Una de esas historias eternas es el de Doña Leonor Dávalos. Para muchos su nombre, tal vez, no diga nada pero es modelo importante de conducta y, posiblemente, todo un ejemplo a seguir en una sociedad, la del siglo XXI, con tantos valores perdidos.
Así tenemos que retroceder varios siglos atrás para conocer a un personaje de noble estirpe, su nombre era don Alonso de Guzmán, que fuera hijo de aquel histórico personaje apodado «El Bueno». Aquel que entregó su puñal a los musulmanes para que fuera el acero cristiano quién acabara con la vida de su hijo -que estaba retenido por estos- y no una daga árabe. El problema es que don Alonso de Guzmán no sentía ninguna simpatía por su rey, Pedro I «El Cruel» o «El Justiciero», dependiendo de en qué lado se miren sus acciones, si amigo o enemigo, era el año 1367.
Así en esos juegos de poder y conspiración vino a suceder algo terrible. Como producto se todas las intrigas palaciegas la esposa de don Alonso de Guzmán fue detenida. Se llamaba doña Urraca Ossorio, y por ser la principal señalada en un caso de conspiración contra el rey fue juzgada y condenada a muerte. Tal vez tras ella se escondía la figura de otros conspiradores de más elevado rango.
La ejecución sería lo más rápidamente que fuera posible, se trataba de dar ejemplo a todos los que se atrevieran a conspirar, y tendría lugar en la zona de la Laguna de las Cañaverías, el emplazamiento por donde pasaba el Guadalquivir y que tras ser desviado su curso por los visigodos dejó como vestigio del mismo un espacio pantanoso en la zona de la Alameda de Hércules. Así, al final de la calle Pedro Niño con la calle Cruz de las Tinajas, era el punto marcado para la ejecución.
Así, aquella mañana el alguacil dio la orden de encender una pila de leña que formaba la pira de la hoguera donde iban a ser quemados todos los culpables. Era una época en la que a los malhechores y conspiradores se les incineraban, quemados hasta quedar reducidos a ceniza. Una fila de condenado apareció, la muchedumbre jaleaba su muerte. Fueron subidos a la pira donde se atarían a un poste. Un verdugo se acercó a la leña seca y metió una antorcha por diferentes puntos avivando las llamas que, pronto, comenzaron a subir.
Doña Urraca Ossorio movía la cabeza, trataba de respirar aire, de no mirar a su cruel destino. En un momento una bocanada de aire le levantó la falda dejando al descubierto sus piernas, sus muslos y zonas más íntimas. La gente rugió, los sátiros disfrutaban... Era todo un espectáculo que reunía a cientos de personas que, a falta de mejor ocupación, eran el público de este tipo de ejecuciones.