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Actualizado: 10 abr 2020 / 11:27 h.
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  • Saeta. / David Estrada
    Saeta. / David Estrada

Anoche era una buena oportunidad para cantar una saeta en algún balcón de la calle Sierpes, el de El Liberal, por ejemplo, donde cantaban la Niña de los Peines, su hermano Tomás, la Finito de Triana y El Gloria ante la mirada de pájaros nocturnos de Chaves Nogales, Belmonte y Galerín. Anoche no había ni un alma en esa calle e imagino que tampoco en la calle Cuna, donde Pepe Valencia cantaba su saeta tan personal con la luz de su voz reflejada en el escaparate de la tienda de trajes de flamenca de los Pardales. Tampoco en San Lorenzo, donde Centeno y Vallejo competían a ver quién lanzaba la voz más lejos, aquellas voces de miel y almendra aromatizadas con NPU.

Anoche pudo ser mi debut como saetero de Sevilla aprovechando que podía cantar sin público, ese juez implacable que acaba con los sueños de los cantaores sin el don. Desvelado, soñaba despierto que me asomaba al balcón y veía venir al Gran Poder desde Campana, en silencio, buscando la Plaza de San Francisco, donde el gran Silverio gastó su último suspiro rumiando una imposible seguiriya gitana de los Puertos. Anoche, por fin, pude cantar una saeta que escribí hace años sin ninguna esperanza de poder cantarla algún día:

Que se callen las trompetas
que no redoblen los tambores
que está sufriendo en la que en la Cruz
que en la Cruz está sufriendo
el más grande de los hombres.
Silencio para el saetero
silencio en la madrugada
que lo pide el Nazareno
con la luz de su mirada.
¡Oh, luna de Sevilla
que alumbras Triana
dile al Señor de los Gitanos
que ya estoy en Campana!

Anoche, ya era hora, supe lo que es sentir miedo en un balcón, esa sequedad en la garganta de la que hablaba el Niño de Jerez: “Se te quea la voz atascá en la nué”. No me sacaron a hombros, como al Niño de Mairena en el Club La Tertulia, cuando en 1933 lió el taco con una saeta del Torres, pero lo soñé, seguramente como el de Mairena. Los sueños están para eso, para hacer realidad lo que parece imposible, aunque sea para uno mismo. Cantar una saeta en Sevilla no es cualquier cosa, es algo para los elegidos. Una saeta, digo, no un pregón interminable vendiendo pescado o garbanzos de Escacena del Campo. Anoche, cuando Sevilla soñaba con echarse a la calle y yo con ser el Niño Gloria, se produjo por fin el milagro: una saeta cruzó el cielo y llevaba mi sello.

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