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Actualizado: 03 jul 2020 / 10:15 h.
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  • La Covid-19 no es fruto de la casualidad

Nuestra civilización está en plena decadencia. Y la razón fundamental por la que nos encontramos en esa situación es que hemos intentado cambiar el mundo, hemos querido modificar el universo entero, sin sentir la necesidad de cambiar nosotros mismos. Esto ya lo intentaron los romanos, los griegos o los faraones, y el resultado, en aquellas ocasiones, fue nefasto. Igual de malo que el que nos espera a nosotros. Alguien podría pensar que la Covid-19 no tiene nada que ver con eso, pero estaría cometiendo un error monumental. La Covid-19 es producto de la invasión y destrucción de ecosistemas equilibrados que el hombre ha puesto del revés, forma parte de ese cambio del mundo que nos está saliendo fatal. La Covid-19 no es una casualidad.

En occidente, concretamente en Europa, está sucediendo algo que parece no preocupar a nadie y que, sin embargo, es lo único con lo que nadie contaba hace algunos años –cuando la idea de una Europa unida además de fortachona se iba moldeando- y se ha presentado sin invitación previa. La periferia. Está acomodándose y tiñendo todo lo que encuentra en su camino en el viejo y maltratado continente. Ya somos parte de su familia. Antes, por ejemplo, las pandemias eran cosa de los africanos o de países desérticos muy alejados de nuestras fronteras o de los chinos que comen cosas muy extrañas; y ahora ya son cosa nuestra. Antes el dinero y el bienestar era nuestro y, ahora, lo tenemos que compartir queramos o no.

Todos aquellos países que esquilmamos en su momento, todas las naciones que pasaron largos años sometidas por los europeos; se han convertido en auténticos motores de la economía, en almacenes de nuevas espiritualidades (un valor bastante despreciado en occidente), en sociedades modernas. Porque aunque sean distintas a la nuestra, son modernas. En Europa todo lo que es distinto a lo nuestro se toma por atrasado y cosa de locos, por producto del fundamentalismo más canalla. Tal vez, sería conveniente revisar nuestra percepción del mundo porque ¿quién dice que la modernidad está representada por nosotros y no por ellos? ¿No hubiera sido más adecuado y más justo instalar nuestras fábricas en otros países para que la calidad de vida de allí se pareciese a la nuestra? ¿No sería más humano y más apropiado pagar lo mismo a un inmigrante que a un trabajador local para igualar las condiciones por arriba?

Quisimos cambiar el mundo desde la prepotencia, desde la desigualdad social, desde nuestras creencias religiosas (tan fanáticas como las lejanas, todo hay que decirlo) y desde una falta de respeto atroz por el medio ambiente; despreciando lo de otros, sin respeto alguno por lo que diferencia aparentemente a los seres humanos, pero que, sin embargo, nos hace iguales en lo profundo, en la esencia. Quisimos cambiar el mundo sin evolucionar nosotros mismos o haciendo evolucionar todo hacia nosotros para que fuese a nuestra imagen y semejanza. Nos dijeron que eran más salvajes, que sus dioses eran pequeños ídolos sin importancia, que estaban lejos, que nunca podrían salir adelante sin nuestra tecnología, sin nuestro dinero, sin nuestro talento para hacer o deshacer. Nos dijeron que éramos intocables. Y, por supuesto, nos creímos el engaño. Ahora, ellos y los virus nos tienen contra las cuerdas, nos encontramos en la cola del pelotón. En la periferia. Y no es una casualidad.

Ya sé que un buen número de países quisieran estar la mitad de bien que nosotros, que tienen un índice de pobreza que debería hacernos sentir vergüenza, unos niveles de analfabetismo exagerados y que sus dirigentes son corruptos y opresores. Eso ya lo sé. Pero me temo que las diferencias se acortan. Ya veremos si, de aquí a unos años, no prefieren quedarse como están en lugar de parecerse a nosotros. Nuestros pobres son, cada día más pobres; nuestras clases medias tienden a desaparecer; estudiamos aunque nos enseñan cosas que nos impiden ver el mundo con claridad; nuestros políticos son tan corruptos como los de las repúblicas bananeras (la diferencia es que visten algo más formales).

Hemos confundido la evolución de las personas con los avances técnicos, hemos olvidado lo importante del ser humano para centrarnos en las máquinas, en el dinero y en la posesión de cualquier bien material. Hemos olvidado la felicidad, la solidaridad. Lo fundamental. Y estamos en la periferia por ser tan zoquetes. Cuando en una sociedad los ancianos mueren a miles en las residencias, más solos que la una, es que algo no va bien. Cuando una sociedad se conforma con imitarse a sí misma todo termina siendo una caricatura. Olvidar los orígenes es mortal para cualquier civilización. Lo mismo ocurre perdiendo esa capacidad de búsqueda del sentido de nuestra existencia. No recordamos que nuestra función en este mundo es lograr que el ser humano sea más y mejor. Pero, sobre todo, nos hemos olvidado de cambiar, de buscar y buscarnos como personas. Ese es el cambio importante y no el del dólar.