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Actualizado: 22 oct 2021 / 08:28 h.
  • Antoñete y ‘Atrevido’, el toro de Osborne que marcó su vida en 1966. Foto: Botán
    Antoñete y ‘Atrevido’, el toro de Osborne que marcó su vida en 1966. Foto: Botán

En la tarde del 22 de octubre de 2011, con la temporada vencida y un veranillo prolongado, hubo toros en La Puebla del Río. Se celebraba aquel festival benéfico bienal que estuvo organizando Morante hasta no hace mucho. Se trataba de sacar fondos para distintas organizaciones asistenciales del pueblo ribereño. Ventura, Espartaco –que invitó a torear a su padre-, Enrique Ponce, el propio Morante –que sufrió una durísima voltereta-, Cayetano y el becerrista El Nene cuajaron una gran tarde de toros para el público que abarrotaba la plaza portátil instalada en la antigua explanada de las cocheras del tranvía, en el mismo lugar donde ahora se celebra la novillada de las fiestas de San Sebastián y concluye el popularísimo encierro invernal.

Con la anochecida y el regusto de un festejo amable y triunfal llegó el retorno y la larga cola de coches por la carretera de Sevilla: Coria, Gelves, San Juan... Pero hubo una noticia que no tardó en circular por todos los móviles del toreo. Antoñete había muerto. La narración del festejo cigarrero iba a quedar en segundo plano mientras los plumillas se apresuraban a rescatar la biografía del torero madrileño para trazar su obituario. Chenel había dejado de existir en el hospital Puerta de Hierro de Majadahonda. No pilló de sorpresa: en aquellos días se había venido rumoreando el agravamiento de su estado. Los pulmones del viejo torero del barrio de Las Ventas, mellados a golpes de tabaco y toreo, no podían tener una nueva oportunidad. Tenía 79 años y venía peleando con una bronconeumonía desde hacía mucho tiempo atrás. Su presencia en el palco de comentarista de Canal Plus, también sus intervenciones radiofónicas se habían ido espaciando a la vez que sus idas y venidas a los hospitales se convertían en constante. No podía haber una vuelta atrás.

Notas biográficas

Antonio Chenel Albadalejo, Antoñete en los carteles, había nacido en Madrid en 1932. Su niñez en el barrio de Las Ventas, la cercanía al manejo del ganado junto a su tío, mayoral del coso madrileño, acabarían determinando su íntima vocación torera. En 1946 llegaría el primer traje de luces aunque la alternativa, que tomó en la plaza de Castellón, se haría esperar hasta 1953. Antoñete consiguió pronto vitola de torero ortodoxo, de intérprete clásico de caro concepto aunque las lesiones y las cornadas, también los dientes de sierra de su propia vida, no le auparon al friso de las grandes figuras en aquellos años de forja. El torero del mechón blanco -una de sus señas de identidad- sí se hizo con un aura de bohemia, de matador de culto que tendría que esperar a su madurez para alcanzar la definitiva escalada a la primera fila del toreo.

En medio de aquellos años de cimas y simas sobresale un trasteo revelador que ya figura entre las grandes faenas de la historia de la Tauromaquia: en 1966, casi olvidado de la afición, cuajó de cabo a rabo a ‘Atrevido’, el famoso toro blanco de Osborne que lo convirtió en leyenda y en torero de referencia. Pero las lesiones y las sombras de la vida volvieron a enhebrarse con la trayectoria del torero madrileño, que desapareció del mapa en 1975 después de escenificar un primer corte de coleta. No tendría demasiada vigencia. Dos años después marchó a Venezuela, preparando la que sería su definitiva asunción a la gloria, con medio siglo cumplido, en la definitiva e imprescindible vuelta de 1981 sin la que no podría comprenderse la globalidad de su carrera. El maduro torero volvía a la palestra alentado por el retorno de otros toreros que, como Manolo Vázquez, llenaron un hueco de calidad en un extraño momento de transición en el hilo del toreo. Era un ahora o nunca.

Antoñete se hizo presente en la escena capitalina en un momento de desenfadada vida cultural. No tardó en convertirse en el icono taurino de aquel Madrid que se asomaba a la nueva década con optimismo y descargado de prejuicios. Había sido adoptado como torero de la ’Movida’ y en un lustro prodigioso logró cimentar su definitiva impronta como gran figura del toreo. En 1985 fue testigo de la trágica cornada mortal de José Cubero Yiyo en Colmenar Viejo, un jovencísimo amigo y pupilo que le dejó en la más profunda desolación con su muerte. Ese mismo año se preparó su retirada en el ruedo de Madrid, la plaza de su vida, convertida en un acontecimiento en el que las cosas no salieron como se esperaban. Tampoco importó. La afición madrileña lo sacó a hombros del coso venteño recordando que, aquel mismo año, había firmado una de las faenas de su vida al toro ‘Cantinero’, del hierro de Garzón.

Pero aquella retirada duró poco. Con escasos argumentos y demasiados años a la espalda; con los pulmones tapizados de nicotina, Antoñete volvería a enfundarse el vestido de torear en 1987 iniciando una nueva etapa de idas y venidas en las que el calendario ya iba imponiendo su tozuda dictadura. A pesar de todo, el diestro del mechón blanco aún fue capaz de enseñar sus laureles en ruedos como Antequera pero, sobre todo, rubricando su herencia taurina contra cualquier pronóstico en una tarde otoñal en Jaén, en 1999. Aún aguantó el tirón, atropellando cualquier razón, hasta el 2001. Poco después de hacer el paseíllo en Burgos tuvo que ser evacuado del ruedo con una evidente insuficiencia respiratoria que le pudo costar muy cara. Los pulmones lo quitaban del toreo. Hace diez años le quitaron de la vida.