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Actualizado: 09 feb 2020 / 13:48 h.
  • Imagen: SEAT
    Imagen: SEAT

Si hay un elemento que represente la libertad del ser humano en el último siglo ese ha sido el coche. Al menos, en términos publicitarios. Libertad de movimiento, independencia, autonomía. Durante el siglo XX y lo que llevamos del XXI, el automóvil ha permitido elegir un destino y llegar sin intermediación de ningún otro elemento que los kilómetros de carretera que había por medio. Ha simbolizado cierta capacidad de emancipación de los jóvenes frente al yugo del transporte urbano, la bicicleta o la dependencia de los padres. Para algunos ha sido un símbolo de estatus social. Para otros, una necesidad imperiosa y una herramienta de trabajo para lleva su negocio allá donde hiciera falta, recorriendo distancias que, de otro modo, no habrían sido asumibles. Con la bonanza económica de cualquier individuo llegaba siempre el anhelo de comprar un coche nuevo, mejor, más grande, más potente, más lujoso.

La trampa de esta libertad ha sido su coste, siempre elevado. El automóvil es una fuente de gasto permanente, desde que sale del concesionario hasta que es achatarrado décadas después. No solo el coste de adquisición, sino la cantidad de impuestos que han supuesto a los estados una muy jugosa manera de obtener ingresos: a la compra, a la matriculación, a la circulación, a los carburantes, al cambio de titularidad. Uno de los principales indicadores de que la economía de un país mejora o empeora es el dato de ventas de vehículos nuevos. Si crece mes a mes, las expectativas son halagüeñas. Si decrece, las vacas flacas se acercan. Y tiene sentido, pues la compra de un coche es el segundo mayor gasto de una familia y no deja de ser un lujo del que privarse en cuanto es necesario recortar gastos. O bien se mantiene el que se tiene a base de reparaciones, procurando que dure hasta que mejoren las cosas y se pueda renovar.

El automóvil ha tenido un efecto directo importantísimo en la fisonomía de las ciudades, que se han diseñado por y para sus necesidades. Avenidas y calles han sido proyectadas para que los coches quepan, aparquen y, durante la mayor parte de su vida útil, pasen el tiempo parados, ocupando una superficie muy valiosa. Y todos estos roles están cambiando, porque la manera de pensar también lo está haciendo. Por diferentes motivos, bien económicos, bien ecológicos, bien urbanísticos.

Los jóvenes de hoy no piensan igual que sus padres cuando eran jóvenes. No sienten la necesidad de sacarse el carnet, ahorrar algo de dinero y comprarse el coche que les ofrezca una libertad de movimientos que obtienen por otras vías. No quieren sentirse anclados a un bien material que requiere mantenimiento y gastos. Tampoco tienen especial apego a experimentar sensaciones divertidas a los mandos de un vehículo salvo, evidentemente, excepciones. Los fabricantes lo saben y se quiebran la cabeza constantemente para lanzar nuevas soluciones, la mayoría accesibles a través de un teléfono móvil: coches compartidos, patinetes, bicicletas y toda una suerte de 'movilidad colaborativa'.

Los políticos con su mensaje también contribuyen, consciente o inconscientemente, a fomentar el desuso del vehículo privado. Las ciudades son, cada vez más, de los peatones. El centro de muchas capitales se va cerrando al tráfico, las calles se van peatonalizando y los automóviles tienen paulatinamente el acceso restringido a más lugares. Y tiene su lógica pues, a fin de cuentas, todo ese espacio que ocupan en el centro de cualquier urbe es espacio robado a los transeúntes que, durante décadas y de forma silenciosa, han caminado indolentes y sin protestar por el trozo de acera que les quedaba.

La conducción autónoma y la electrificación están suponiendo otro revulsivo en el mundo de la automoción. Aún quedan años para que los coches puedan conducir por sí solos, y también para que todo el parque automovilístico del país sea 100 % eléctrico. No solo tienen que crecer las ventas, para lo que hay que convencer a un comprador indeciso y que no sabe si el coche eléctrico se adaptará a sus necesidades. También hay que cambiar toda la infraestructura vial, primero porque hace falta una red de cargadores mucho, mucho más extensa, y segundo porque para que los coches conduzcan solos, las carreteras y las ciudades tienen que suministrarle información en una red de datos gigantesca que sustituya al conductor.

Hasta que todo esto ocurra, el aficionado al automóvil y el que se resiste a adaptarse a los cambios, comienza a contar las horas que le quedan para disfrutar de su carretera y de su coche favorito, que serán, previsiblemente, el último reducto para poder conducir un coche con motor de combustión antes de que sea políticamente incorrecto hacerlo o quede, directamente, prohibido. El coche eléctrico no contamina por el tubo de escape, pero tiene otra clase de impacto, que también es ambiental y humano, en la fabricación de baterías con metales escasos y en la generación eléctrica incluso cuando proviene de fuentes renovables. Pero es el precio a esta libertad de movimiento de la que no todo el mundo quiere prescindir. ¿Cómo será, entonces, el conductor del futuro?