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Actualizado: 10 abr 2020 / 11:11 h.
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  • Un coche patrulla de la Policía Local.
    Un coche patrulla de la Policía Local.

Todavía recuerdo a mi niño grande, ahora de diez años, en aquella fiesta en la que la payasa le preguntó qué quería ser de mayor. A su madre y a mí nos embargó una tierna intriga de papis primerizos porque acababa de cumplir los dos añitos y la posible respuesta no la teníamos entre su repertorio. Pero el niño agarró el micro con determinación, como si le sobraran tablas delante de aquel público considerable, y contestó: “Poicía”. Nos sorprendió su respuesta por su espontaneidad, pero también porque ni había antecedentes en la familia ni era un oficio del que hubiéramos hablado en casa. Pero él se encargó de razonarla: “Para tener un coche y una pistola”, dijo en su idioma, y arrancó las carcajadas del respetable.

A mí me arrancó entonces una reflexión más profunda: la del cambio que habían experimentado los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado entre la generación de mi padre y la generación de mi hijo. De un colectivo al servicio de las élites y contra el pueblo, los llamados maderos en general pasaron a ser una de las instituciones más valoradas por una ciudadanía que comprendió en democracia su alto valor en la protección social y personal, al servicio de la ley y el orden. Entre el poli malo y el poli bueno, las nuevas generaciones han visto más generalmente a este último, y su labor de servicio público ha subrayado en los últimos años una mirada especialmente amable de quienes les han trazado vectores de relación, con razón, con los superhéroes.

Viene al caso esta reflexión por la última decisión gubernamental de que las Policías Locales no puedan felicitar los cumpleaños de los pequeños, como solía hacer estos días de confinamiento por el coronavirus. La medida tiene apariencia de crueldad y busca ostentar seriedad. Sin embargo, el problema de fondo es otro: nuestro empecinamiento en regular la espontaneidad, nuestro afán de ser más papistas que el papa a este lado y al otro de la administración, nuestra manía de convertir lo extraordinario en ordinario.

Una medida mágica como la de que los policías alegrasen la vida encerrada de cientos de miles de niños -algunos verdaderamente estresados en pisos tan pequeños- se agua ahora por un exceso de celo que no viene a qué. Y la pagan quienes menos lo merecen: todos esos pequeños que no tienen culpa absolutamente de nada, ni de este virus en un mundo al que no le preguntaron para venir ni de este encierro que sobrellevan dando lecciones, a diario, a todos los mayores.

Ayer tarde, mientras mis otras niñas pequeñas esperaban precisamente el sonido de alguna sirena festiva que suele pasar a la hora de los aplausos, un vecinito le advirtió desde el balcón de enfrente: “¡Qué ganas tengo de que llegue el verano!”. Mi hija guardó silencio, imaginándolo, pero él insistió, a voces: “¡Para irme a Chipiona!”. “¡Pero no podemos!”, le dijo mi hija. “¿Por qué?”, gritó el otro, contrariado. “Por el coronavirus”, le contestó ella. “¡Anda ya: ese bicho no sabe dónde está eso!”, resolvió él, tranquilizador. Y a los adultos, atónitos, nos tranquilizó que fueran niños.