El teatro es poesía que se sale del libro para hacerse humana». Lorca lo tenía claro. Por eso sus textos, en boca de los actores, trascienden la pura literatura y nos llegan al alma. Ocurre lo mismo con Shakespeare y Lope; con Chéjov, Ibsen o Arthur Miller. Autores cuyas creaciones consiguen tocarnos la fibra y aún elevarnos. Pues bien, en el caso de los textos sagrados, esas sensaciones que cualquier ser humano puede experimentar en la butaca de un teatro, llegan a multiplicarse por mil; de ahí que debamos lamentarnos por su ausencia de los teatros españoles en los últimos años. ¿Acaso la vida de Cristo no posee ingredientes más potentes que la tragedia de Hamlet? ¿No es su mensaje más exquisito que el de Cyrano? ¿Es posible comparar su drama con el de Segismundo? Siendo así, ¿por qué en nuestros escenarios no se prodiga más la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús de Nazaret, como se hacía antaño? Yo les daré la respuesta: por pura economía. Al igual que es difícil ver representadas «Fuenteovejuna», «Don Álvaro o la fuerza del sino» o «Historia de una escalera» —obras espléndidas, pero con un listado amplísimo de personajes—, llevar a escena un texto bíblico en los tiempos que corren es poco menos que una locura. («Poderoso caballero es don dinero»). Quizás por eso, aún cobra más valor el montaje del que pretendo hablarles. Se titula «Pasión y Triunfo», la suma de sus equipos artístico y técnico supera el centenar de personas, y el precio de las entradas no cubre ni una cuarta parte del presupuesto. ¿Y de qué trata? Pues obviamente de Jesucristo.
Lo primero que hay que decir es que este espectáculo, concebido y representado durante este pasado fin de semana en Alcalá del Río, no está realizado por profesionales. Entiéndase «profesionales» aquellas personas que viven exclusivamente del arte de Talía. Esto no quita que la propuesta cuente con un vestuario y una luminotecnia de primerísimo nivel; un guion poderoso y lírico que alimenta el alma; o unos recursos escenográficos superiores a los de muchos grupos de peso de nuestro país. Si bien, el verdadero fuerte de «Pasión y Triunfo» es su componente humano. Y digo humano en la amplia extensión de la palabra. Porque, al margen de que la propuesta esté bien diseñada e interpretada, que la regiduría funcione como un reloj y el personal de sala sea más eficiente que el del Teatro Real, la atmósfera que rodea al conjunto es de una calidez suprema. Por tanto, más allá del componente espectacular —que merece la pena, y mucho—, la obra es la muestra inequívoca de que una hermandad bien llevada es un auténtico tesoro dada la coyuntura actual. Eso, independientemente del número de hermanos, del patrimonio que atesora y la devoción que provocan sus imágenes a cuantos se acercan a contemplarlas. Y es que la hermandad de Vera-Cruz ha sabido levantar en dos meses lo que muchos no conseguirían en años: unir a mayores y jóvenes, hombres y mujeres, en un proyecto común e ilusionante que bien merece una crónica.
Basada en los Evangelios canónicos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y de un buen número de apócrifos, «Pasión y Triunfo» va más allá de la clásica representación de las últimas horas de Nuestro Señor Jesucristo. Claro que cuenta con pasajes ineludibles como la Sagrada Entrada en Jerusalén, la Última Cena o el Juicio ante Pilatos. Todos ellos de una plasticidad y un mérito dramatúrgico enorme. Pero antes, el montaje nos invita a viajar hasta la Palestina del siglo I para conocer la vida pública del Mesías. Así podemos asistir a su Bautismo, a la búsqueda de los primeros discípulos, el encuentro con la mujer samaritana o la resurrección de Lázaro. Escenas escasamente representadas en los teatros, que nos permiten sumergirnos en la historia de un modo vívido y entrañable. Asimismo, gracias a estos pasajes, el espectador —creyente o no— tiene la posibilidad de descubrir de cerca al hombre que, hora y media después, será juzgado y condenado a la muerte por crucifixión, lo que ayuda a comprender su importante misión. A este respecto es de agradecer que tanto Cristo como otros muchos personajes aparezcan entre el público, haciendo partícipes a los espectadores del drama que se narra. En cuanto a los actores propiamente dichos, sería imposible explicar el nivel de implicación que estos demuestran. Baste citar la manera en que se desenvuelven en los momentos centrales, la emoción que fluye en cada mirada y cada gesto, o la disciplina con que pisan las tablas. Se notan las horas de ensayo, pero también el cariño con que se desempeñan. Aunque todos rayan a un gran nivel, es de justicia mencionar al conjunto de los apóstoles, cuyas edades se corresponden con las de los personajes; también a las Tres Marías, las hermanas de Lázaro, la Samaritana o Claudia Prócula, que parecen estar sacadas de un cuadro; y por supuesto a la Madre del Señor, una convincente María Luisa Domínguez, cuyo monólogo al pie de la cruz es tan hermoso como desgarrador. También cumplen con nota los miembros del Sanedrín y otros personajes clave como Juan el Bautista, Pilatos, Lázaro o el Escriba. Ninguno fuera de tono y perfectamente integrados en el conjunto. Pero por encima de todos sobresalen María Magdalena, una maravillosa Beatriz Domínguez Ortega, cuya mezcla de dolor y ternura representan el equilibrio perfecto; y por supuesto Jesús, al que Antonio Chamorro aporta un ramillete de registros difícil de igualar. Más allá de su poderosa mirada, su pulcrísima dicción y su dominio de los silencios, su encarnación del Señor logra algo al alcance de muy pocos: provocar la catarsis. Esto es, encogernos el corazón, remover nuestros sentidos y convencernos de que Dios se hizo carne para salvar al mundo. Lástima que esta representación de tanto calado y profundidad teológica se limite a media docena de funciones cada siete años —la anterior data de 2013—. Si estuviese en manos de un servidor, habría gira por Sevilla, provincia y más allá.