Opinión

Rafael Sanmartín

Palabras como sapos

Giralda de Sevilla. / Rafael Sanmartín

Que las hay que tragar. En un idioma tan sencillito como el nuestro, hay que ver los palabros tan raros que perviven. Por ejemplo: “inmatricular”. Sería lo contrario de matricular... pues, no. Es quedarse con el cante. Vaya cante, el gregoriano (y eso que el de El Palmar se llamaba Clemente). Clemente hay que ser, para tragarlo. Inmatricular es inscribir algo a nombre propio, pero para ello es necesario contar con algún dato en el Catastro, que pueda justificar la inmatriculación. Por ejemplo, una cesión “in perpetuum”. Un regalo, por ejemplo. ¿Figuraban en el Catastro los miles de catedrales, iglesias, mezquitas, sinagogas, palacios, casas, calles y plazas, que la Iglesia Católica ha inscrito a su nombre en los últimos años? ¿Seguro? Un seguro va a hacer falta para defenderse de tanto expolio. Por ahí habrá que empezar.

La Iglesia tiene lugares de culto y administrativos o viviendas, algunos construidos exprofeso, pero la mayoría cedidos tras la conquista, como pago a sus servicios. Habría que ver, uno a uno, la legitimidad de esas apropiaciones, tal vez “debidas”, o no. Habrá que verlo. Pero hay otros detalles, también dignos de verse. La Giralda no forma parte del conjunto de la Catedral, es un edificio exterior, independiente, comunicado por un pasillo de construcción reciente. Ni el Patio de los Naranjos, siempre considerado patrimonio de la ciudad, una plaza pública dónde paseaban los mayores y jugaban los niños, convertida en privada y objeto mercantil, que el turismo es un tesoro y la gente de la ciudad importan menos que el beneficio.

Miles de edificios cedidos para el culto, exentos de impuestos y mantenidos por el común, cristianos y ateos por igual, porque eran responsabilidad del Estado.

¿Cómo puede ser responsabilidad del Estado lo que no es del Estado? Cuando los reyes donaban a la Iglesia edificios para el culto, el Estado Vaticano no existía. Y Roma era un Estado preocupado por sus fronteras, pues podía ser acosado por las tropas germanas del Emperador Carlos. Cuando los nobles donaban una casa, un palacio ó un convento, no alcanzaban a comprender quien sería el propietario final. Porque en la Iglesia hay una estructura. Y una disciplina orgánica. Hoy el Vaticano es un Estado independiente, aunque no lo sean los feligreses, dependientes “espiritualmente” de ese Estado vivan dónde vivan. Claro, el espíritu no es tangible. Pero los edificios, sí. Y aunque cada obispado tenga su administración, todo está sometido a la máxima autoridad católica: la disciplina de la Iglesia. El Estado y cabeza espiritual y material de la Iglesia, sede central de todos los obispados y arzobispados, del Colegio Cardenalicio, de todas las instituciones caatólicas. Todos rinden cuentas y homenaje al Instituto para las Obras de Religión. El Banco Central del Estado Vaticano, para entendernos.

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Así que, cada lugar inmatriculado, pasa a ser propiedad del Obispado ó Arzobispado. Y, por la dependencia a sus superiores, a propiedad de un Gobierno extranjero. Bonita forma de cuidar el Patrimonio “menos Nacional” que quienes favorecieron esas apropiaciones. Un españolismo de ladrones, especuladores y evasores, por mucho que ondeen la bandera y sufran afonía de tanto gritar el nombre y pregonar su “españolismo” de pulserita y corbata, más que de pandereta. Que también ¿Podré modificar el catastro para inscribir a mi nombre el edificio renacentista de Plaza Nueva? ¿O sería “catastrófico”?