Después de los toros se había preparado una fiesta en el Casino de Santander. Estaba toda su tropa: amigos, admiradores, el fiel equipo de profesionales, los grupos de aficionados prácticos... y por supuesto su familia en pleno. Y para ellos fue el mensaje que más esperaban: “No volveré a vestirme de luces...”. Eduardo había acudido a la fiesta molido físicamente pero satisfecho por dentro, sin dar demasiada importancia a esa aparatosa cicatriz suturada bajo el labio que no empañaba su habitual y contagioso sentido del humor.
El primer toro de la tarde, un ejemplar de Puerto de San Lorenzo, le había cogido dramáticamente después de trabarle el pie en la salida de un muletazo. Le alcanzó en el suelo, de lleno, sin darle tiempo a incorporarse o hacerse el quite. Le propinó una impresionante paliza de la que salió desmadejado y maltrecho, sangrando por la barbilla pero milagrosamente ileso de daños mayores. Repuesto, volvería a la cara al toro. La vuelta al ruedo sonriendo era una nueva lección para su gente: la superación ante la adversidad, también un mensaje de tranquilidad para su mujer y sus hijos, que se habían llevado el susto de su vida pero luego pudieron contemplarle toreando en plenitud –tersos y lentos muletazos- al último toro que estoqueaba en su vida vestido de torero.
Joserra Lozano firmó una de las imágenes más icónicas de aquel lance dramático: el vestido desmadejado y ensangrentado, el fajín suelto, las zapatillas perdidas, la mirada entornada, el torero erguido sobre la arena oscura... era el símbolo del triunfo del esfuerzo sobre la fuerza... Eduardo había tomado ese vestido de las vitrinas del museo de la Hermandad de la Macarena. No era la primera vez que retomaba ese traje de inconfundible color verde –el de la Esperanza de San Gil- para alguna de las reapariciones puntuales que se iniciaron en 2015 en coincidencia con distintos aniversarios ligados a la vacada familiar. Lo había donado en su día a la cofradía de la Madrugada sevillana, de la que es teniente de hermano mayor. La devoción es antigua en los Miura: su abuelo Eduardo había empuñado la vara dorada de las capillas y un azulejo de la Esperanza campea sobre la peculiar placita cuadrada de Zahariche, la mítica finca loreña donde pastan los temidos toros del hierro de la A con asas.
El vestido toma ahora un matiz nuevo. No deberían mandarlo reparar, ni siquiera limpiarlo. Ese traje verde y oro de la prestigiosa sastrería madrileña de Fermín ha adquirido ahora su definitivo valor simbólico en los desgarrones y las manchas de sangre. Encierra un retablo de esfuerzos e ilusiones, también es un icono del afán de superación de un torero que celebraba su XXV aniversario de alternativa cuando se haya realizado en otros campos profesionales. También es un espejo en el que se pueden mirar esa legión de aficionados prácticos que algún día superaron sus miedos delante de una becerra bajo la batuta de Eduardo. ¿Necesitaba hacer ese gesto? ¿Hacía falta vestirse de luces asomado al medio siglo, con una vida plena y resuelta? Hay decisiones que se escapan de la mera racionalidad; esconden otros matices, decisiones íntimas y personales en las que se barajan otros factores. Pero no habrá más...