ángel Ganivet, “Sevilla seduce por la gracia”, también el santanderino Gerardo Diego, que aterrizó por Sevilla desde la otra punta de España, se fijó desde el principio en su luz: “Cómo quisiera cantarte, / Sevilla de luz desnuda, / la Sevilla más difícil, / la más pura. / (...) Sevillano soy, amigos, / con siete siglos cabales / y otros siete que me esperan / en el aire. / (Por las atarazanas, / Torre del Oro, / eslabones rodaban, / corren los moros). En famoso poema “Torerillo en Triana”, había dicho: “Torerillo en Triana / frente a Sevilla. / Cántale a la Sultana / tu seguidilla. (...) Ay, río de Triana, / muerto entre luces, / no embarca la chalana / los andaluces. / Ay, río de Sevilla, / quién te cruzase / sin que mi zapatilla / se me mojase”. Y hasta el canario Claudio de la Torre: “Sevilla: / el color ha brotado, tu color, / como llama al mediodía: arde en silencio la ciudad, tus patios / son como hogueras apagadas. / Hilo de luz, para tejer las hojas / del árbol, en el encaje de tus jardines, / al fresco arrimo del estanque / que recoge la sombra en sus orillas; / para la flor del azahar que muere / desvanecida, / para cortar las rojas bocas, para / herir la sonrisa; para la brisa, luz / y luz / y luz / y luz/ canta Sevilla”.

Un torero

A Sevilla habían arribado a mediados de diciembre de 1927, invitados por el Ateneo, todos aquellos jóvenes poetas –muchos de Madrid, de la Residencia de Estudiantes- que no habían encontrado respaldo en la capital de España ni en su revista todopoderosa, la de Occidente que llevaba Ortega y Gasset, por mucho Góngora que empuñaran. Aquí encontraron el apoyo de un torero tan atípico, que justo entonces se cortó la coleta para escribir, después de haberse llevado de banderillero a Rafael Alberti con el argumento de que un poeta no ganaba nada. Se llamaba Ignacio Sánchez Mejías, el mismo que volvió a las plazas en 1934 para que Lorca tuviera cómo escribir su poema más inmortal, aquel Llanto por su muerte. Vicente Aleixandre, el futuro Premio Nobel de 1977, que se había criado en Málaga pero que había nacido en pleno centro de Sevilla, había de recordar en una carta a la poeta sevillana María de los Reyes Fuentes, nacida justamente en 1927: “Cuando voy por Sevilla y paseo con algunos poetas sevillanos, me gusta darme una vuelta por la Puerta de Jerez y mirar por fuera, ya casi no se la reconoce, la casa donde nací. Nos solemos parar, entramos en el zaguán, me apoyo en el quicio, toco la madera de su portón y allí, quieto y sentado, miro la fuente lejana y el juego de agua, en el maravilloso sol que casi siempre hace cuando les visito”. Y continúa, entusiasmado: “Ahora la primavera avanza. ¡Qué fresquita estará el agua que corre! Pero nos vamos a meter ya en el verano. A mí me gusta el verano de Sevilla, chorreante de significaciones. La ciudad henchida de fuego parece que, como una flor, se ha condensado en el pétalo último y allí, arrebatada en su color extremo, se despide con la final vibración y luego se inmoviliza. La ciudad se duerme en toda su hipérbole maravillosa de luz, hasta el arrasamiento en el descanso devastador. Sevilla en la siesta de agosto es la Sevilla exasperada en la quietud vibrante y agotadora. Pero no agotada”.

Antes de que llegaran los madrileños del 27, por Sevilla andaban ya Alejandro Collantes de Terán, Rafael Porlán, Adriano del Valle, Rafael Laffón y Juan Sierra, todos ellos poetas excepcionales deslumbrados por el Ultraísmo y admiradores de otros poetas anteriores como el exquisito Rafael Lasso de la Vega, que recuerda cómo “en el Compás de Santa Marta / se entraba cuando yo era niño / por un portal angosto y largo. / Y el recinto escondido entre jazmines / con un naranjo verde / era espejo de un claro patinillo / donde de medio cuerpo se veía / asomada en lo alto la Giralda. / Un hondo patinillo / oculto a las miradas de la calle / como una novia tras la reja”. Hechizado siempre por el minarete con campanas de la catedral, incluso cuando vivió tanto tiempo en Florencia, Lasso de la Vega –tan pionero en todo- habría de recordar, casi en términos cernudianos, que “por el agua cruzaban peces rojos y obscuros / Y sobre macetas de aspidistras / una gran bola de cristal copiaba el mundo / (Como no era mi casa / allí todo me parecía / igual que en los libros de cuentos). / Cierta noche de verano se oía / un piano distante tocando seguidillas / y un son de castañuelas tan dentro de la fuente / que daba miedo. / Yo tenía siete años”.

