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Actualizado: 05 ago 2022 / 13:55 h.
  • Eduardo Dávila, de pie ante la adversidad, en su última actuación vestido de luces en la plaza de Santander. Foto: Joserra Lozano
    Eduardo Dávila, de pie ante la adversidad, en su última actuación vestido de luces en la plaza de Santander. Foto: Joserra Lozano

Después de los toros se había preparado una fiesta en el Casino de Santander. Estaba toda su tropa: amigos, admiradores, el fiel equipo de profesionales, los grupos de aficionados prácticos... y por supuesto su familia en pleno. Y para ellos fue el mensaje que más esperaban: “No volveré a vestirme de luces...”. Eduardo había acudido a la fiesta molido físicamente pero satisfecho por dentro, sin dar demasiada importancia a esa aparatosa cicatriz suturada bajo el labio que no empañaba su habitual y contagioso sentido del humor.

El primer toro de la tarde, un ejemplar de Puerto de San Lorenzo, le había cogido dramáticamente después de trabarle el pie en la salida de un muletazo. Le alcanzó en el suelo, de lleno, sin darle tiempo a incorporarse o hacerse el quite. Le propinó una impresionante paliza de la que salió desmadejado y maltrecho, sangrando por la barbilla pero milagrosamente ileso de daños mayores. Repuesto, volvería a la cara al toro. La vuelta al ruedo sonriendo era una nueva lección para su gente: la superación ante la adversidad, también un mensaje de tranquilidad para su mujer y sus hijos, que se habían llevado el susto de su vida pero luego pudieron contemplarle toreando en plenitud –tersos y lentos muletazos- al último toro que estoqueaba en su vida vestido de torero.

Joserra Lozano firmó una de las imágenes más icónicas de aquel lance dramático: el vestido desmadejado y ensangrentado, el fajín suelto, las zapatillas perdidas, la mirada entornada, el torero erguido sobre la arena oscura... era el símbolo del triunfo del esfuerzo sobre la fuerza... Eduardo había tomado ese vestido de las vitrinas del museo de la Hermandad de la Macarena. No era la primera vez que retomaba ese traje de inconfundible color verde –el de la Esperanza de San Gil- para alguna de las reapariciones puntuales que se iniciaron en 2015 en coincidencia con distintos aniversarios ligados a la vacada familiar. Lo había donado en su día a la cofradía de la Madrugada sevillana, de la que es teniente de hermano mayor. La devoción es antigua en los Miura: su abuelo Eduardo había empuñado la vara dorada de las capillas y un azulejo de la Esperanza campea sobre la peculiar placita cuadrada de Zahariche, la mítica finca loreña donde pastan los temidos toros del hierro de la A con asas.

El vestido toma ahora un matiz nuevo. No deberían mandarlo reparar, ni siquiera limpiarlo. Ese traje verde y oro de la prestigiosa sastrería madrileña de Fermín ha adquirido ahora su definitivo valor simbólico en los desgarrones y las manchas de sangre. Encierra un retablo de esfuerzos e ilusiones, también es un icono del afán de superación de un torero que celebraba su XXV aniversario de alternativa cuando se haya realizado en otros campos profesionales. También es un espejo en el que se pueden mirar esa legión de aficionados prácticos que algún día superaron sus miedos delante de una becerra bajo la batuta de Eduardo. ¿Necesitaba hacer ese gesto? ¿Hacía falta vestirse de luces asomado al medio siglo, con una vida plena y resuelta? Hay decisiones que se escapan de la mera racionalidad; esconden otros matices, decisiones íntimas y personales en las que se barajan otros factores. Pero no habrá más...

Dávila Miura: principio y final
Un jovencísimo Dávila, a la izquierda de la imagen, en su primera actuación en público. Foto: Archivo Luis Rufino

De vuelta a los orígenes

Eduardo cerró en Santander su propio círculo, que se había abierto toreando las primeras becerras en el campo. Pasaron los años y creció la disyuntiva: ¿Torear o ser torero? Eran dos caminos muy distintos que acabaría resolviendo cuando ya había vestido su primer traje de luces, puesto en manos de un Pigmalión providencial. Pero pocos aficionados, más allá de su círculo íntimo, saben que su primera actuación en público, lejos de cualquier formalidad, tuvo lugar en uno de aquellos alegres y desenfadados festivales de aficionados –que merecerán reportaje aparte- que se celebraron en la bisagra de los 80 y 90 a beneficio del asilo Virgen del Prado en la localidad serrana de Higuera de la Sierra. Eran paralelos al recordado “festival grande” con figuras del toreo, a beneficio de la maravillosa y antiquísima Cabalgata de los Reyes Magos, bajo la batuta de ese cura bueno que fue el padre Girón.

Dávila Miura: principio y final
Cartel del festival de aficionados celebrado en el verano de 1991 en la plaza de Higuera de la Sierra. Foto: archivo Luis Rufino

El cartel del evento –hay que recalcar el carácter festivo y amistoso de aquellas peripecias- fija la fecha de ese debut, el de Eduardo Dávila Miura, que no cuenta en las biografías oficiales. Fue el 6 de julio de 1991, hace ya más de tres décadas. En la terna figuraban otros ‘personajes’ destacados incluyendo al entonces jovencísimo ganadero Rafael Molina, actual responsable de la ganadería de El Parralejo. El repaso a las bizarras cuadrillas arroja otros nombres, de sobra conocidos en la sociedad y el mundo de la empresa de Sevilla como Luis Rufino, Isaías Vázquez Gonzalo Madariaga, José Ignacio Díaz de la Serna, Luis García de Tejada o Pablo Silva y Luis Miguel Martín Rubio, anunciados como “Los calvos del Colón”.

Aquella actuación iniciática de Dávila Miura animó al cura Girón a anunciarlo en el festival grande, el 23 de agosto de aquel mismo año de 1991. La cosa ya se ponía seria: Eduardo tenía delante al rejoneador Javier Buendía además de los matadores de toros Curro Romero, José Luis Parada, Tomás Campuzano, Pepe Luis Vázquez y Fernando Cepeda que despacharon un combo de reses donadas por distintos criadores. No faltaron las dificultades delante del novillo, solventadas con la ayuda de Pepe Luis, íntimo amigo de Eduardo. Faltaban aún cuatro años –superadas las reticencias familiares- para su presentación formal en una novillada de Toledo y más de cinco para aquel festival de Sevilla que le sirvió de antesala a su alternativa, el 10 de abril de 1997 en la plaza de la Maestranza. Pero fue allí, en la coqueta placita de Higuera de la Sierra: estaba comenzando la historia taurina de un matador que volvió a hacer el paseíllo en la arena oscura de Santander cerrando un hermoso círculo de afición, perseverancia y amor al toro.