Opinión

Manuel Alonso Escacena

Jorge Juan y el Marqués de la Ensenada

Jorge Juan, científico y marino español. / Manuel Alonso Escacena

Jorge Juan, científico y marino español del siglo XVIII recibió cierto día una carta del Marqués de la Ensenada, convocándole a su despacho. Ensenada, ministro de Fernando VI (predecesor de Carlos III), tenía a su cargo cuatro ministerios: Marina, Guerra, Hacienda e Indias: era de facto, el guardián del Imperio Español de Ultramar. El Imperio era tan enorme y proporcionaba tanta riqueza, que las potencias europeas lo codiciaban, e Inglaterra, sin matices, trataba de apropiárselo, robándolo directamente a pedazos mediante la práctica de la piratería. Para Ensenada, tener una armada y una marina fuerte, era vital para combatir a estos ladrones.

Don Zenón de Somodevilla, que así se llamaba el marqués, le dijo al marino: Jorge, debes ir a Inglaterra, infiltrarte en sus astilleros, y apropiarte de los planos completos de un buque inglés arbolado y artillado; y ofrecer el doble de lo que cobran alli, a los ingenieros navales y maestros de velas, armeros, carpinteros y demás, que los construyen, para que se vengan a trabajar en nuestros arsenales.

España tenía por aquel entonces, astilleros y arsenales navales en Ferrol, Cádiz (la Carraca), Cartagena, Guarnizo en Santander y La Habana. En Cuba, porque dándose allí las mejores caobas, era absurdo traerlas a la península. Compensaba construir allí y que el barco llegase a España ya listo y navegando.

Jorge Juan acababa de regresar de un viaje científico: venía de demostrar que la tierra estaba achatada por los polos. Todos los países le invitaban a conferencias, fue a Viena, París, etc. mientras en España -claro- nadie le hacía ni puñetero caso. Londres, sí, y lo esperaba para nombrarlo miembro de la Royal Society, cosa que el hábil marqués aprovechó, para enviarlo como espía, ya que podía ir sin despertar sospechas bajo esa cobertura de científico.

Y Jorge Juan fue. Consiguió los planos, burló a los ingleses y escapó disfrazado, bajando el Támesis en una barcaza con los constructores y sus familias. Embarcó con ellos en un mercante que hacía transporte con la otra orilla del Canal y el norte de España. Lo bordó.

Una vez en España, cuando los técnicos navales empezaron a trabajar, ¡oh sorpresa!, dijeron que los métodos constructivos españoles eran más avanzados que los ingleses, los navíos, superiores en potencia de fuego y capacidad de albergar marinería, mejores en definitiva que los que ellos construían en Inglaterra. Y en efecto así era, el fallo no estaba en los buques, sino en los tripulantes y en las ordenanzas que les hacían actuar de modo ineficaz. Primaban estas normas la vanidad: un soldado embarcado, no podía bregar el barco, y un marinero no debía combatir. La infantería y la marinería británicas eran polivalentes: ambos hacían ambas cosas. La encomienda a Dios en el combate, en España, pesaba más que el interés por la ciencia, el entrenamiento y la disciplina. No era España ni sus barcos, éramos los españoles los que fallábamos.

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De hecho, el enfrentamiento naval entre España e Inglaterra del siglo XVIII no se saldó con ventaja inglesa: la armada española tuvo más éxitos, aunque solo recordemos Trafalgar. Blas de Lezo por ejemplo, derrotó al almirante Vernon, sin que sepamos ni donde está enterrado, mientras que el comandante inglés, el derrotado, reposa en la Abadía de Westminster y se acuñaron monedas conmemorativas del combate como si lo hubiese ganado. Recuerden: no es España, somos los españoles.

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