Decíamos con ocasión del concierto de la Barroca, la misma mañana del sábado, que se trataba de una ocasión única en la que el melómano sevillano podía disfrutar de nuestras dos joyas musicales en el mismo día y el mismo espacio. Los cambios ocasionados por las restricciones del covid posibilitaron la ocasión, desviando el habitual concierto de abono de la Sinfónica del jueves y el viernes al sábado a primera hora de la tarde y hoy domingo por la mañana. Las cuatro y media son ciertamente un horario corriente en muchas plazas europeas, pero no aquí donde primero tendría que acostumbrarse nuestro estómago, adelantando nuestra habitual hora del almuerzo.
Este segundo concierto de la temporada del 30 aniversario de la orquesta coincidió con el anuncio de un posible y lógico fichaje de Marc Soustrot como nuevo directo musical de la ROSS.
Y decimos lógico porque su entendimiento con los maestros y maestras de la orquesta está fuera de toda duda tras tantos años de esporádicas colaboraciones, y porque suyo fue en gran parte el éxito de sus dos últimos conciertos, el de Año Nuevo y el de conmemoración de estos treinta años de andadura. Pero era este segundo programa de abono sin duda el más esperado de la temporada, por la confluencia en el mismo escenario de un padre y un hijo tan queridos para la ciudadanía que año tras año ha comulgado con nuestra querida Sinfónica. Considerado siempre como un eficiente artesano que ha sacado a la formación de más de un embrollo, con éste Juan Luis Pérez firmó el que es seguramente el mejor concierto que le hemos escuchado; sin duda ha trabajado estrechamente con su propio hijo, que también ha dejado una especial impronta en sus acercamientos ravelianos, y los espléndidos resultados se dejaron ver con satisfacción y notoriedad.
Una cita singular: Los dos de Ravel y un estreno absoluto
Dicen quienes asistieron a aquel concierto de hace algunos años que la interpretación que hizo Pérez Floristán de la Rapsodia en Blue de Gershwin fue antológica. Y deben tener razón a juzgar por la atmósfera y el clima que fue capaz de evocar en sus espléndidas versiones de los dos conciertos de Ravel para piano, tan influidos por el jazz y la impresión que causó en el autor del Bolero su viaje por Norteamérica a las puertas de la década de los treinta del siglo pasado. Con el Concierto para la mano izquierda, el que más ha prosperado de cuantos se escribieron para el pianista austriaco Paul Wittgenstein cuando perdió la mano derecha en la Primera Guerra Mundial, Pérez Floristán acertó a transmitir un aire crudo y amargo, incluso paródico en sus incursiones jazzísticas, siempre vulnerable y expectante, perfectamente acompañado por una batuta atenta y esmerada. La prodigiosa orquestación brilló en todo su esplendor gracias al trabajo impecable de Pérez, mientras su hijo se centró en ofrecer una mirada profunda e intensa, visible incluso en sus ademanes físicos. No fue quizás una interpretación emocionalmente devastadora pero sí tensa, dramática y hasta opresiva. Algo más amable, el Concierto en Sol mayor del mismo año 1931 permitió al joven pianista hacer acopio de virtuosismo, dejando también su impronta en unos pianissimi casi imperceptibles, sobre todo en el delicado arpegiado del adagio central, que resolvió con mucha sensibilidad, notable talento melódico y considerable capacidad de ensoñación. Batuta y piano se entendieron a la perfección en el endiablado presto final, sin descuidar jamás el equilibrio formal de la pieza. La Danza de la moza donoso de Ginastera protagonizó una sentida propina, precedida de un emotivo discurso con el que evidenció un enorme desparpajo.