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Actualizado: 21 feb 2020 / 13:42 h.
  • El Señor del Gran Poder en su estación de penitencia en la Madrugá sevillana.
    El Señor del Gran Poder en su estación de penitencia en la Madrugá sevillana.

Era sábado; el 9 de mayo de 1620, días de Pascua Florida, esplendores sacramentales... Algunos oficiales de la cofradía del Traspaso, sin poder reprimir su impaciencia, se habían presentado muy temprano en el taller de maese Juan de Mesa, en la calle Pasaderas de la Europa, para disponer lo necesario para el traslado de dos imágenes que aún olían a cedro y trementina. Sobresalía la imponente figura del Nazareno que debían conducir a la capilla del Convento del Valle, intramuros de la Puerta Osario.

Antes de que los gallegos tomaran su carga el alcalde de la cofradía, llamado Alonso de Castro, rubricó con el escultor la cédula que formalizaba la entrega de la imagen que habían encargado algunos meses antes. Era una más, de tantas, de las que se realizaban en aquellos años de efervescencia postridentina en los talleres de los grandes imagineros que coincidieron en el tiempo y el espacio en la Sevilla del Siglo de Oro. El encargo se completaba con el San Juan Evangelista y ascendía a 2.000 reales. No era demasiado por tallar la faz de Dios...

Las Edades del Señor (I): de la capilla del Valle a la explosión devocional en San Lorenzo
Carta de pago a Juan de Mesa.

Lo que no podían ni imaginar aquellos hermanos es que ese Nazareno de tremenda zancada estaba llamado a convertirse en el rompeolas devocional de tantas generaciones de sevillanos. Entonces sólo era “una imagen de Jesús con la cruz al hombro” que al año siguiente salió por primera vez sobre un rudimentario paso en la tarde del Viernes Santo, acompañado de un exiguo cortejo en el que formaban cofrades de luz y sangre vestidos con túnicas blancas y moradas, azotándose la espalda al sol de la primavera sevillana.

¿Cómo era el rostro que vieron aquellos hermanos que visitaron a Juan de Mesa el 9 de mayo de 1620? Las vicisitudes de su historia aún no habían ejercido de escultores ni habían dotado al Señor de esa extraña ‘terribilitá’ con la que ha llegado hasta nosotros: los besos y el cuidado –a veces extralimitado- de sus cofrades aún no habían convertido sus manos y sus pies en reliquias venerables ni su rostro en un pozo hondo y oscuro de dolor...

Una iconografía misteriosa

¿Tenía aquel Nazareno la cruz al hombro tal y como hoy la contemplamos? ¿Pudo portarla en vertical como el Señor del Silencio? El testimonio del beato Fray Diego José de Cádiz nos llevaría a modificar la iconografía habitual del Gran Poder en el prólogo de la novena que escribió para sus cultos. Según el gran propagador de la gran devoción del Señor de Sevilla, “la Cruz la lleva, no por el estilo común de las imágenes de Jesús Nazareno sino en ademán de abrazarla amorosamente de modo que, puesto el mástil o cuerpo de ella delante, descansa por debajo de los brazos sobre el hombro diestro del Señor quedando casi toda derecha”. No tenemos datos que nos permitan saber si aquella fue su primitiva iconografía –la ideada por Mesa- o se trató de una costumbre pasajera adoptada por los cofrades del siglo XVIII.

Ningún testimonio gráfico o pictórico parece apoyar esta teoría, tan sólo un antiguo agujero en el lado izquierdo de su pecho podría haber servido para apoyar la cruz en posición erguida. En cualquier caso, el conocido grabado de Josef Braulio Amat, fechado en 1784, presenta al Gran Poder en su altar de cultos llevando la cruz de manera similar a como lo sigue haciendo hoy en día, dejando la descripción del beato como un enigma para la historia.

