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Actualizado: 16 ene 2021 / 10:28 h.
  • La imagen de Ignacio sosteniendo la cabeza de José marca, de alguna manera, el cambio de época en el toreo. Foto: archivo A.R.M.
    La imagen de Ignacio sosteniendo la cabeza de José marca, de alguna manera, el cambio de época en el toreo. Foto: archivo A.R.M.

“Joselito ha muerto. Pero su herencia –una parte de su herencia- , la reciben algunos artistas de Sevilla, entre los cuales está Manuel Jiménez, Chicuelo, que viene en la cronología inmediatamente después de Joselito y Belmonte”. La cita es de José Alameda, posiblemente el más atinado analista de ese hilo del toreo que daría título a su obra más conocida. Pero Alameda nos coloca en otra pista: los caminos del toreo se cruzan una y otra vez a la sombra de la Giralda. Y no son ajenos a la efervescencia cultural que se vive en España.

La vieja Híspalis se convierte en el escenario de un apasionante periodo artístico, estético y literario bajo el telón de fondo que presta la gestación de la demorada exposición iberoamericana de 1929. Es la apoteosis de la Edad de Plata que también engloba a un renovado lenguaje taurino que se eleva sobre los cimientos que habían abierto José y Juan. Detrás llegó esa generación de matadores que amortizó tan cara la asunción de los nuevos caminos del oficio que, definitivamente, pasaba de ser una mera destreza a un vehículo de expresión artística. No hay que olvidar que el primer cuarto del siglo XX es el tiempo de las vanguardias y la Tauromaquia, de alguna manera, también se adentra en su propia revolución. Florece el modernismo, el surrealismo... pero, en cualquier caso, la mejor envoltura sensorial del toreo nos conduce de la mano al Regionalismo que reinventa la ciudad de Sevilla mirando a sus propios moldes.

1921: arranca la Edad de Plata del toreo
La revolución taurina de Edad de Plata se elevó sobre los cimientos que habían forjado Joselito y Belmonte en la segunda década del siglo XX. Foto: Archivo A.R.M.

Cambio de época

La muerte de Joselito, definitivamente, dio la puntilla a la brevísima Edad de Oro y terminó de franquear la puerta de otra época apasionante cercada entre la posguerra europea y la contienda civil española. La Edad de Plata –entendida en su globalidad- es un momento fecundo, creativo y luminoso al que no es ajeno el toreo: La estela de Gallito y Belmonte alumbra una baraja de toreros irrepetibles como Ignacio Sánchez Mejías, Antonio Márquez, el propio Chicuelo, Gitanillo de Triana, Cagancho, Pascual Márquez o el Niño de la Palma. La lista no estaría completa sin añadir los nombres de Manolo Bienvenida, Lorenzo Garza, el malogrado Manolo Granero o Domingo Ortega, que con Marcial Lalanda, se convertiría en puente entre el toreo de la preguerra y la posguerra española. Al fin y al cabo, la tauromaquia llega a ser un capítulo más de esa desacomplejada revisión artística en la que se incluye la reinvención estética de la Semana Santa, entendida como fiesta popular y expresión regionalista.

Conviene ubicarse: Hablamos de los rescoldos de la España noventayochista de Baroja, Azorín, Unamuno, Machado o Valle Inclán; la de la generación del 14 encarnada en Juan Ramón Jiménez, Ortega, Pérez de Ayala o Gómez de la Serna y, definitivamente, de los poetas del 27 que tomaron espíritu de grupo bajo los oficios de un torero: Ignacio Sánchez Mejías. El polifacético matador –él mismo cultivó la literatura y llegó a ser cronista de sus propias corridas- fue el verdadero padrino del bautismo de la generación literaria en el Ateneo de Sevilla bajo el pretexto de conmemorar el tercer centenario del poeta cordobés Luis de Góngora.

1921: arranca la Edad de Plata del toreo
La generación del 27 tomó espíritu de grupo literario bajo la invitación de Ignacio Sánchez Mejías

Ignacio había llegado hasta aquella tropa de creadores – Dámaso Alonso, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Miguel Hernández o García Lorca- a través de sus amores con la Argentinita, una auténtica celebridad de la época, que antes había sido amante de su cuñado Joselito. El torero, casado con Lola Gómez Ortega –hermana de Gallito- nunca ocultó esa relación que le llevó, sucesivamente, a trabar amistad con Federico –y por extensión al resto del grupo literario- y a conocer a músicos de la talla de Manuel de Falla, que con Turina, Granados o Albéniz marcan las cumbres del regionalismo musical que pone banda sonora a esta época. El círculo se estaba cerrando.

Años de plomo

Sánchez Mejías había sostenido la cabeza yerta de Joselito en la noche oscura de Talavera. La impactante imagen, convertida en icono, marca el inicio simbólico de un tiempo que culminaría con la propia sangre de Ignacio derramada, camino de Madrid, y con la gangrena trepándole por los muslos. El destino había señalado su propia Samarkanda en un lugar de La Mancha... Sánchez Mejías ni siquiera tenía que haber estado en Manzanares en aquella tarde agosteña de 1934, año en el que también habían reaparecido Belmonte y Rafael El Gallo.

