Opinión
Isidro González
Dulce corona
Como descendiendo del cielo sostenida por manos angélicas, como no queriendo rozar el rico metal la delicada cabellera y el velo que lo cubre, ni usurpar el puesto del sencillo sombrero pastoril. Como no queriendo ocultar el halo de belleza que, reflejo y asiento de la divinidad, emana de su rostro, ni agobiar la candidez de la mirada que deliciosamente busca al Cordero resucitado que con su mano acaricia. Como el más delicado fruto del granado que le cobija, esmerado néctar de las flores que le rodean o primicia del pasto del que se nutren sus ovejas. Así es la más que soñada, dulce corona que para Ella se acerca, baja suavemente hacia su cabeza para ornarla, sin querer molestar ni descomponer su traje y vestido de pastora. La más exquisita corona, hecha de los más coloristas pétalos y el verde de su prado, que grácilmente, como flotando en el aire, se posará sobre sus sienes para completar y rematar su figura de imagen primera de la Divina Pastora en el mundo, en el cercano Año Santo de 2025.
En esta corona lucirán las piedras preciosas del legado de fray Isidoro de Sevilla, unido hasta el final de su días a esta primitiva hermandad y a su devota imagen, expandido pronto por la baja Andalucía y luego por medio mundo, junto con la misión de numerosos frailes capuchinos desde el beato fray Diego José de Cádiz en el siglo XIX -que gestionó la misa y oficio propio de su fiesta- hasta fray Juan de Ardales en el XX -que recopiló en sus obras gran parte de las noticias que han llegado a nuestros días-. La devoción prendida pronto en el pueblo y la nobleza del siglo XVIII, en la burguesía del XIX, en el ambiente popular de Santa Marina de principios del XX y las dificultades sufridas por la hermandad en su segunda mitad, así como el renacer de la vida corporativa en el siglo XXI en la remozada capilla del hospital de los Viejos, donde, junto al esplendor consolidado y la solemnidad de los cultos y la procesión anuales, dos detalles quizás menores o desapercibidos dan buena cuenta de ello: la eucaristía vespertina dominical durante todo el año -en un territorio donde en la tarde del domingo abundan los templos cerrados- y la solemne misa del gallo en la medianoche del 24 de diciembre -en una zona donde el adelanto horario de la celebración de la Nochebuena se ha llevado por delante casi todo el ambiente festivo de la misma-.
Enriquecerán el metal de la corona el tesoro bibliográfico de los innumerables libros, impresos y sermones que desde el siglo XVIII hasta nuestros días explicitan el contenido y el sentido de esta advocación nacida en Sevilla, los abundantes iconos de pintura y escultura que esparcidos por todo el orbe conforman una iconografía abundantísima a cargo de los más renombrados artistas, las muchas estampas y grabados, los simpecados y bordados, los testimonios cerámicos, las composiciones musicales... testimonios de una devoción arraigada como pocas y elementos más que suficientes para cualquier exposición o publicación que -ojalá sea sensible a ello el mecenazgo cultural de nuestra ciudad- enriquezca y contextualice las vísperas de la coronación que tanto anhelamos -sobre todo a raíz de los actos celebrados por el III centenario en 2003- y que ya está aquí.
En esa corona estarán los afanes de tantos hermanos -ilustres y conocidos unos, anónimos otros- que han construido los más de tres siglos de historia de la hermandad -de Sal Gil a San Bernardo, pasando por Santa Marina, la Paz, San Martín, San Andrés y las Esclavas- con sus hitos alcanzados y las circunstancias difíciles, de tantos devotos como se han encomendado a su divino rostro, y que, junto a tantos actuales y conocidos, simbolizo y homenajeo en el ilustre por tantos motivos Juan Martínez Alcalde, que me honró con su amistad y su magisterio cofrade, y que no cesó en momentos nada fáciles en abogar contra viento y marea por la importancia y grandeza de la Divina Pastora, de denunciar la incomprensión habida con la hermandad en las décadas finales del pasado siglo, de divulgar la historia y el patrimonio nacido y unido a esta devoción, y de reivindicar, bastantes años atrás, la coronación canónica cuya concesión ahora gozamos.
Aunque parezca que llega tarde, por el desconocimiento o el olvido de nuestra historia más cercana o la minusvaloración de las devociones de las hermandades de gloria -gloria pura en su sencillez y familiaridad de nuestra Iglesia de Sevilla-, la coronación de la imagen primigenia de la Divina Pastora de las Almas vendrá a abrochar con oro purísimo el lazo de amor y devoción a esta advocación tan indiscutiblemente nuestra, a la vez tan señorial y tan popular. Por eso será una corona bucólica y dulce, como de miel y almíbar del campo y de las huertas, señal de la gloria que Ella tiene y anticipo de la que nosotros aspiramos. Corona etérea y primorosa, traída del cielo por ángeles con delicadeza y finura, toda suavidad y primor, tal como la pintó con maestría Tovar en el lienzo fundacional, que también sería digno merecedor del mismo honor que recibirá la imagen. Esta es la dulce corona de Reina anunciada solemnemente y que, por fin, ya llega para cubrir su cabellera sin quitar el sitio al sombrero que le honra como Madre sentada sobre una peña de nuestra tierra. Mientras esperamos ese día soñado, como ovejas alborotadas de un rebaño tan ingente, aclamamos a esta Pastora como “vida, dulzura y esperanza nuestra”, “que tan solo en el cielo te aman mejor”.
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