Incluso un poeta tardío como Fernando Villalón fue capaz de pregonar a Sevilla: “La calleja es una herida / honda y curada con cal. / Juega el sol con un rosal / en la ventana florida. / La siesta a rezar convida. / Reza el agua eternamente / en el patio; y de repente / un grito asustó a la rosa / que se desmayó mimosa / sobre el cristal de la fuente”.

Por supuesto, el gran Rafael de León también fue capaz de profetizar “Las muertes de Sevilla” antes de que Romero Murube trazara en forma de artículo aquellos cielos que perdimos luego convertido en su último libro. Los cielos se perdieron, en efecto, después de una concatenación de pérdidas: “De laurel, no de acero, / con falda de campanas y cristales, / la torre es un arquero / cuyos leves puñales / aun mojados de rosas son mortales. / El primero fue el río, / lo mató una magnolia en primavera / y se quedó vacío, / color de nieve y cera / bendiciendo la mano que lo hiriera... / Más tarde fue la fuente / del Alcázar Real la fenecida / y cayó blandamente / en su taba dormida / igual que una paloma en vuelo herida. / Después fue la muralla, / con su manto morisco y almenado, / quien cayó en la batalla / sangrando en el costado / por un lirio galán y enamorado. / Y las rejas floridas / y la cruz de la plaza y la cancela, / recibieron heridas / del arquero que en vela / en la Giralda es novio y centinela. / En Sevilla se muere / con una muerte blanda y deseada, / y el dardo que te hiere / no es cuchillo ni espada, / que es de flor y de sol la puñalada”.

De aquella misma edad dorada, un poeta tan volcado en la Semana Santa como Juan Sierra tiene un soneto dedicado a una muchacha de pueblo en la Feria de Sevilla que nos remite a estampas imperecederas que van más allá del jolgorio momentáneo:

Ajustado percal, verde azucena,

impaciente de baile tu cintura,

qué fácil se desprende tu hermosura,

traspasada de gracia y miel morena,

en la mañana donde abril resuena

su vara de clavel hecha frescura,

el álgebra de sol, la sombra pura

que a la Giralda te incorpora plena.

Protegida en el aire de esa torre,

¡qué rubia flor por tu mirada corre

Recién nacida en virgen poderío!

Y en la flor de esos ojos, y a tu lado,

¡con qué limpio coral tu luz me ha dado,

este pueblo, este campo, este Sur mío!

La siguiente generación –la del ecijano Manuel Díez Crespo, o la del sevillano José Luis Ortiz de Lanzagorta, por ejemplo-, también ha indagado en los rincones de una ciudad en la que, como dejó dicho Eugenio Noel, “no hay palmo de terreno que no esté bien aprovechado; ni casa que no signifique un fuerte amor a la vida; ni trozo de calle que no tenga su leyenda; ni rincón que no cobije supersticiones medrosas, gérmenes eternos de arte; ni huecos de fachada que no se cuiden como a las niñas de los ojos, que ojos al fin son por medio de los cuales aquellas almas sevillanas, nerviosas y múltiples consiguen su ideal de vivir en la calle y en la casa al mismo tiempo, apurando esas dos existencias, la suya y la de todos, sin las que ningún sevillano toleraría un solo minuto su propia vida”.

Un poeta y periodista de categoría como fue José María Requena, a la sazón director de este periódico, dejó la mejor definición de Triana que pueda concebirse: “Acaso ni exista de verdad. ¡Quién sabe / si no se habrá inventado / ella misma a sí misma! / No es nada Triana siendo todo / lo que no se razona, / lo que se queda a solas con su gracia, / lo que resta de un verso y no es el verso, / lo que presiente el hombre / y solo sabe Dios. (...) / Huele a pobre Triana, / a pobre cuya casa / está en el Evangelio / cuando llega cansado / Jesús y milagrea / en cosas de comer / con todopoderoso disimulo, / en tanto que acaricia a los chiquillos / como a enormes milagros que no vemos. / Plazas, calles, genes... ¿Y qué más / para decirla entera, / para que no se escape del poema, / para enjaular su arcángel con mi canto? / Todos la nombran / con voz de conocerla / hasta el cimiento mismo de su gracia. / Dicen Triana y ya no dicen más, / igual que si no fuera / otra cosa que nombre / de grandeza dormida junto al río / o recuerdo de alguien / que perdió la memoria / en el justo momento / de empezar a cantarla”.

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