El empeño en ser operado en Madrid y el traslado por la endiablada nacional de la época desataron la infección mortal. El torero murió entre delirios en la mañana del 13 de agosto mientras se cerraba todo un tiempo. Lorca escribió la que es, sin lugar a dudas, la más bella elegía escrita en castellano. Pero el poeta granadino no sabía que estaba dictando su propio epitafio. Los fusiles iban a cortar para siempre aquella Edad de Plata dos años después: “Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura...”.

1921: arranca la Edad de Plata del toreo
Granero, Chicuelo y Juan Luis de la Rosa en sus tiempos de aprendices en los campos de Salamanca.

Y es que no se puede hablar de la Edad de Plata sin seguir el trágico rastro que deja la sangre de tantos toreros. Los públicos se tornan exigentes con los sucesores de los colosos. Se trataba de poner en práctica la revolución gallista y belmontina a un animal duro de patas, pleno de rusticidad, que aún no había asimilado los parámetros del nuevo toreo a través de la selección impulsada por Joselito. Uno de los primeros en caer –dos años después del propio José- fue Varelito, que se encaró con los espectadores de la plaza de la Maestranza mientras era conducido a la enfermería. Le seguiría Granero, aquel torero violinista en el que muchos habían visto al sucesor natural de Gallito. Pero Pocapena, un toro de Veragua, le destrozó el cráneo en Madrid el mismo día –un 7 de mayo de 1922- que confirmaba la alternativa Marcial...

No es casual que Chicuelo hubiera sido el padrino de la confirmación de alternativa del malogrado y joven diestro valenciano un año antes. El genial pero frágil diestro de la Alameda de Hércules se iba a convertir en el transmisor del nuevo legado taurino que él bebe directamente de José y traslada, en un tiempo y unas circunstancias muy diferentes, a las manos del mismísimo Manolete para inaugurar una nueva era taurina. Pero hay que seguir el rastro doloroso de aquella revolución: El valentísimo Manolo Litri –hermano del Litri de los 50- cae en Málaga en 1926 víctima de un toro de Guadalest en presencia de los Reyes; se trató de salvarle la vida amputándole la pierna herida pero el final fue irremediable.

1921: arranca la Edad de Plata del toreo
Curro Puya, caído en 1931, fue uno de los mejores capoteros de la Edad de Plata.

Curro Puya, extraordinario capotero y artista precoz, fue fiel continuador de la línea belmontista y uno de los grandes en el hilo del toreo de capote. A su verónica vertical, natural, templada y elegante -ejecutada con manos bajísimas- se la llamó del minuto de silencio. Esa es la gran aportación de este torero de artística trayectoria, iniciador de la dinastía de los Gitanillos, que vio truncada su vida por la terrible cornada sufrida el 31 de mayo de 1931 de un toro de Graciliano Pérez Tabernero . Aquel percance fue epilogado de una tremenda, larga y angustiosa agonía hasta que expiró el siguiente 14 de agosto. Quedaban sólo 3 años para que las astas de Granadino, el fatídico toro de Ayala, pusiera fin a la vida de Sánchez Mejías y sellara, de alguna manera, la propia Edad de Plata...

El toreo, las artes...y la Semana Santa

Mientras florece el toreo, más allá del tributo de sangre, y germinan las artes se eleva la Plaza de España. Pero... ¿qué tiene que ver la obra cumbre del arquitecto Aníbal González con el arte de torear? Nos sirve para entender el universo creativo en el que se mueven aquellos toreros que pagaron tan cara la implantación de la revolución estética que habían legado José y Juan. Mariano Benlliure tampoco fue ajeno a esa corriente al retratar a la Macarena -tocada con la valiosa corona de Reyes que recibió en la coronación popular de 1913- en el impresionante monumento funerario de Joselito El Gallo, una obra de 1925 que pone el impresionismo escultórico de su creador al servicio de un tipismo absolutamente regionalista, heredado del costumbrismo romántico.

La propia Virgen de la Esperanza estrena un fastuoso manto –el de tisú- en coincidencia con la muestra iberoamericana, en la apoteosis de la Edad de Plata. Aquel mismo año, Joaquín Turina había puesto la música de la famosa ‘Saeta en forma de Salve’ con letra, nada más y nada menos, de los hermanos Álvarez Quintero, paradigmas de la escena costumbrista del momento. En ese mismo halo, aunque es posterior, hay que encuadrar el preciosista ‘Esperanza y Macarena’ de los maestros Quintero, León y Quiroga que bordó Estrella Morente en la misa estacional del aniversario de la coronación –como no, en la Plaza de España- en el cercano 2014. Todavía estremece la letra, que también se unió al clima mágico que sólo culminó con ‘Suspiros de España’, el mismo pasodoble que despidió a Espartaco para el toreo el Domingo de Resurrección de 2015. La letra de Quintero, León y Quiroga dice así: “Amapola en el trigo, azucena morena, el Señor es contigo, Esperanza y Macarena...

