Opinión
Álvaro Romero
¿Qué hacemos ahora con Baltasar Garzón?
¿Qué hacemos ahora con Baltasar Garzón? / Álvaro Romero
Haber dudado del juez Garzón y que tenga que venir la ONU a sacarnos los colores por haber sido defenestrado en su propia patria cuando intentó investigar el Franquismo y la Gürtel es una de esas vergüenzas históricas que tendrán que aparecer en los libros. A la fuerza. Igual que lo del otro exiliado a Abu Dabi. El tiempo coloca y recoloca.
Pero no deja de ser una vergüenza nacional, colectiva y trascendente que al único juez que fue capaz de poner en su sitio a un sátrapa como Pinochet le sacaran los colores aquí sus propios colegas, hasta el punto de inhabilitarlo para muchos años y ponerlo de patitas en la calle con el silencio cómplice de tanta gente prevaricadora con la cabeza bajo el ala, o bajo tierra. Ahora, casi una década después, llega el Comité de Derechos Humanos de la ONU y empieza a poner por escrito lo que aquí no dio tiempo apreciar en aquellos años fugaces en los que lo único urgente era quitar de en medio a un juez tan peligroso como para ser capaz de hacer justicia. La ONU dice ahora que el juez fue juzgado sin garantías procesales e inhabilitado de forma arbitraria y que el Estado debería compensarlo, aunque sin establecer cómo. Que sea Baltasar el que lo diga. Y el juez ha dicho que, de momento, quiere volver.
En este país, con la Democracia supuestamente consolidada más de treinta años después, permitimos que fulminaran a un juez que puso el dedo en la llaga de los evidentes delitos de una dictadura tan incuestionable como la de Francisco Franco y que pinchó teléfonos, a petición de la propia Policía y con el consentimiento del Ministerio Fiscal, para cazar a corruptos de una trama nacional de la que todavía hoy hay gente dentro y fuera del trullo. Y no pasó nada, hasta que la ONU ha dicho lo contrario, porque nos hemos acostumbrado a esa espiral del silencio cómplice, a esa inquietante deriva de la aceptada mentira dialéctica por la que a los más altos aspirantes o representantes del Estado se les permite reescribir la historia a su antojo, matizar la crueldad, asegurar sin sonrojo que la guerra civil, por ejemplo, enfrentó a quienes querían democracia sin ley y a quienes querían ley sin democracia, y que no pase nada, como si la democracia no consistiera en la búsqueda de las verdades que nos amparen contra las mentiras históricas, sino en la aceptación por igual de cualquier mentira caprichosa para proporcionarle derecho histórico. Un disparate.
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