Todos los conflictos violentos llegan precedidos de señales que no se saben leer con mucha frecuencia, señales a las que no se les da la importancia que realmente tienen.
La fatiga entre los españoles es evidente. Son muchos meses de pandemia, de incertidumbre, de miedo frente a un futuro que se dibuja entre la desolación general y la falta de esperanza. La enorme cantidad de información, muchas veces sesgada, ha servido para que miles de personas construyeran su criterio con bulos y noticias con clara tendencia a la destrucción. Y las protestas callejeras son el resultado de la mezcla de todo esto y un claro sentimiento de frustración entre los jóvenes españoles.
Si bien es cierto que en esas protestas que hemos vivido los últimos días han estado protagonizadas por grupos radicales que solo tienen como objetivo acabar con el orden establecido, asaltar comercios y lanzar objetos contra la policía, hay muchas personas que se podrían sumar a esas protestas, a la negación de la realidad sanitaria que vivimos en España o a la desesperación colectiva que hace estragos entre todo tipo de personas.
La manifestación es un derecho constitucional. La violencia no. Ante una situación como la que vivimos, la protesta se puede entender perfectamente. La violencia solo puede servir para empeorar un ambiente que resulta ya irrespirable. Las protestas son claras señales que los ciudadanos envían y que hablan de su cansancio y su desesperación. La violencia no envía mensaje alguno que sea beneficioso para la sociedad española.
El Gobierno de Sánchez debe leer lo que sucede en la calle y no puede ponerse de perfil cuando llegan momentos muy duros en los que miles de personas perderán sus empleos, en los que el número de contagios será extravagante y las muertes serán una carga casi imposible de soportar. Esperemos que Sánchez lo entienda y tome las decisiones correctas.