Lo que sí es seguro es que el primer Gran Poder tenía un rostro terso y sereno, con nítidos regueros de sangre y una corona de espinas de fresco color verde de la que emergían espinas de madera. Pero el tiempo pasaba y la antigua cofradía del Traspaso ya se había convertido en la cofradía del Señor del Gran Poder... Se sucedieron los traslados de sede y el Nazareno desembarcaba en San Lorenzo en 1703. Para entonces, la fe y el cariño de sus devotos ya había comenzado a dibujar un rostro inmarcesible. Jesús del Gran Poder ya pertenecía al alma de Sevilla; se había convertido en el brocal más ancho de sus ausencias y alegrías.

Primeras restauraciones conocidas

Pero el Señor iba necesitando reparaciones. Es sabido que el escultor Blas Molner tuvo que intervenir en la corona de espinas en 1775. Sólo tres años después habría que actuar sobre uno de los pies. A la vez que crecía su devoción lo iba haciendo también la capilla de San Lorenzo mientras crecía el río de devotos que se acerca a las plantas del Nazareno. Mientras tanto, ya se había perdido la memoria de su autoría. La reforma más importante de ese espacio llegaría en 1897 para otorgarle su fisonomía definitiva. Es entonces cuando se habilitan las dos puertas para subir y bajar a adorar al Señor, que ya debía recibir el contacto directo de los fieles desde muchos años antes, besando ese consumido talón derecho y unas manos y pies descarnados por la devoción que ya forman parte de la naturaleza más intocable de la imagen.

A ese contacto se pudieron unir, desde muy antiguo, algunas deficiencias en su conservación. Serrano y Ortega ya se refería a esta circunstancia al aludir a las obras de la capilla en 1897: “Otra de las mejoras ejecutadas en el referido camarín fue la de cerrar el muro del fondo, obstruyendo así una ventana bastante practicable que en esa pared tenía, que, a más de no ofrecer ventaja alguna para la vista del Señor, ofrecía el inconveniente de que en el estío, dada su posición, recibiendo por largas horas los rayos del Sol, caldeaba mucho el referido lugar, cosa que no hacía provecho alguno a la escultura”.

Un rostro inmarcesible

El restaurador Joaquín Cruz Solís ya había aludido a ese proceso de caldeamiento en algún momento de la historia material del Nazareno de Mesa. ¿Pudo estar expuesto el Señor del Gran Poder a una agresiva iluminación eléctrica que calcinó su rostro? ¿Algún exceso en su limpieza convirtió su encarnadura en llaga de dolor? Serrano y Ortega también alude a la especial idiosincrasia de la escultura al señalar que había tenido “la incomparable suerte de que no se haya restaurado desde que saliera de las manos de su autor; por lo tanto no ha sido embadurnada con pinturas y barnices como otras inapreciables obras, conservando así la pátina de muchos años que, a la par de ‘avarolarla’ artísticamente aumenta su interés por el color y la tonalidad que le va imprimiendo el tiempo”.

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Lo que está claro es que los cambios en la imagen han sido imparables desde que la fotografía se convierte en notaria de la realidad. Otro magnífico y válido fotomatón para conocer esa evolución es la larga colección de retablos cerámicos que pueblan zaguanes y fachadas y otros hallazgos, como la valiosa fotografía mural de la céntrica bodega Los Claveles, junto a Los Terceros, que nos muestran un rostro mucho más claro y menos lacerado que el que presentaba la imagen antes de ser intervenida por los Cruz Solís en 2006.

Viajando por esas antiguas fotografías –el Señor siempre vestido con alguna de sus túnicas bordadas antes de asumir el minimalismo morado inspirado por Gestoso- se puede ver un rostro ya marcado por las gubias del tiempo y la devoción. Algunos regueros de sangre, recuperados en 2006, son entonces visibles aunque en esas placas no es posible calibrar los pequeños cráteres en la encarnadura que se acabaron convirtiendo en parte indisoluble de la estética de la imagen. Pero eso había sido antes de que esos peculiares desprendimientos amenazaran con tragarse la faz que habían conocido tantas generaciones de sevillanos. Avanzaba el siglo XX y empezaba a alcanzarse un punto de no retorno. Lo contaremos en la próxima entrega...