De estos botones musicales podemos viajar a la literatura sin movernos de la década prodigiosa de los años 20, escenario pleno de la Edad de Plata. Federico García Lorca escribe en 1924 su ‘Tardecilla del Jueves Santo’ sin dejar de mirar al toreo: “En mi vaso de luna redonda/¡diminuta!, se ríe y tiembla/ Pepín: ahora mismo en Sevilla/ visten a la Macarena/ Pepín, mi corazón tiene/ alamares de luna y de pena”.

Rafael Alberti evoca la agonía de Joselito, muerto en Talavera en 1920, amparándose a la Virgen a la que dio tanto: “Virgen de la Macarena/ mírame tú, cómo vengo,/ tan sin sangre que ya tengo/ blanca mi color morena”. Podemos culminar esta evocación literaria con la aportación de Fernando Villalón, aquel caballista y ganadero que soñaba con criar toros de ojos verdes en sus tierras de Morón: “¡Madre mía de la Esperanza, /Novia de los macarenos!/ ¡La de la noche en los ojos!/ ¡La de la gracia en el cuerpo, /bordado de lentejuelas/ como el cuerpo de un torero!/ ¡La más bonita del barrio!/ Llévame contigo al cielo/ y enséñame aquellas cosas/ a mí, que soy macareno”.

Puentes estéticos

Esta nueva invocación a los poetas del 27 y a la devoción macarena nos sirve para entender los puentes tendidos entre todas las manifestaciones de la cultura popular del momento. El viaje a aquellos años 20 implica bucear en la exuberancia de las artes y las vanguardias pero hay que volver a recalcar el dato: esa efervescencia cultural, la Edad de Plata, no pasa de largo al toreo, que ya se encuentra sumido en su imparable transformación.

Federico García Lorca incidió en esta idea en una entrevista concedida el año anterior a su muerte afirmando que “el toreo es probablemente la riqueza poética y vital mayor de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas”. El poeta granadino que definió la Tauromaquia como “la fiesta más culta del mundo” se preguntaba “qué sería de la primavera española, de nuestra sangre y de nuestra lengua, si dejaran de sonar los clarines dramáticos de la corrida”. Los toros, aclara Jacobo Cortines, “se integran, gracias a Lorca y otros miembros de la generación, en un tipo especial de cultura que es propio de la sensibilidad española, la que llamó Pedro Salinas la cultura de la muerte”.

Jorge Guillén o Gerardo Diego, autor de ‘La suerte o la muerte’ no fueron ajenos a estos nexos taurinos pero esos hilos con la cultura popular nos conducen a la obra de Rafael Alberti que escribió las famosas ‘Chuflillas al Niño de la Palma’ dentro de la obra ‘El alba del alhelí’. “¡Qué revuelo!/ ¡Aire, que al toro torillo/ le pica el pájaro pillo/ que no pone el pie en el suelo!/¡Qué revuelo...” las inconfundibles estrofas están dedicadas al diestro rondeño Cayetano Ordóñez, el Niño de la Palma, padre de Antonio Ordóñez y uno de los toreros más emblemáticos de la Edad de Plata que también inspiró a Hemingway el personaje de Pedro Romero en ‘Fiesta’, el retrato de sus primeros sanfermines.

Pero hay que recuperar el hilo que nos presta el poeta gaditano, que llegó a vestirse de luces en las filas de Ignacio Sánchez Mejías, espuela taurina del grupo literario. Ignacio le incluyó en su cuadrilla el 3 de junio de 1927 en la plaza de Pontevedra. El torero alternaba aquella tarde lejana con el rejoneador Antonio Cañero y los diestros Joaquín Rodríguez ‘Cagancho’ y Antonio Márquez -primer suegro de Curro Romero- en la lidia de toros de Murube. Sánchez Mejías procuró a Alberti un vestido naranja y azabache con el que hizo el paseíllo pero la barrera siempre quedó entre el escritor y el toro. El propio poeta evocaba en ‘La Arboleda Perdida’ la emoción de aquella experiencia. “Comprendí la astronómica distancia que mediaba entre un hombre sentado ante un soneto y otro de pie y a cuerpo limpio bajo el sol, delante de ese mar, ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero”, escribía el poeta de El Puerto que aquel mismo día dio por terminada su breve carrera taurina sin haber llegado a ponerse delante del toro.

Pero hay que volver a invocar la figura de Sánchez Mejías que llegó a encerrar al propio Alberti, conminándole a escribir un poema dedicado a Joselito, muerto en Talavera siete años antes. El resultado, desvelado en el teatro Cervantes, fue ‘Joselito en su gloria’, dedicado al propio Ignacio, cuñado de José: “Llora, Giraldilla mora/ lágrimas en tu pañuelo./ Mira como sube al cielo/ la gracia toreadora...” Queda unos buenos años para hablar de todo ello.