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Actualizado: 10 abr 2020 / 06:00 h.
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  • Cristo de la Expiración. / Puente Mayor
    Cristo de la Expiración. / Puente Mayor

Hoy Viernes Santo, cuando los altares de los templos se presentan desnudos, los sacerdotes sustituyen la celebración de la Eucaristía por la Pasión del Señor, y las palabras del profeta Isaías nos recuerdan «el sufrimiento y la gloria del siervo», es cuando más debemos proclamar nuestra fe a los cuatro vientos. Esa fe que, en tiempos oscuros, nos impulsó a superar guerras, enfermedades y catástrofes naturales, y que ahora necesitamos como un bálsamo para nuestras heridas, como un torrente de energía para nuestro ánimo, como un manto de protección para nuestro miedo. A diferencia de otros años, esta jornada marcada en rojo en el calendario tristemente habremos de vivirla en la intimidad de los hogares, alejados de nuestros seres queridos, de nuestros compañeros y amigos, y de todos aquellos con los que compartimos el día a día en condiciones normales.

Entonces, cuando la hora nona haga presa en los relojes y el sol se cubra con una mantilla sombría por la muerte de Cristo, tendremos que hacer un esfuerzo por confiar sin advertir, por adorar sin tocar, por amar sin hallar. No lo hallaremos, no. Al menos en la majestad de su paso, triunfante sobre un monte de claveles rojo sangre y lirios morados, como versos endecasílabos. Imposible será avistarlo al final de la letanía de capirotes negros, entre naranjos huérfanos de azahar y nubes fragantes de signo purificador. Tampoco podremos sondearlo desde los púlpitos de los balcones, donde las abuelas aún le rezan entre dientes por aquellos que se fueron, por los que viven y aún están por llegar, y que en este tiempo sin tiempo nos ofrecen una estampa de gratitud hacia los ángeles custodios de nuestra salud. No habrá solos de corneta que nos eleven el alma hasta rozar su semblante, ni voces bajo su patíbulo, ni músculo que lo sostenga. El río no ejercerá de espejo para su agonía, ni el puente evocará el calvario de su sufrimiento.

En consecuencia, para paliar el vacío de su presencia, el ayuno de su carne y la sed de su elocuencia, habremos de recurrir a Agustín de Hipona para entender que «ninguna disposición del ánimo se puede ver con los ojos del cuerpo». Y pese a todo, nos sentiremos frágiles, medrosos, insuficientes, y se nos encogerá el corazón al evocar las imágenes hurtadas, los sentimientos rotos y la oportunidad perdida.

¡Cuán bien nos haría contemplar tu abnegada sumisión, tu holocausto inefable y tu entrega sin límite! ¡Cuán dichosos seríamos al dedicarte oraciones en forma de saetas, lágrimas en los ojos y temblor en las manos y el pecho! ¡Qué gozo experimentaríamos al escrutar el perfume de tu cera, pisar el suelo que te sustenta, y abrazar a los hermanos que te veneran!

Pero al no poder cumplir el sueño de divisarte entre un mar de gente, repetir tu apodo como un susurro y devorar la tarde de tu conquista, habremos de inquirirte en el silencio del dormitorio, en la cotidianidad de la sala de estar, del vestíbulo o la cocina («También entre los pucheros anda el Señor», que diría Santa Teresa). Quizás, de ese modo, podamos entender mejor el pasaje en que Jesús Resucitado dijo a su discípulo más escéptico: «Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto».